CAPÍTULO 1. Viuda alegre.
«El confortable estado de viudez es la única esperanza que mantiene el espíritu de una esposa».
John Gay
(1685-1732).
¡Qué martirio! Caroline prefería la tortura medieval «el arranca senos» o ser ahorcada por bruja que volver a escuchar el trigésimo «¡qué triste debéis de estar por la muerte de vuestro marido!» o el enésimo «os acompaño en los sentimientos, milady».
¡Falsos! ¡Todos sabían que en realidad festejaba haberse liberado de él! Según su opinión particular, Nigellus se había demorado demasiado en abandonarla e irse al otro mundo a tocar el arpa con San Pedro y con el coro de ángeles. O, lo más probable, a susurrarle maldades al Diablo en el Infierno para continuar con sus costumbres, ya que en vida había sido la persona más perversa y más ruin que había conocido... Y no porque pensara sustituirlo por otro hombre. El amor era igual que el láudano, embotaba los sentidos e impedía apreciar la realidad.
La joven odiaba la típica hipocresía británica y las murmuraciones que la tenían por objeto en el velorio que había organizado en Stawell House, su mansión de Portman Square, sita en la zona más valorada de Londres.
A veces se olvidaban de que ella iba y venía por los corrillos, de modo que escuchaba algún retazo de conversación expresado en un tono más alto y un poco más agudo:
—¿Os dais cuenta de que la viuda se ha empolvado la peluca blanca como si fuese a una fiesta?
—También usa una robe à la française que le deja casi expuestos los pechos. ¿Irá luego a celebrarlo con la reina Carlota a ver si a nuestra soberana se le pega la misma suerte? No sabría deciros qué es peor: si vivir con un viejo o cerca de un loco.
Y cada una de las arpías levantaba una ceja crítica al apreciarle los ojos secos, la mirada de hastío y el vestido de brocado de seda negro importado desde París, que más que ocultar sus encantos los realzaba.
«¡¿Es que acaso algún ingenuo espera que esconda el alivio y que muestre un dolor inexistente?!», reflexionó anonadada. ¡Que se quedase con las ganas! Nadie ignoraba que tres años atrás la habían casado con un hombre de cincuenta y nueve, que por la apariencia desgastada podía ser su bisabuelo. Más que casarla su padre se la había vendido como si fuera una esclava. Y con las libras obtenidas había pagado las deudas de la familia y el dinero que había perdido en las mesas de juego de los clubes de caballeros, a las cuales era adicto.
—Quitad esa cara, preciosa, parece que vais a morder a los asistentes —bromeó John Stanley, conde de Derby.
Era su amigo inseparable desde la infancia. Él movía la mano izquierda con displicencia, de modo tal que el zafiro azul de su anillo lanzaba destellos.
—No dudéis de que pronto me convertiré en caníbal, milord. —Caroline permitió que la ciñese del brazo y recogió el pañuelo blanco que él le entregó para que simulara que se limpiaba unas fugaces lágrimas—. Estoy deseando que esta farsa acabe y beberme un brandy para glorificar mi soltería. ¿Os quedáis y festejamos juntos?
—¡Por supuesto que sí! —John buscó con la vista a su esposa, lady Margaret, que lo superaba por una década y era muy poco agraciada—. Haría cualquier cosa para librarme por unos días del esperpento y rodearme de belleza. —Le guiñó el ojo.
—¡Ay, y yo que pensaba que lo hacíais en honor a nuestra camaradería! —Caroline fingió que se enfadaba y le propinó un golpecito en el brazo con el abanico.
—¡Gracias por la brisa, milady, aleja el olor desagradable! Lord Nigellus huele peor en la muerte que en vida, algo que parecía inconcebible. ¿Cómo habrá logrado tal hazaña?
—Debido al miedo, milord. Temía que lo enterraran vivo así que acordó que en el hospital lo tuviesen vigilado después de muerto durante una semana. —Caroline se llevó a la nariz el frasquito de perfume del que aspiraba constantemente—. Pero apreciad la parte positiva: hoy estamos todos seguros de que ha partido hacia el Otro Lado y de que ya no nos molestará más.
—Por la cara de felicidad podrían plantearse dudas de que el viejo hubiera fallecido, pero el hedor lo confirma de modo indubitable —John se le aproximó más y le musitó—: Os dije que dada su avanzada edad presentaros ante lord Nigellus de la forma más sexy y tentarlo con ropa interior de seda, de encaje y usando fragancias afrodisiacas sería un arma de asesinato más adecuada que un florete o que el propio veneno. ¿Acaso me he equivocado en alguna ocasión al aconsejaros?
—¡Nunca, mi querido amigo! Tengo que agradeceros el favor, aunque tanto me haya costado acometer tal proeza. —Caroline, aliviada, exhaló el aire contenido—. Nigellus murió con esa sonrisa idiota después del débito conyugal. ¡Os juro que mientras viva jamás me volveré a casar! El matrimonio me trae mala suerte.
—Lamento de corazón que hayáis pasado por estos tres años de calvario, milady. Como bien recordáis, intenté libraros de esa desdicha solicitando vuestra mano a vuestro padre —efectuó una pausa y luego, enfadado, añadió—: Descartó mi proposición diciendo que apenas era un niño y que aunque mi familia tenía mucho abolengo estábamos casi en bancarrota. ¡Y se suponía que era amigo íntimo de mi progenitor!
—Lo recuerdo, milord. Él necesitaba dinero contante y sonante para pagar sus vicios y por eso descartó tal unión sin pensar en el padecimiento al que me condenaba. Utilizó como excusas vuestra edad y que vuestros padres ignoraban tal proposición. Por fortuna, tanto mi progenitor como mi marido hoy yacen bajo tierra y cuando se vayan todos escupiré en sus tumbas para vengarme de ambos. —Caroline lo guio hasta una zona más apartada—. Os cuento un secreto y os pido la mayor discreción: después de que le dio el ataque lo dejé en su lecho y me fui a mis estancias para dormir con calma. ¡No os imagináis el alivio que sentí, milord! A la mañana siguiente su ayuda de cámara lo encontró y llamó al mayordomo y luego Pennyworth se dedicó a alertarnos a todos.
—Hicisteis bien, hermosa Caroline, no era cuestión de que llamasen al médico y de que este reviviera al vejestorio. —Y, mientras asentía, saludó con entusiasmo a lady Britannia, la anciana más chismosa de Londres y quizá de toda Inglaterra—. Sin embargo, no debéis bajar la guardia. Tenéis que cuidaros de vuestra madre y de vuestro hermano.
—¿De mi madre y de mi hermano? —Se sorprendió la chica y abrió con desmesura la boca.
—¿No os habéis percatado, milady, de que os han presentado a numerosos caballeros? —recalcó John y la arrastró hasta el extremo más alejado del jardín—. No pequéis de ingenua, sin duda son posibles candidatos para una próxima boda. Todos podrían ser vuestros abuelos. Y son duques y marqueses, además de más ricos que Creso.
—¡Tonta de mí! Resulta evidente que todavía soy cándida, mi fiel amigo, creía que eran conocidos de Nigellus. —Caroline le dio un beso sobre la mejilla—. Nunca hubiese imaginado tanta bajeza, pero os prometo que estaré alerta.
—Vuestro hermano, al igual que vuestro padre, le debe más de diez mil libras esterlinas a las casas de juego.
—Le debía. Nigellus en nuestra última pelea me tiró las facturas de Harry a la cara. Me reprochó que no le proporcionaba un heredero para la baronía, pero que se veía obligado a evitar el deshonor de los miembros de su familia política dándoles más dinero del que le habían robado al venderles una vaca que no daba cría ni leche.
—Entiendo, milady, el imbécil de vuestro hermano os generó un nuevo suplicio, ¡como si no bastase con el que ya soportabais! ¡Vuestra familia siempre os lo pone más difícil! ¡Y compararos con una vaca, encima, el muy desalmado!... Volvamos adentro, querida Caroline, y terminemos con este teatro. Ese viejo grosero se merece que su velorio sea breve. —John le volvió a entregar el pañuelo que ella le había devuelto—. Llorad un poco, así dejáis a todos contentos. Para ponéroslo más fácil imaginad que lord Nigellus no ha muerto y que sigue vivo. —De inmediato lágrimas auténticas le rodaron a la baronesa por las mejillas—. No falta mucho para que termine la función, varios aristócratas se están despidiendo y nos encargaremos de apurar al resto.
Media hora después, los asistentes que todavía permanecían en la propiedad la abandonaron en masa. Solo quedaban sus familiares y John, la esposa de este también se había retirado luego de echarles una mirada impasible a los dos. El desagrado era mutuo, pues solo se había unido a él por el título nobiliario y el resto le daba igual.
—¿Habéis visto que han venido varios duques y unos cuantos marqueses? —le preguntó su madre y se acercó a ella.
—Sí, los he visto. —Caroline se hizo la tonta, necesitaba constatar cuán bajo era capaz de caer su progenitora.
—Os habéis percatado, entonces, de que serían unos candidatos excelentes —comentó la mujer con una sonrisa afectada.
—¿Candidatos? No os comprendo. —Como siempre, John había dado en la tecla—. ¿Estáis pensando en casaros de nuevo con un hombre mucho mayor que vos, madre?
—Candidatos a ser vuestro próximo marido, por supuesto. Solo tenéis dieciocho años, una mujer no puede vivir sola.
—No vivo sola, la servidumbre en esta casa es muy numerosa.
Este comentario le recordó a Caroline que debía echar a Pennyworth, el mayordomo, tan traidor como su madre: siempre había ejercido de espía para Nigellus, chismorreándole todo lo que hacía y lo que decía y recibiendo a John de malos modos cuando la visitaba semanalmente.
—¡Pero debéis pensar en la familia! —intervino con furia el hermano—. Hay que reparar la casa solariega y también la de Londres, todo esto cuesta dinero.
—¿Y por qué no os casáis vos con una anciana rica? —Caroline pronunció las palabras con calma, pese a la furia que le hervía por dentro—. Vuestro padre me vendió una vez, ahora os toca a vos hacer el esfuerzo. ¿Acaso la fortuna que Nigellus os proporcionó hace tres años no os alcanzó para las reparaciones o mi padre también se la gastó en el juego? Estimo, hermano, que os equivocáis pensando que también cargaré con vuestra adicción.
—¡Niñata insolente! —gritó Harry fuera de sí.
E iba a darle una bofetada cuando John se interpuso y le torció los dedos hasta quebrarle el pulgar.
—¡No consiento que una hija mía diga tales disparates! —Lady Harriet, horrorizada, se llevó la mano a la frente, en tanto acudía a socorrer a Harry—. Además, ¿qué hace John entrometiéndose en asuntos privados y pegándole a tu hermano? Después del espectáculo que habéis dado en el entierro y ahora, todo Londres dirá que es vuestro amante. ¡Yo misma me encargaré de difundirlo entre nuestros allegados!
—Lo que se diga en Londres me resulta indiferente, milady, aunque en vuestro lugar y dada vuestra precaria situación me cuidaría de esparcir tales infundios. —Caroline enredó el brazo en el de su amigo y le dio un beso en la mejilla a modo de desafío—. Quiero que os quede claro que nunca volveré a casarme, salvo que en el futuro elija yo a mi consorte. Nigellus dejó el asunto arreglado, me heredó toda su fortuna y sus propiedades. No dependo tampoco de vosotros para ningún consentimiento, también de esto se ocupó con el abogado. —Caroline pensó que las sesiones en el lecho, además de ser el instrumento del delito, también habían servido para conseguir su independencia en todos los sentidos—. Y lo más importante: abonó las deudas de juego de Harry y los pagarés ahora son míos. Si en cinco minutos seguís aquí o si insistís en casarme u os entrometéis en mi vida o me visitáis, siquiera, haré que mi abogado se encargue de cobrarlos todos juntos. Vos —Señaló a su hermano—, iréis a la prisión de King's Bench por deudas y vos, madre, lo acompañaréis o viviréis en la calle. Yo no tendré inconvenientes al quedarme con todos vuestros bienes, considero que me los merezco como resarcimiento por el daño irreparable que me habéis causado. Al fin y al cabo, no tuvisteis escrúpulos al entregarme a un anciano apestoso y ahora intentabais repetir ese horror. ¡Largaos de aquí, no deseo veros mientras viva!
Tiró del cordón que agitaba la campanilla correspondiente a la sala de los lacayos y dos de ellos acudieron enseguida.
—Guiad a los condes hasta la puerta y avisad al resto de sirvientes que tienen vetada la entrada a cualquiera de mis propiedades. Si no caminan con los propios pies, ¡sacadlos a la fuerza!
Cuando se quedaron solos John empezó a aplaudir y la halagó:
—¡Habéis estado magnífica, milady! ¡Qué porte, cuánta decisión!
—Gracias, fiel amigo, han sido espinas que durante años he tenido clavadas.
—Sin duda hoy os habéis deshecho de ellas. ¡Había que ver las caras de vuestra madre y de vuestro hermano! De un plumazo habéis acabado con sus esperanzas y los habéis condenado a asumir la realidad.
—Vacías esperanzas, diréis, ¡cuánta ingratitud!
—¿Habéis pensado, dulce dama, que para satisfacer a los chismosos deberíamos acostarnos? Es lo más lógico, creen que somos amantes aunque nunca lo hayamos sido. Puesto que nos consideran pecadores sin serlo, ¿por qué no darles la razón? ¡Sois una viuda alegre, milady, esto no lo podéis negar!
—¡Brillante idea! Necesito sacarme de la memoria las burdas caricias de mi decrépito esposo. ¡Sería una excelente venganza, además! —Caroline se estremeció por el asco de modo involuntario y luego lo analizó—. Sois muy interesante.
—¡¿Solo interesante?! —John movió los brazos con extravagancia—. ¡Deberíais decir que soy el hombre más guapo que habéis visto en vuestra vida!
—Mejor hechos que palabras. Os lo demostraré, milord.
Caroline caminó hasta John. Se quitó la peluca blanca y también la de él. Luego le acarició el cabello castaño oscuro y clavó la mirada en los ojos miel de su amigo.
—Os aprecio más que a nadie en este mundo, milord. Ninguno de los dos precisa inventarse un cuento de amor, ese opio que todos buscan para evadirse de los matrimonios de conveniencia. Con el cariño que sentimos es más que suficiente.
—¡Una verdad como un templo! Sabéis que os quiero, belleza, aunque resulte evidente que no nos amamos. Nos conocemos demasiado y para enamorarse se requiere un ápice de misterio.
John le acarició la cabellera platinada, que le daba aspecto de valkiria. A continuación escrutó los ojos grises metálicos de la chica para estar seguro de que su voluntad era entregarse a él.
—Debemos ejecutarlo a la perfección, milord. La puesta en escena requiere que vayamos a la primera planta y que sea en mi lecho conyugal, no en esta sala. —Caroline lanzó una carcajada, feliz.
Subieron apurados la escalera de la mansión, sin importarles que los criados desviaran la vista para evitar mirarlos con curiosidad. Al arribar a los aposentos de lord Nigellus, John abrió la puerta, la levantó en brazos y entró con ella igual que si fuesen recién casados. A continuación la arrojó sobre la cama, en tanto Caroline se desternillaba de la risa y caía en un revoltijo de vestido y de enaguas.
—Espero que hayáis mandado cambiar las sábanas. —El aristócrata puso un gesto de horror.
—De hecho, milord, he tirado todo lo que Nigellus utilizó. Os puedo asegurar que olía a viejo, a queso y a rancio. El material que hay aquí es nuevo y las paredes y los suelos han sido concienzudamente fregados y pintados. Yo, inclusive, en la última semana me he bañado tres veces al día para quitarme el hedor a vejez de la piel.
—Se nota vuestro esfuerzo, debo admitir que no esperaba que oliese a rosas y a lilas. —John miró alrededor de él—. Imagino que habéis cambiado la decoración, también, nadie diría que aquí durmió vuestro anciano marido.
—Sí, milord. Ahora soy la dueña absoluta de este hogar y me corresponden las habitaciones principales. Como podéis advertir, me he esmerado por quitar de la mansión todo rastro de ese cretino. —Caroline analizó la figura de su amigo al detalle—. Considero que sería un buen momento de que os callarais y de que me hagáis el honor de desnudaros. ¡Necesito ver cómo es un cuerpo joven!
—No soy una novedad para vos, milady, me habéis visto desnudo en Linley Manor, cuando nos escapábamos a bañarnos en el río. —John, al mismo tiempo, se quitaba el pañuelo del cuello, la casaca y el chaleco.
—Eso no cuenta, milord, éramos demasiado jóvenes —negó Caroline: se pasó el índice por el labio inferior y lo sedujo con la mirada sensual—. Nuestros juegos eran inocentes. Imagino, además, que vuestras partes privadas también han madurado y deseo echarles un vistazo.
—Pues creedme, hermosura, que yo sí me fijé cuando vuestros pechos comenzaron a despuntar.
John se quitó el faldón de la camisa de dentro de la calza y se la desabotonó con lentitud, mostrando el pecho musculoso y la piel bronceada.
—Supongo, entonces, que deberé fijarme en vos ahora mismo con mayor detenimiento, me lo debéis. —La chica se pasó la lengua por los labios, disfrutaba con la lenta seducción.
—Os fijabais bastante, milady, recuerdo que me hicisteis muchas preguntas acerca del funcionamiento de mis atributos masculinos —se burló y se quitó el resto de la ropa: John se quedó desvestido frente a ella.
—Y yo os recuerdo, fanfarrón, aquel día en el que fuimos a pasear a Roscoe, vuestro perro, y me besasteis en los labios.
—Lo tengo muy presente, bella dama, fue vuestro primer beso. Nuestros padres nos habían llevado a Londres y paseábamos por el parque, muy cerca de la margen izquierda del río. Un brillo llamó mi atención, me agaché y encontré la cadena de oro y el relicario que lleváis ahora colgado del cuello... El mismo que yo os entregué para honrar vuestro atractivo, pues parecíais un capullo de rosa con vuestro vestido rosado.
—¿Eso es todo lo que os viene a la mente? —Caroline se hizo la asombrada—. Porque dijisteis que al tocarlo viajamos a otra dimensión y que erais sir Lancelot y yo lady Ginebra. ¿Acaso no recordáis que vencimos a los dragones y a los duendes malvados con nuestras espadas?
—Lo único que me interesa rememorar es el sabor de vuestros labios y lo hermosa que os veíais con vuestra cabellera dorada, casi blanca, resplandeciendo al sol. ¡Y ahora aquí os tengo, en el lecho!
—Acercaos, lord John, y dejad de hablar. No os hagáis rogar. —La chica efectuó una señal con el dedo índice, mirándolo apasionada.
—Me encuentro en clara desventaja, milady, vos seguís vestida —se quejó y avanzó hasta ella.
—Y yo me atrevo a afirmar que lo que tengo planeado para vos os gustará, milord. —Caroline se puso de pie y comenzó a acariciarle los músculos de los brazos y del pecho para luego recorrerlos con la lengua—. ¡Adoro vuestro olor y vuestro sabor a juventud!
—¡Qué delicia sentir vuestros labios sobre la piel! Hasta ahora no hay queja, dulce Caroline, seguid explorando... Y si desearais continuar con vuestros labios más hacia abajo tampoco las habría. —Era evidente por la apremiante erección que el juego lo estimulaba.
—Entonces deberé esforzarme para que no las haya, milord.
Caroline se arrodilló ante su amigo, mordiéndole suavemente los poderosos muslos, en tanto él lanzaba un gemido. Cuando le acarició el miembro con la mano, primero, y luego con la lengua, el corazón le empezó a latir desenfrenado y apenas podía respirar.
—¡Eso no es justo, me toca a mí! —protestó John, pero cerró los ojos y permaneció en silencio, disfrutando con la audacia de la muchacha.
—¡Sois tan hermoso! —exclamó ella.
Lo dejó por un segundo al hablar, tiempo que él aprovechó para cogerla de un brazo, levantarla y desabrocharle el vestido por la espalda.
—¡Cuántas prendas usáis, milady! —John le aflojó el corsé y luego la despojó de todas las vestiduras.
—Ahora podéis dejar de gimotear, milord, los dos estamos desnudos. —Caroline giró y se quedó frente a él—. ¿Os gusta lo que veis?
—¡Sois maravillosa, milady! —El conde le sostuvo los pechos con las manos, como si cargase en ellas sabrosos melocotones, y degustó cada aureola—. ¡Vuestra belleza es exquisita, tenéis una figura perfecta!
—Pues me alegro de que os guste tanto como vos a mí, querido amigo.
Caroline lo empujó: provocó que John cayera de espaldas en el lecho. Luego se acomodó sobre él y lo cabalgó como si Londres ardiese y ella se alejara de la ciudad a la máxima velocidad.
—Sois una dama muy licenciosa. —El noble afirmó las manos sobre las caderas de la chica y la guio con más fuerza.
—Y vos sois un libertino, milord, de eso no tengo duda —gimió Caroline, estremeciéndose ante su primer orgasmo auténtico.
Lord John incrementó el ritmo, extasiado, y poco después también llegó al clímax.
—¿Os ha gustado, lady Caroline? —inquirió, guiñándole un ojo dorado con picardía.
—¡Ha sido increíble! —suspiró ella y le apoyó la cabeza sobre el pecho—. Me satisface haber dejado de fingir y gozar de verdad.
—Pues si la experiencia os ha gustado, bella dama, creo que se me acaba de ocurrir un modo de proteger vuestra libertad.
Y se quedó en silencio, dejándola muy intrigada.
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