041. Revelaciones.
El Makati era un restaurante encantador, enclavado en un antiguo barrio de pescadores llamado "El Garrote", que aún conservaba la esencia de una España marinera. La fachada del restaurante, encalada en un blanco resplandeciente, contrastaba con el azul intenso del cielo. Los detalles de las ventanas y puertas, pintados de un verde apagado, daban un toque de frescura, mientras que el tejado de tejas anaranjadas añadía un aire cálido y familiar. Era un rincón que parecía detenido en el tiempo, aunque en su interior la modernidad se mezclaba con lo tradicional.
El coche se detuvo suavemente frente a la entrada, donde el aroma a salitre del mar se entremezclaba con el olor tentador de pescado fresco y especias que salía de la cocina. Al bajar, Amelia se tomó un momento para observar el bullicio del paseo marítimo, con sus pequeños comercios, heladerías y familias paseando junto a la costa. El sol de media tarde reflejaba destellos dorados en el agua, que bañaba suavemente la arena cercana.
A su alrededor, Lucía y un par de demonios avanzaban discretamente, sus presencias invisibles para los transeúntes. Amelia sintió el peso de su escolta, un recordatorio constante de las decisiones de su hermano. «Si tan solo los hubiera puesto un mes antes...», pensó, mientras un suspiro cargado de frustración escapaba de sus labios.
El interior del Makati era un delicado equilibrio entre tradición y elegancia. Las paredes encaladas se adornaban con cuadros de antiguos barcos y redes de pesca que colgaban junto a lámparas modernas de cristal soplado. Las mesas, cuidadosamente dispuestas, lucían manteles blancos y vajilla de líneas minimalistas, mientras el murmullo de conversaciones en español e inglés llenaba el espacio con un ritmo tranquilo y cosmopolita.
El maître, un hombre de mediana edad con traje oscuro y una sonrisa profesional, las saludó con una leve inclinación y las guió por unas escaleras de azulejos esmaltados en azul y blanco. Cada peldaño parecía contar una historia, como si en ese lugar convivieran los recuerdos de generaciones pasadas con el lujo moderno.
En la planta superior, el ambiente se tornaba más exclusivo. Las mesas estaban espaciadas lo suficiente para ofrecer privacidad, y los amplios ventanales daban una vista impresionante de la bahía. El agua resplandecía bajo el sol, y pequeños barcos de pesca y yates navegaban con parsimonia, completando una escena de postal. La brisa marina, aunque suave, se colaba por las ventanas abiertas, trayendo consigo un aroma salado que se mezclaba con el inconfundible olor del sushi y el sake.
Cuando llegaron a su mesa, situada en un rincón con vistas panorámicas, Amelia se detuvo un instante. Sus ojos se perdieron en el horizonte, donde el mar se unía con el cielo en un azul casi infinito. A lo lejos, las colinas, salpicadas de casas encaladas y vegetación mediterránea, parecían abrazar la costa con su calidez.
—Es precioso —murmuró Amelia, dejando que sus dedos rozaran el respaldo de la silla antes de sentarse. Sus pensamientos, sin embargo, permanecían con Lucy y los demonios que habían quedado estratégicamente cerca de la escalera, observando con atención.
Marina se acomodó frente a ella, su rostro más tenso que de costumbre. Aunque intentó relajarse, sus manos traicionaban su inquietud mientras jugaban con la carta del menú. Rosa, en cambio, se mostró más ligera, dejando escapar una sonrisa mientras se asomaba por la ventana.
—Con esta vista, hasta se me olvida que nos siguen esos demonios de tu hermano que solo nosotras podemos ver —bromeó Rosa, su risa ligera rompiendo momentáneamente la tensión.
Amelia le devolvió una sonrisa débil, aunque su mente seguía anclada al peso de todo lo que había pasado. Sabía que silenciar su móvil solo estaba retrasando la inevitable pelea con Duncan, pero la simple idea de enfrentarse a otra discusión la agotaba. Su mirada se perdió momentáneamente en el horizonte, observando cómo las olas rompían suavemente contra la orilla, deseando que el mar pudiera llevarse también sus problemas.
—Yo no puedo ver esos demonios —comentó Marina, rompiendo el breve silencio. Su tono era neutral, pero en su mirada había una chispa de curiosidad. —¿Has tomado esta mañana la bebida rara que probamos en el jardín de la mansión Contreras?
—No. —Rosa negó con la cabeza y torció los labios en una mueca mientras jugaba con un mechón de su cabello. —Elías se empeñó en hacerme beber ayer algo más... definitivo. Supongo que... —Se quedó callada al notar que un grupo de hombres y mujeres vestidos de negro, con gafas de sol, tomaba asiento cerca de ellas. Bajó la voz al continuar, como si temiera ser escuchada. —Se supone que ahora los veré siempre.
Amelia y Marina intercambiaron una mirada significativa. Ambas entendieron la súbita preocupación de Rosa. Había ciertas cosas que no debían discutirse frente a desconocidos, especialmente en un lugar público.
—Bueno, ¿me vas a contar cómo es Jorge? —preguntó Amelia, cambiando hábilmente de tema mientras los camareros colocaban frente a ellas los primeros platos. Un delicado sashimi de atún, presentado en forma de rosa, llegó acompañado de pequeñas botellas de sake que brillaban bajo la luz del sol que se filtraba por las ventanas.
Marina suspiró antes de responder, tomando un sorbo de agua para ganar tiempo. —A ver cómo te lo explico... Inmaculada parece un cordero al lado de tu hermano, y tu hermano, comparado con Jorge, es... ¿un ángel? —Su tono era ácido, pero no había exageración en sus palabras.
Amelia frunció el ceño, claramente confundida. Para ella, Alfonso siempre había sido bondadoso, protector, incluso cariñoso. Sin embargo, no recordaba cómo lo veía antes de ser transformada en su hermana. Si lo hubiera hecho, recordaría el miedo que sintió hacia él en la logia.
—Mi hermano es muy bueno. Al menos conmigo —contestó Amelia con un leve encogimiento de hombros.
—Bueno, tal vez contigo sí. Pero cuando se queda a solas conmigo... —Marina se interrumpió, su mirada perdiéndose en el plato de sashimi frente a ella. —El caso es que Jorge no es un buen amo.
—¿Amo? —preguntaron Rosa y Amelia al unísono, sus voces cargadas de sorpresa.
Marina dejó escapar una risa seca y amarga. —No seáis ingenuas. En realidad, hemos sido vendidas. Tú a Elías —dijo, señalando con la cabeza a Rosa antes de mirar a Amelia— y tú a Duncan. No somos libres de cortar con ellos ni de elegir otra pareja. Esa es la verdad.
Las palabras de Marina cayeron como una losa sobre la mesa. Rosa y Amelia se miraron, tratando de procesar lo que acababan de escuchar. Sabían que tenía razón, pero ambas preferían pensar que eran novias o prometidas por elección propia. La realidad, dicha en voz alta, las golpeó con una crudeza que no podían ignorar.
—Bueno, yo no tengo quejas de Elías. —Rosa trató de suavizar la conversación, aunque su tono estaba teñido de inseguridad. —Él me trata muy bien. De momento solo me ha dado regalos, me ha llevado a sitios increíbles, la comida, la ropa... —Su voz se suavizó mientras sus mejillas se sonrojaban. —Me ha dejado estudiar... bueno, ya sabéis. Anoche fue nuestra primera vez. Yo estaba temblando de miedo, pero al final fue tan cariñoso, tan... maravilloso —terminó con un suspiro, recordando los momentos de intimidad que habían compartido.
Amelia forzó una sonrisa, pero su mente estaba en otra parte. —Con Duncan es diferente. Nuestra relación es... agridulce. —Hizo una pausa, recogiendo sus pensamientos antes de continuar. —Anoche fue... delicioso. Delicado, suave... Creo que a su lado yo era una amante terrible, pero esta mañana ya empezó a controlarme el tamaño de la falda, a pelearse con mi maestro por cómo me trata y a intentar prohibirme estar contigo, Marina.
—¿Cómo eras tú con María? —preguntó Rosa con una sonrisa traviesa, pero su tono era más curioso que burlón.
Amelia abrió la boca para responder, pero las palabras se le atragantaron. En ese instante, comenzó a comprender las palabras de Inmaculada y de la propia María. Él había sido controlador, posesivo, y ahora empezaba a entender, aunque fuera un poco, el dolor que María debió soportar.
—Yo no era así. Solo... —Amelia se detuvo, sus pensamientos tropezando con la verdad que trataba de evitar.
—Sí lo eras, Amelia. —Marina intervino con una voz tranquila, pero sus palabras eran un dardo certero. —Incluso le controlabas el teléfono y las redes sociales. Lo raro es que parecía feliz con eso. O quizá simplemente no se quejaba para conservarte a su lado.
El comentario de Marina dejó a Amelia sin palabras. Miró a su plato de sashimi, pero el apetito se le había escapado. Sus dedos acariciaron el borde de la copa de sake, intentando procesar las palabras de su amiga. En el fondo, sabía que eran verdad. Y esa verdad dolía.
Rosa, en un intento por aliviar la tensión, tomó una de las botellas de sake y comenzó a servir en las copas. —Creo que todas necesitamos esto ahora mismo —dijo con una sonrisa nerviosa, tratando de inyectar algo de ligereza en la conversación.
Amelia tomó su copa, levantándola en un gesto automático, pero su mente seguía perdida en sus pensamientos. En su interior, la semilla de una nueva comprensión comenzaba a germinar, pero con ella venía un peso que no estaba segura de poder soportar.
Cuando terminó de beberse su sake, Amelia fijó la mirada en Marina. Su amiga parecía una sombra de lo que había sido. La mujer segura y desafiante que conocían estaba desaparecida. Su postura, su expresión, incluso su forma de hablar, eran un reflejo de alguien que había perdido algo más que un enfrentamiento: parecía que le hubieran arrebatado el alma.
—¿Qué te ha hecho Jorge? —preguntó Amelia con cuidado, aunque no pudo evitar que la preocupación se reflejara en su tono. —Incluso ayer por la mañana seguías siendo tú misma, con esa actitud mandona y, bueno, esa extraña... pasión. Estabas dispuesta a controlarnos y tener sexo con nosotras. Ahora pareces derrotada, como si te hubieran arrancado tu espíritu de lucha.
Marina desvió la mirada, su mano temblorosa acariciando el borde de la copa vacía. —Me lo hundieron a base de golpes, Amelia. No físicos, al menos no la mayoría, pero sí golpes... emocionales, psicológicos. Tu hermano y Jorge me hicieron ver cuál es mi lugar, que no tengo escapatoria. —Hizo una pausa, tragando saliva como si las palabras que estaban por venir le pesaran demasiado. —Jorge me ha comprado cosas bonitas, sí, pero no para mí, sino para que luzca bien como su... pareja. —Su voz se quebró, pero se obligó a continuar. —Quiere encerrarme en casa, pero creo que voy a poder aprender eso que ya sabéis... Aunque mi noche fue... horrible. Anoche...
No pudo continuar. El nudo en su garganta era demasiado grande. Amelia extendió una mano para apretarle la suya, intentando ofrecer consuelo.
—Tranquila, cuéntanos. Somos tus amigas. —La animó Amelia con un tono suave. —Yo he contado lo de Duncan. Puedes confiar en nosotras.
Marina asintió débilmente, respirando hondo para armarse de valor. —Habíamos llegado a un acuerdo. Si lo hacía voluntariamente, si era cariñosa con él...
—Él sería cariñoso contigo. —Rosa completó la frase con suavidad, intentando facilitarle las cosas. —Pero no cumplió, ¿verdad?
Marina negó con la cabeza, las lágrimas empezando a acumularse en sus ojos. —No... No fue eso. No cumplí yo. Cuando salí dispuesta, cuando intenté hacerlo, me bloqueé. —Bajó la cabeza, avergonzada, mientras las palabras se atoraban en su garganta. —No lo entiendo. A vosotras os gustan ya los hombres, pero a mí... —Suspiró profundamente, tratando de encontrar las fuerzas para continuar. —Al no cumplir, él... me violó.
Un silencio cargado cayó sobre la mesa. Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas mientras sus manos se apretaban con fuerza en su regazo. —Pero lo peor no fue eso. —Su voz se convirtió en un susurro roto, como si al decirlo en voz alta se arrancara algo de sí misma. —Lo peor es que terminé disfrutándolo. No es justo. Él sabe cómo hacerme enloquecer de placer. —Hizo una pausa, temblando al recordar. —Y cuando pensé que todo había terminado, llegó la última humillación. Me pidió algo, algo que no tenía por qué hacer... y yo lo hice. Voluntariamente. Con deseo.
Rosa se llevó una mano a la boca, tratando de contener su propia emoción, mientras Amelia la miraba con una mezcla de incredulidad y pena.
—Esta noche no tendrá que violarme. Seré yo quien le ruegue por algo similar a lo de anoche. —La confesión de Marina resonó en el aire como un lamento desesperado. No había consuelo posible para lo que acababa de admitir.
Amelia y Rosa se miraron, compartiendo una comprensión tácita. Ellas habían ido adaptándose poco a poco a sus cambios, asimilando su nueva identidad con cada paso, pero Marina había resistido con todas sus fuerzas. Ahora, su resistencia había colapsado de golpe, dejando un vacío que parecía insalvable.
—Encima, esta mañana... —continuó Marina, aunque su voz apenas era audible. —Además de casi... —Se detuvo, mirando de reojo a los hombres y mujeres trajeados sentados cerca. Sabía que no podía hablar con claridad, no con los no iniciados cerca. —Casi muero. Y cuando desperté... ni siquiera se molestó en ponerme en un sofá. —Las lágrimas seguían cayendo mientras su voz se cargaba de amargura. —Cuando le confronté por ello, fue cruel. Me dejó bien claro que solo soy una pieza, un horno para tener hijos. Y para rematar, me obligó a llamaros. Me dijo que debía potenciar mi amistad con vosotras... porque así seré útil en las luchas de poder dentro de... —Volvió a detenerse, mordiéndose el labio. No podía decir "logia" en voz alta.
Amelia tomó aire, sus manos temblando sobre la mesa. Sentía una mezcla de rabia y tristeza por lo que su amiga estaba viviendo, pero también por la certeza de que, en ese mundo, ninguna de ellas era realmente libre. Marina había verbalizado lo que todas intentaban evitar enfrentar: eran piezas en un tablero, y el juego apenas comenzaba.
—Por último, voy a hacer lo contrario de lo que él me pidió. Debo contarte la verdad. —Marina levantó la mirada hacia Amelia con una determinación que no dejaba lugar a dudas.
—No lo hagas, Marina. —Rosa intervino rápidamente, su tono cargado de urgencia. —No puede ser peor que lo que me hiciste, y no merece la pena remover eso.
Marina negó con la cabeza, un gesto firme pero lleno de pesar. —Lo siento, pero debo confesarlo. Incluso si Duncan me mata por ello. Amelia, yo... —Su voz se quebró por un instante antes de recuperar la firmeza. Marina cerró los ojos, luchando por reunir el valor mientras sus manos se apretaban sobre la mesa. Cuando habló, su voz salió rota, casi un susurro, pero cargada de una verdad devastadora
—Yo violé repetidamente a María, delante tuya, incluso hice fotos. —El aire pareció detenerse en la mesa, cargado de una tensión insoportable. —Usaba con vosotros la misma droga que con otras chicas. A veces incluso empleaba otro tipo de drogas para que estuvierais conscientes, pero inmóviles. Después usaba drogas para haceros olvidar. —Se detuvo, las lágrimas cayendo por su rostro. —Lo disfruté durante años. Te diría que lo siento, pero no sería del todo cierto.
Rosa quedó petrificada, en estado de shock. Diego, el amigo leal que siempre había estado para Roberto y para ella cuando era Martín, había sido en realidad su agresor. Amelia sintió un nudo en el estómago que casi la hizo vomitar. Quería gritarle, golpearla, hacerle sentir el dolor que había causado, pero algo la detuvo. Quizá eran las lágrimas de Marina, o quizá el peso de la propia culpa que se reflejaba en sus ojos. La miraba sin saber cómo reaccionar. Su corazón oscilaba entre el deseo de romperle la cara y la comprensión de que, al contrario de lo sucedido con ella y María, Marina recordaba todo. Y ese recuerdo parecía haberla destruido.
—¿Y qué esperas? ¿Qué te perdone? —La voz de Amelia comenzó a elevarse, sus palabras cargadas de furia contenida. —Yo te creía mi amiga. ¡Y violaste a mi novia!
Rosa se tensó, notando cómo las miradas de los hombres y mujeres trajeados se dirigían hacia su mesa. Temía que la situación se saliera de control.
—No, no espero tu perdón. —La voz de Marina era apenas un susurro, pero en ella había una sinceridad desgarradora. —Quiero empezar de cero, y para eso tenía que confesarlo. Quiero ganarme de nuevo vuestra amistad, quiero que me castigues si lo necesitas. Pero también quiero que entiendas que ahora sé que hice mal.
—Marina, yo... yo... —Amelia no encontraba las palabras, su mente luchando por procesar la revelación.
—¿Qué tal si nos vamos a un spa o a un centro de belleza? —interrumpió Rosa, su tono cargado de una urgencia nerviosa mientras terminaba su comida.
Marina y Amelia la miraron, claramente confundidas por el abrupto cambio de tema.
—Ahora somos mujeres, ¿recordáis? ¿No es lo que se supone que hacemos? —insistió Rosa, intentando suavizar el ambiente. —Además, lo he querido hacer desde hace años, pero como hombre me daba vergüenza. Imaginaros un hammam de esos y después un masaje con aceites.
Amelia levantó una ceja, cruzando los brazos con una mezcla de incredulidad y diversión. —Menuda cantidad de prejuicios. ¿Por qué no podemos jugar un partido de baloncesto, un billar o un futbolín?
—Porque quiero ir a esos baños árabes tan de moda en el centro. —Rosa no se dejó intimidar, respondiendo con una sonrisa obstinada.
—Por mí, bien. —Marina dejó escapar una pequeña sonrisa al mirar a Rosa. —Estoy dispuesta a hacer lo que me digáis. Incluso apuntarme a un curso de adorno floral, pero por favor, no me lo pidáis.
Amelia rió ante la ocurrencia de Marina. Aunque sabía que no existían cosas exclusivamente "de hombres" o "de mujeres", debía admitir que lo de los baños árabes sonaba tentador.
—De acuerdo, iremos a esos baños árabes. —Sacó su móvil y empezó a escribir un mensaje. —Voy a avisar a Duncan.
Rosa y Marina negaron con la cabeza al unísono.
—¿Por qué no? —preguntó Amelia, arqueando una ceja.
—¿Te imaginas lo que pensará si le dices que otro hombre va a tocarte en un spa? —Rosa la miró con una expresión mezcla de advertencia y picardía. —Si ya está tan controlador, no quiero imaginar su reacción. Si quieres decirle algo, dile que vamos a un salón de belleza o a tomar té, pero no le des el lugar exacto.
Amelia dudó con el móvil en la mano, su dedo suspendido sobre la pantalla. Parte de ella quería volver loco a Duncan después de los tres desplantes que había tenido ese día, pero sus amigas tenían razón. Optó por la prudencia: "Vamos a alargar la tarde. No te preocupes." Envió el mensaje y guardó el móvil.
Mientras salían del restaurante, Marina hizo un esfuerzo por sonreír, aunque la tristeza aún pesaba en su mirada. Los hombres y mujeres trajeados, que hasta ese momento habían permanecido discretos, se apresuraron a pagar la cuenta y salieron del local poco después, siguiendo los pasos de las tres mujeres con movimientos calculados.
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