040. Las quiero intactas para lo que planeamos.
Marina despertó desorientada en el suelo del despacho de Jorge. Su cabeza pulsaba con un dolor sordo, como si aún no lograra procesar lo ocurrido. El despacho estaba vacío; todos se habían marchado, dejando un eco inquietante en el espacio. Jorge, ajeno a su despertar, estaba sentado tras su escritorio, inclinado sobre un montón de documentos, como si ella no existiera.
—¿Jorge? ¿Qué ocurrió? ¿Dónde están todos? —preguntó Marina, su voz temblorosa, tratando de encontrar respuestas en medio de la confusión. Al mirar hacia los sillones situados al fondo del despacho, frunció el ceño. —¿Por qué estoy en el suelo? —añadió, la incredulidad en sus palabras reflejando su desconcierto. Si había perdido el conocimiento, al menos podría haber sido colocada en uno de esos cómodos sillones.
Jorge alzó la vista de los papeles con una lentitud irritante, como si le costara esfuerzo concederle siquiera un momento de atención. Sus ojos la evaluaron con frialdad mientras ella se incorporaba hasta quedar sentada en el suelo, con las piernas dobladas a un lado.
—Bien, ya despertaste. —Su tono era neutral, desprovisto de cualquier rastro de preocupación. Señaló con un leve gesto hacia el teléfono sobre la mesa. —Ahora ponte en contacto con Rosa y Amelia. Necesito que fortalezcas esa amistad. Gánate su confianza; pronto necesitaré favores de sus respectivos círculos.
Marina sintió cómo una chispa de humillación crecía dentro de ella. —¿No merezco una explicación? —espetó, esforzándose por no dejar entrever su rabia.
Jorge exhaló con fastidio, como si la exigencia de Marina le resultara una carga innecesaria. —Casi mueres. Pero te salvamos. Se fueron a sus asuntos, y tú estás tirada en el suelo porque, para ser honesto, eres patética. —Sus palabras eran como cuchillos, frías y calculadas, diseñadas para herir. —Tu falta de aceptación de lo que eres y tu odio a Inmaculada están desestabilizando tu poder. Pero no importa. Al final, siempre servirás para lo único que importa: traer al mundo a mis hijos.
El golpe emocional dejó a Marina paralizada por un instante, sintiendo cómo las palabras de Jorge arrancaban cualquier vestigio de dignidad que aún intentaba conservar. Apretó los puños y, al recuperar el aliento, lo desafió:
—Como futura madre de tus hijos, al menos podrías haberme puesto en un sillón, o un cojín bajo la cabeza. —Su voz contenía una mezcla de sarcasmo y amargura, pero también un rastro de súplica, de humanidad.
Jorge entrecerró los ojos, como si estuviera evaluando si merecía la pena responder. —No juegues con fuego, Marina. Aún no has hecho nada por mí.
—¿Nada? —Marina se incorporó hasta quedar de pie, temblando de ira. —¿Y lo de anoche? Al menos merezco algo de crédito...
—Lo de anoche fue tu obligación, nada más. —Su mirada era una losa de desprecio. —Necesitarás muchas más noches como esa para pagarme, por ejemplo, tu teléfono.
Marina sintió cómo se le tensaba la mandíbula. No esperaba empatía de Jorge, pero su frialdad la golpeaba como una verdad que no quería aceptar. No era más que una herramienta, un objeto, y él no se molestaba en ocultarlo.
Jorge tomó su teléfono móvil y lo deslizó hacia el borde de la mesa. —Tienes los contactos de Elías y Alfonso. Úsalos para conseguir los números de Rosa y Amelia. No tengo tiempo para quejumbres inútiles.
Marina tomó su teléfono con la resignación de quien no tiene opción, mientras la sombra de Jorge se proyectaba sobre ella, recordándole su lugar. Su mente repasaba cada palabra de la conversación mientras buscaba los contactos de Elías y Alfonso. Sabía que cualquier vacilación sería interpretada como debilidad. «Una pieza en el tablero», pensó. Pero era una pieza que aún se movía, aunque fuera en el juego de otros.
Tras conseguir el número de Amelia recién enviado por Alfonso, Marina tragó saliva. No estaba segura de cómo reaccionaría su amiga al escuchar su voz. La incertidumbre la acompañaba mientras pulsaba el botón de llamada.
Mientras tanto, Amelia estaba todavía abrazada a su maestro, buscando consuelo tras el incidente con Duncan, cuando el sonido de su teléfono rompió el silencio de la estancia. Levantó la vista hacia José Ramón, su maestro, cuya expresión permanecía impasible.
—¿Le importa si contesto? —preguntó, con el teléfono ya en la mano.
José Ramón hizo un gesto leve con la cabeza, dándole permiso. Amelia miró la pantalla. Un número desconocido. Dudó por un momento antes de contestar, temiendo que fuera una llamada trivial o, peor, un comercial insistente.
—¿Diga?
—Hola, Amelia. Soy Marina. —La voz al otro lado sonó vacilante, pero inconfundible.
Amelia se iluminó al instante, su corazón aliviado por escuchar a su amiga. —¡Marina! —exclamó, su tono lleno de entusiasmo. —¿Es este tu teléfono? Me alegra tanto oírte. ¿Qué tal estás? ¿Cómo van las cosas con Jorge?
Marina, al otro lado de la línea, titubeó un momento, consciente de que no podía hablar con libertad. —Va bien... —respondió, evitando los detalles. —¿Quedamos para comer? Tenemos tanto de qué hablar. Solo ha pasado un día, pero para mí parece una eternidad.
Amelia sonrió, aliviada por la familiaridad en la voz de Marina. —Claro, ¿estás en la logia? ¿Quieres que pase a buscarte?
—Sí, estoy aquí. —Marina miró de reojo a Jorge, quien seguía inmerso en sus papeles. —Creo que Rosa también debe estar por aquí. ¿Qué te parece si nos encontramos en la biblioteca en media hora y decidimos dónde ir?
—Perfecto. ¿Necesitas el número de Rosa para llamarla? —preguntó Amelia con entusiasmo.
—Sí, por favor. Pásamelo por WhatsApp. —Marina hizo una pausa antes de añadir, con un tono más ligero. —Aunque, si ella no puede, al menos tú vienes, ¿verdad?
—¡Por supuesto! —aseguró Amelia rápidamente. —Si Rosa no puede, iremos nosotras dos. Pero si se une, quizás tengamos que pedirle a mi hermano que nos preste un coche más grande.
Marina sonrió, más aliviada de lo que esperaba. —Perfecto. Nos vemos en media hora en la biblioteca.
Colgó el teléfono, sabiendo que el próximo encuentro con Amelia y Rosa podría ser más que una simple reunión entre amigas. Por ahora, era un paso. Pero en el fondo, Marina sabía que este tablero estaba diseñado para que ella siempre jugara con desventaja.
Tras colgar, Amelia alzó la vista hacia su maestro, quien la observaba con una leve sonrisa, esa que siempre parecía contener un sinfín de secretos que jamás compartía.
—¿Puedo marcharme? —preguntó con una chispa de entusiasmo en los labios. Sentía que necesitaba un respiro tras todo lo ocurrido.
José Ramón asintió con un gesto paternal, apoyando las manos en el borde del escritorio. —Por supuesto, Gatita. Hoy ya has logrado lanzar un conjuro, y eso es un gran avance. Practica esta tarde, si puedes. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras flotaran en el aire—. Yo debo reunirme con la maestra de los ritos para discutir ciertos... asuntos relacionados con tu prometido. Parece que necesita un pequeño empujón para que lo acepten del todo. —Sonrió con un brillo pícaro en los ojos, claramente animándola a salir y distraerse.
—Gracias, Maestro. —Amelia hizo una ligera reverencia antes de enderezarse con una sonrisa más relajada. —Iré a la biblioteca a encontrarme con mis amigas. Si necesitas algo o tienes que enviarme algún mensaje, ya tienes mi número de teléfono.
José Ramón inclinó la cabeza en señal de despedida, observando cómo Amelia salía de la habitación con pasos firmes. Una vez fuera, ella marcó el número de Alfonso mientras caminaba hacia la puerta de la logia.
—¡Hola, hermanito! —saludó en tono animado, aunque la tensión de las últimas horas todavía pesaba en su voz. —He quedado con Rosa y Marina para comer, pero mi coche es un biplaza. ¿Tienes por casualidad un coche más grande? ¿Estás en la logia?
Alfonso rió al otro lado de la línea. —Qué suerte tienes, hermana. Justo me estaba entreteniendo un poco hablando con Luis Burgos, Inmaculada, Mónica y Elías. Y, mira, casualidad: he traído el Maybach hoy. Con chofer incluido.
Amelia abrió los ojos de par en par. —¿El Maybach? ¿El todoterreno de lujo?
—Exacto. El del techo dorado que tanto te gusta. Mucho mejor para pasear con tus amigas que tu precioso Cayman, ¿no crees?
—¡Gracias, hermano! —exclamó, ya apresurando el paso. —Voy corriendo hacia la puerta de la logia.
Mientras caminaba, pulsó el número de Duncan para avisarle de sus planes. La llamada no tardó en conectar.
—Hola, Duncan. Solo quería decirte que voy a salir con Rosa y Marina a comer. Nos reuniremos en un restaurante.
Al otro lado, Duncan guardó silencio por un segundo que se sintió más largo de lo necesario. Entonces, su voz llegó como una ráfaga fría: —No quiero que vayas a ninguna parte con Marina. Esa mujer es una mala influencia para ti.
Amelia se detuvo en seco, con los labios entreabiertos, incrédula por lo que acababa de escuchar. —¿Perdona? —respondió, con un tono que mezclaba sorpresa y creciente irritación. —¿Qué estás insinuando?
—Estoy diciendo que Marina no es alguien con quien deberías relacionarte. —La voz de Duncan se endureció aún más. —Solo te meterá en problemas, y tú lo sabes.
Amelia sintió cómo la rabia comenzaba a subirle desde el estómago. —Duncan, no puedes controlar mi vida. Yo elijo a mis amigos, y Marina es una de ellos, te guste o no.
—Amelia, solo intento protegerte. No quiero que te pases el día rodeada de personas que no son buenas para ti.
—¿No son buenas para mí? —replicó Amelia, su voz temblando de enfado. —¿Quién eres tú para decidir eso? ¡Eres mi prometido, no mi dueño! Si piensas que puedes darme órdenes como si yo fuera una posesión más, estás muy equivocado. —No le dio tiempo a responder; cortó la llamada antes de que pudiera añadir algo más.
El teléfono comenzó a sonar de inmediato. Duncan la llamaba una y otra vez, pero Amelia ignoró cada intento, guardando el móvil en el bolso mientras avanzaba con pasos rápidos hacia la puerta principal de la logia.
Cuando llegó, Alfonso e Inmaculada ya la esperaban junto al Maybach. Al verla aparecer con el ceño fruncido y los ojos brillando de frustración, ambos alzaron las cejas, intrigados por su expresión. Su teléfono seguía sonando insistentemente desde el bolso, como un eco constante de su enfado.
—¿Todo bien, hermanita? —preguntó Alfonso, aunque su tono indicaba que sabía perfectamente que algo no estaba bien.
Inmaculada cruzó los brazos y la miró con esa mezcla de curiosidad y juicio que solo ella podía proyectar. —¿Problemas con tu prometido?
Amelia exhaló con fuerza, su mirada alternando entre su hermano y su futura cuñada. —Sí, problemas. Parece que Duncan cree que puede controlar con quién salgo o qué hago. —Sacó el móvil del bolso y lo mostró como si fuera un objeto maldito. —Y ahora no para de llamarme como si no hubiera entendido que no tiene derecho a decidir por mí.
—¿Qué hiciste? —preguntó Inmaculada, aunque su tono delataba un deje de diversión.
—Colgué. —La respuesta de Amelia fue directa, su voz aún cargada de ira. —Y no pienso contestarle hasta que entienda que no soy un juguete para controlar.
Alfonso negó con la cabeza, esbozando una ligera sonrisa. —Bueno, eso lo aprendió de ti, Inma. Quizás es momento de que le enseñes que las mujeres no son objetos, aunque claro... —Su tono se volvió más serio. —Eso no lo justifica.
—Déjamelo a mí —dijo Inmaculada, con una sonrisa afilada. —Ese chico necesita un recordatorio de su lugar. Pero, por ahora, ve a la biblioteca con tus amigas. Que las cosas se enfríen un poco.
Amelia asintió, pero no sin antes sacar las llaves de su bolso y entregárselas a Alfonso. —Aquí tienes, hermanito. Cuida bien de mi Cayman. —Le dedicó una sonrisa fugaz, pero su ceño fruncido delataba que aún estaba molesta.
—No te preocupes, lo trataré como si fuera mío. —Alfonso le guiñó un ojo mientras guardaba las llaves.
Amelia respiró hondo antes de girarse hacia la entrada de la logia. —Tengo que ir a la biblioteca. Rosa y Marina deben estar llegando. —Hizo una pausa y lanzó una última mirada a Inmaculada. —Y gracias. Si puedes hablar con Duncan... bueno, que no sea demasiado indulgente.
Inmaculada arqueó una ceja, su expresión entre divertida y satisfecha. —No te preocupes, no suelo ser indulgente.
Mientras Amelia se alejaba hacia la biblioteca, ajena a su entorno inmediato, un individuo la observaba desde una ventana en las alturas de la logia. Su mirada, oscura y abyecta, seguía cada uno de sus movimientos con un interés perturbador. Sin apartar los ojos de ella, levantó una mano y susurró una orden casi inaudible. De entre las sombras surgió un pequeño demonio, de cuerpo retorcido y ojos brillantes como brasas.
—Síguela —le ordenó con voz baja y cortante. —No dejes que te detecte, asegúrate de informarme de cada detalle y, si puedes, deshazte de esos demonios que la acompañan.
El demonio inclinó la cabeza en una reverencia servil antes de desaparecer entre las sombras. Mientras tanto, Amelia seguía su camino hacia la biblioteca, con el teléfono vibrando nuevamente en su bolso. Lo ignoró por completo, concentrándose en el encuentro que la esperaba con Rosa y Marina, sin saber que ahora había una presencia acechante siguiéndola en silencio.
Sin embargo, un leve escalofrío recorrió su espalda. Por un instante, se detuvo y miró hacia atrás, pero no vio nada fuera de lo normal. Sacudió la cabeza y siguió caminando, convencida de que era solo su imaginación.
Amelia entró en la biblioteca y enseguida vio a sus amigas, quienes ya la esperaban en una mesa cercana a los ventanales. Su rostro se iluminó al verlas, y no dudó en acercarse para abrazarlas.
—¿Cómo estáis? —preguntó con una sonrisa cálida, aunque sus ojos se detuvieron en Marina. —Te noto distinta, Marina. —No era un cambio físico evidente, más bien algo en su expresión, como si la altanería que siempre la había caracterizado hubiera sido reemplazada por una sombra de vulnerabilidad.
Marina evitó su mirada, forzando una sonrisa que no alcanzó sus ojos. —Ahora soy... algo más, supongo. Se supone que tengo poder, pero anoche... —su voz se quebró—. Mejor no hablemos de eso. La humillación aún la consumía, y no estaba lista para compartir lo que había ocurrido con Jorge.
Amelia, interpretando mal el silencio de su amiga, soltó con despreocupación: —¿Desvirgada? ¡Me alegro por ti! Yo también. Fue... maravilloso. —Se permitió una risa nerviosa, pero la mirada severa de Rosa y el gesto incómodo de Marina le hicieron darse cuenta de que había metido la pata. —Lo siento, soy una bocazas. —Sin pensarlo, rodeó a Marina con sus brazos. —Si te sirve de consuelo, yo también tengo ganas de matar a Duncan. Es un celoso controlador insoportable.
Marina devolvió el abrazo con torpeza, pero en el fondo lo agradeció. Las pequeñas muestras de cariño de sus amigas eran lo único que la mantenía entera. —Gracias —susurró. Luego, al separarse, forzó una sonrisa más relajada. —¿Qué tal si decidimos el restaurante y seguimos hablando en el coche o durante la comida?
—De acuerdo. ¿Qué os apetece? —preguntó Amelia, mirando a ambas con una expresión expectante.
—Un japonés —dijo Marina, casi al instante.
—Un mexicano —sugirió Rosa al mismo tiempo.
Amelia rio con suavidad. —Yo tenía ganas de un asador, pero creo que esta vez tiene preferencia Marina. Iremos a comer pescado crudo. ¿Qué os parece el Makati?
—Perfecto —contestó Marina con un destello de alivio en su rostro. —Sobre todo si conseguimos una de las mesas con vistas a la playa. —Sacó el teléfono de su bolso para llamar y hacer la reserva.
Mientras las risas y los murmullos de las jóvenes llenaban la biblioteca, un par de ojos invisibles seguían sus movimientos desde las sombras. A pocos metros, oculto entre los altos estantes de libros, sus movimientos eran casi imperceptibles, como si se fundiera con las sombras mismas, y sus ojos, que ardían como brasas, parecían evaluar cada palabra de las jóvenes con un placer inquietante. Sus garras se movían en un patrón ritual mientras murmuraba palabras inaudibles que resonaban en otro lugar, lejos de allí.
El aire en un despacho apartado de la logia vibró levemente cuando la conversación de Amelia, Marina y Rosa llegó hasta un hechicero que esperaba con paciencia. Este se encontraba sentado en un sillón de cuero, su rostro oculto bajo la penumbra, iluminado apenas por el resplandor tenue de una lámpara de escritorio. Sus dedos tamborilearon sobre la madera mientras escuchaba atentamente la conversación transmitida por el demonio.
Tras unos segundos, tomó su teléfono y marcó un número. Cuando la llamada fue respondida, su voz se deslizó como un susurro helado. —Irán al restaurante japonés junto a la playa, el Makati. Va acompañada de otras dos jóvenes. Si las atrapas también, habrá recompensa para ti. Pero escucha bien: no deben sufrir daño irreparable. Las quiero intactas para lo que planeamos. Te enviaré la ubicación exacta para emboscarlas más tarde.
Colgó el teléfono sin esperar una respuesta, su sonrisa apenas visible en la penumbra. Mientras tanto, el pequeño demonio desapareció en un destello de humo, dejando tras de sí una sensación de inquietud que parecía impregnar cada rincón de la biblioteca. Amelia, Marina y Rosa continuaban charlando animadamente, ajenas al peligro que las acechaba.
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