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038. No soy una gatita perezosa

El pasillo frente al despacho de Jorge permanecía en un silencio inquietante, apenas interrumpido por la tenue luz mágica que proyectaba sombras danzantes sobre las paredes de piedra. La humedad impregnaba el aire, calando hasta los huesos, como si compartiera la opresiva tensión que envolvía a las dos mujeres.

Marina y Rosa se miraban en silencio. Rosa, radiante, sostenía una sonrisa que parecía iluminar el ambiente lúgubre, todavía envuelta en la euforia de la noche anterior. Marina, en cambio, parecía un reflejo opuesto: su mirada estaba perdida, sus hombros caídos, y su respiración era un hilo irregular, como si cargara el peso de un yugo invisible. Los ecos lejanos de los murmullos tras la puerta del despacho eran un recordatorio constante de lo ajeno e incontrolable que se había vuelto su destino.

Marina rompió el silencio, su voz apenas un susurro:

—¿De verdad eres feliz?

Rosa parpadeó, sorprendida por la pregunta, aunque su sonrisa permaneció intacta.

—Por supuesto. —Su voz cálida parecía iluminar el pasillo, mientras sus ojos brillaban con los recuerdos recientes.—. Elías fue dulce y cuidadoso, asegurándose de que todo fuera especial. Por la tarde me llevó de compras, luego a comer, y cerramos el día con una cena en un lugar increíble. Además, Mónica será mi madre y maestra. Marina, su poder es increíble. Aunque casi muero durante el ritual... ahora siento que tengo un nuevo propósito.

Marina la miró fijamente, una mezcla de admiración y envidia pintando sus facciones. Rosa irradiaba una felicidad sincera, mientras ella cargaba con el peso de una noche que aún la perseguía. Jorge había tomado su cuerpo, y aunque al final su resistencia se desmoronó, el inicio había sido una violación que la había dejado rota. Su futuro estaba marcado por la brutalidad de Jorge y la dureza de Inmaculada, ambos decididos a moldearla sin piedad. Y si el ritual fallaba, su vida podría terminar.

Marina tragó saliva y dejó escapar un suspiro tembloroso. —Rosa, cuando era Diego, te hice cosas terribles. Si te las digo, no me perdonarás. No merezco tu perdón, pero no quiero construir una nueva amistad sobre mentiras.

La sonrisa de Rosa se desvaneció, reemplazada por una expresión de confusión. —¿Qué ocurre, Marina? ¿Dónde está tu seguridad? ¿Tu confianza? Tú nunca te disculpas. Nunca pides perdón.

Marina desvió la mirada, incapaz de sostener el peso de los ojos de Rosa. —Anoche... Jorge... todo comenzó... —Tomó una bocanada de aire, como si el solo hecho de decirlo fuera un esfuerzo monumental. —He aprendido por las malas. Aunque al final terminé participando voluntariamente, todo comenzó con una violación. Y eso... te lo hice yo.

Rosa retrocedió un paso, desconcertada. —¿Qué dices, Marina? Lo que pasó ayer no puedes considerarlo una violación.

—No me refiero como Marina —interrumpió Marina con un tono seco y quebrado—. Hablo de cuando era Diego.

El silencio que siguió fue insoportable, cargado de tensión. Rosa observaba a Marina, esperando que continuara, aunque una parte de ella deseaba no escuchar lo que estaba por decir.

—Da igual no importa lo que hiciste. —Dijo Rosa tratando de sonreir.

—¡Si importa! —La voz de Marina se rompió, y sus ojos brillaban con lágrimas contenidas. —¡Yo te violé! ¡Varias veces! ¡Eras tan patético disfrazándote de mujer! Te drogué. Te penetré por arriba y por abajo. Me corrí en tu boca y en tu cuerpo... incluso estuve tentado de hacerte fotos. ¡Era un monstruo, Rosa! Un maldito monstruo.

El rostro de Rosa se quedó en blanco, como si las palabras de Marina no pudieran encontrar un lugar en su comprensión. La idea era tan monstruosa, tan ajena al Diego que había considerado su amigo, que su mente se negaba a aceptarla.

—No digas tonterías, Marina. Eso no puede ser verdad. Diego nunca me haría eso. Tú nunca me harías eso.

—Elías te lo puede confirmar —dijo Marina con un hilo de voz, bajando la cabeza. —Lo vio todo cuando rebuscó en nuestras mentes.

La mirada de Rosa se endureció al escuchar el nombre de Elías. Sabía que él era incapaz de mentir sobre algo tan importante. Una tormenta de emociones se desató en su interior: rabia, asco, traición... pero también una extraña sensación de distancia. Todo aquello parecía tan remoto, tan lejano, como si le hubiera pasado a otra persona.

Rosa permaneció inmóvil durante un instante, su mente intentando asimilar lo que acababa de escuchar. Luego, sin previo aviso, levantó la mano y abofeteó a Marina con fuerza. El golpe resonó en el pasillo vacío, pero Marina no intentó esquivarlo. Antes de que pudiera reaccionar, Rosa la envolvió en un abrazo feroz, sus lágrimas empapando el hombro de Marina.

—No puedo perdonarte —susurró entre sollozos—. Pero te necesito a mi lado. Hagamos borrón y cuenta nueva. No vuelvas a decir eso. Nunca más.

Marina cerró los ojos, dejando que las lágrimas fluyeran libremente mientras devolvía el abrazo. Era la primera vez en su vida que se arrepentía sinceramente de algo, la primera vez que aceptaba el peso de sus acciones. Pero las palabras de Rosa, aunque no borraban su culpa, eran un bálsamo que le daba una nueva oportunidad.

—También tengo que pedir perdón a Amelia y Duncan —murmuró Marina, con la voz quebrada.

—No quiero saber qué les hiciste a Roberto y María —respondió Rosa, apartándose ligeramente para mirarla a los ojos—. Pero te lo advierto, Marina: lo mejor que podemos hacer es olvidarlo. Nos necesitamos las tres, y no podemos mover mierda ahora. Si te sientes culpable, compénsalo. Hazlo bien esta vez.

Marina asintió, incapaz de hablar, y ambas se quedaron abrazadas en silencio en el frío pasillo, mientras los ecos de sus confesiones se desvanecían en la penumbra.

En un despacho diferente de la logia, Amelia había llegado junto a su maestro, quien le instaba a concentrar su energía tal y como le había indicado, con el objetivo de lanzar una pequeña bola de fuego hacia la chimenea.

—Vamos, gatita, siente el poder recorrer tus venas. Imagina una bola de fuego formándose en tus manos. Ahora di: "Vulcanus o ignis deus. Da mihi potestatem tuam oro. Adjuva me, ut lucem et calorem tenebris afferas."

Amelia intentó repetir las palabras, aunque con varios errores en la pronunciación:

Vulcano o ignus deus. Da mihi potestate tua oro. Adjuva me, ut luce et calore tenebri affera.

El maestro la interrumpió, paciente pero firme:

—No, Amelia. Es Vulcanus o ignis deus. Da mihi potestatem tuam oro. Adjuva me, ut lucem et calorem tenebris afferas. Escucha con atención y repite.

Vulcanus o ignis deus. Da mihi potestatem tuam oro. Adjuva me, ut luce et calore tenebri affera —volvió a errar Amelia, su frustración comenzando a ser evidente.

El maestro suspiró y la corrigió con un tono más severo:

—Gatita, las terminaciones son importantes. Si no las pronuncias correctamente, no surtirá efecto.

Amelia, agobiada, se dejó caer al suelo con un suspiro de resignación.

—Es inútil, no puedo hacerlo —protestó, derrotada.

—Es solo latín, gatita. Puedes hacerlo. Cuando hablas con un dios o un demonio, debes usar su lengua —insistió su maestro, mirándola con expectativa.

—¿Y no podrías lanzarme un conjuro que me haga entender y hablar latín? —propuso Amelia, medio en broma, medio en serio.

Sin más preámbulos, el maestro alzó la voz y recitó con una sonrisa traviesa:

O Mercurius, deorum nuntius. Hoc catulum pigrum fac Latine loqui.

—¡Oye, no soy una gatita perezosa! —protestó Amelia, pero entonces se dio cuenta de que entendía perfectamente el significado de las palabras. Sorprendida, se puso de pie, mirando con determinación hacia la chimenea.

Vulcanus o ignis deus. Da mihi potestatem tuam oro. Adjuva me, ut lucem et calorem tenebris afferas. —Esta vez, lo pronunció correctamente.

Para su sorpresa, en sus manos se formó una pequeña bola de fuego, apenas del tamaño de una bola de billar, pero lo suficientemente brillante y cálida como para hacerla abrir los ojos con incredulidad y satisfacción. Había conseguido canalizar el poder, y, por primera vez, una sonrisa de asombro cruzó su rostro.

—Ahora lánzala hacia la chimenea, haz que la leña se encienda —ordenó el arcanista supremo con autoridad.

Amelia obedeció, impulsando la bola de fuego como si fuese una pelota. Esta impactó contra la leña, estallando en un fulgor que avivó el fuego en un instante. Emocionada, Amelia giró hacia su maestro y lo abrazó con entusiasmo.

—¡Lo hice! ¡He lanzado una bola de fuego como si fuera una maga de Dungeons & Dragons! —exclamó con una mezcla de alegría y orgullo.

La puerta del despacho se abrió de golpe, interrumpiendo el momento. Duncan entró con paso decidido, su rostro marcado por una evidente tensión. Había acudido con la intención de discutir con el arcanista supremo, pero al ver a Amelia abrazando a José Ramón, su mirada se llenó de odio.

—Bien hecho, gatita —dijo José Ramón con una leve sonrisa, soltando a Amelia y tomando un tono más serio—. Pero deberías aprender al menos un idioma sin recurrir a la magia.

—¡Ya hablo español e inglés! —protestó Amelia con un deje de queja en su voz.

—Buenos días —interrumpió Duncan con un tono gélido, rompiendo el ambiente de euforia de Amelia.

—Buenos días —respondió José Ramón con calma, arqueando una ceja—. Pensé que eras más educado, Duncan.

—Y yo pensé que no eras un pervertido que obliga a sus discípulas a mostrar sus cuerpos. Venía a discutir sobre la falda de mi prometida, pero veo que también te tomas la libertad de tocarla —soltó Duncan con veneno en la voz.

—¡Duncan! —intentó interceder Amelia, pero el arcanista supremo alzó una mano, silenciándola con un gesto.

—Por favor, señor Martí, tome asiento —indicó José Ramón, señalando una de las sillas frente a su escritorio. Luego caminó con serenidad hacia su propio asiento, ignorando deliberadamente el veneno en las palabras de Duncan.

Amelia lo siguió con mirada incrédula, incapaz de comprender cómo su maestro mantenía la compostura ante semejante insolencia. Se posicionó detrás de la silla de José Ramón, inquieta.

—¿Le parece prudente su actitud? —preguntó el arcanista supremo, su tono gélido como una ráfaga de invierno—. Entras en mi despacho, me llamas pervertido, y tienes el descaro de cuestionar mis métodos. Perdí la cuenta de las veces que he perdonado tu vida. Y, sinceramente, si no fuera por mi gatita, ya te habría reducido a cenizas. Ahora, discúlpate antes de que me arrepienta de mi generosidad.

El peso de las palabras de José Ramón cayó como una losa sobre Duncan, quien sintió cómo la temperatura en la habitación parecía bajar varios grados. Amelia miró nerviosa a Duncan, preguntándose si él sería lo suficientemente sensato como para controlar su orgullo.

—Me disculparé, pero Amelia dejará de tomar clases de magia con usted —declaró Duncan, con tono firme y decidido.

—Duncan, esa no es tu decisión. No puedes impedirme aprender magia —respondió Amelia, levantando la voz con determinación, aunque su tono dejaba entrever una mezcla de frustración y cansancio.

José Ramón arqueó una ceja, dirigiendo una mirada evaluadora a Amelia antes de intervenir, calmado pero contundente.

—Señor Martí, mi gatita no tiene intención de abandonar mi enseñanza. Si lo desea, puedo hablar con alguien poderoso para que sea su maestro, pero no aceptaré interferencias en cómo instruyo a mi discípula. Y sí, si alguna vez necesita practicar sexo para aprender un conjuro, también lo hará. —La última frase la pronunció con una sonrisa desafiante, como si estuviera probando los límites de Duncan. Era consciente de que apenas unos pocos aquelarres requerían ese tipo de rituales, y él siempre había considerado esas prácticas más como extravagancias que necesidades.

Duncan frunció el ceño, lleno de ira.

—¿Así que para ser hechicero tengo que aceptar que usted se aproveche de mi prometida? ¿Eso es lo que me está diciendo? —espetó con dureza, cada palabra cargada de resentimiento.

Amelia suspiró, desesperada. Sabía que José Ramón no se había propasado con ella, aunque ahora que Duncan lo planteaba, recordó ciertos momentos: un roce aparentemente cariñoso, el hecho de haber tenido que cambiarse delante de él... Algo que había pasado por alto de repente le parecía ambiguo. Giró hacia su maestro con una mirada llena de confusión y duda.

José Ramón notó el cambio en Amelia y se dirigió a Duncan con calma, como si nada pudiera alterarlo.

—¿Por qué no le preguntas a ella si me he aprovechado? ¿He hecho algo distinto a lo que hice con tu hermana? ¿He cruzado alguna línea? Si le pedí que usara una falda corta, fue para evitar que la dañara al arrodillarse durante los rituales. Incluso en ciertos aquelarres es necesario prescindir de la ropa. ¿Sabes por qué la Inquisición perseguía a las brujas? —preguntó, sus ojos clavados en Duncan, como si quisiera atravesar su orgullo.

Duncan conocía bien la respuesta. Las brujas habían sido perseguidas porque representaban mujeres libres, una amenaza para las estructuras patriarcales. Su hermana le había contado muchas de esas historias.

—¿Me está comparando con Torquemada? —replicó Duncan, molesto.

José Ramón dejó escapar una risa breve y fría.

—Piénsalo. Te enfadas porque mi gatita muestra un poco de piel. Creo que ciertos extremistas religiosos tienen una prenda ideal para cubrir eso: el burka. Te molesta un simple abrazo de celebración cuando ella ha logrado lanzar su primer hechizo. Incluso cuando se cambió frente a mí, ni siquiera la miré; estaba revisando su grimorio. Pregunta a tu hermana. Sabrá decirte cómo funcionan los verdaderos rituales.

Duncan vaciló. Las palabras del arcanista supremo se clavaron en él como una espina.

—¿Y las actitudes sumisas? —insistió Duncan, aferrándose a cualquier posible fisura en el argumento.

José Ramón lo miró con serenidad.

—¿Sabes cuál es la misión de un discípulo? Atender todas las necesidades de su maestro. Por tradición, se escogía un discípulo del sexo opuesto porque esas necesidades podían incluir las sexuales. Sin embargo, afortunadamente para mi gatita, yo la veo más como a una hija... o incluso como a una nieta. Habrá abrazos, tal vez besos de cariño, pero te aseguro que nada sexual.

Amelia, que había escuchado atentamente, sintió cómo sus dudas se disipaban. No se sentía incómoda con José Ramón, ni vulnerable. Todo lo contrario: a su lado se sentía protegida, como si nada malo pudiera sucederle. Era una sensación que Duncan, a pesar de su tamaño y fuerza, nunca había logrado transmitirle.

Por su parte, Duncan observó a Amelia y vio la admiración en sus ojos mientras miraba al arcanista. Era una mirada que él deseaba para sí mismo, pero que rara vez recibía de Amelia. Más a menudo, sus gestos parecían reflejar miedo o resentimiento hacia él.

—Amelia, no soy un talibán —dijo Duncan, intentando suavizar su tono, aunque en su mente seguía resonando la insinuación del burka.

Amelia se giró hacia él, con una mezcla de cansancio y tristeza en sus ojos.

—Entonces dame libertad. Convertirte en hombre fue tu forma de protegerme de caer en manos de alguien que me dañara. No te conviertas tú en ese monstruo, Duncan.

Duncan vaciló. Las palabras de Amelia lo golpearon como una bofetada.

—De acuerdo, Amelia. Trataré de no comportarme como tú lo hacías cuando eras Roberto.

La respuesta de Duncan fue un jarro de agua fría para Amelia. ¿De verdad se había portado así cuando era Roberto? La idea la dejó helada, incapaz de articular una respuesta.

—Arcanista supremo, le agradezco su generosidad —dijo finalmente Duncan, buscando una salida digna del incómodo enfrentamiento. Sacó una tarjeta y la dejó sobre la mesa de José Ramón. —Aquí tiene mis datos para que mi futuro maestro se ponga en contacto conmigo. Siento haber sido un irresponsable. Trataré de no faltarle al respeto a ninguno de los dos. Amelia, nos vemos en casa.

Amelia observó en silencio cómo Duncan salía del despacho. Sus hombros caídos y su expresión derrotada eran un reflejo de lo mucho que había perdido en esa conversación.

José Ramón se levantó de su asiento y miró a Amelia, cuyos ojos comenzaban a llenarse de lágrimas. Sin decir una palabra, la rodeó con un brazo y la abrazó con suavidad.

—¿Quieres seguir con la lección o necesitas tomarte el día? —preguntó en voz baja.

Amelia, incapaz de responder de inmediato, sintió cómo el peso de la discusión con Duncan seguía oprimiendo su pecho. Sus pensamientos iban y venían, intentando encontrar sentido a lo que acababa de pasar. Amelia lo miró sin saber qué responder. Finalmente, se dejó envolver por el abrazo, sintiendo una mezcla de consuelo y tristeza.

—Tranquila, ambos os queréis. Pero a veces, el mayor dolor viene del amor más profundo —murmuró José Ramón, mientras Amelia cerraba los ojos y dejaba que las lágrimas cayeran silenciosamente.

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