
037. Esa falda es demasiado corta
La tenue luz del amanecer se filtraba por las cortinas, bañando la habitación con un suave resplandor dorado. Amelia despertó al sentir el calor reconfortante de un cuerpo junto al suyo. Al girar la cabeza, vio a Duncan profundamente dormido, con una expresión tranquila que contrastaba con su firmeza habitual. El corazón de Amelia dio un vuelco al recordar los acontecimientos de la noche anterior.
Mientras se dirigía al baño, los recuerdos la asaltaron con intensidad. Se vio a sí misma en la cama, con las manos sujetas al cabecero y los ojos vendados. El peso de Duncan sobre ella no era opresivo, sino protector, cada caricia y beso diseñado para avivar sus sentidos. A pesar de la sensación inicial de vulnerabilidad, pronto se dejó llevar, disfrutando como nunca antes. Incluso ahora, podía sentir los ecos de esas emociones recorriendo su cuerpo.
Ya bajo el agua caliente de la ducha, Amelia cerró los ojos, dejando que el vapor envolviera sus pensamientos. "Me pidió que confiara en él", pensó, recordando cómo había susurrado esas palabras antes de besarla suavemente. Aunque el control que había ejercido sobre ella podría haberla intimidado, en ese momento se sintió completamente segura y amada. El recuerdo de cómo ella había tomado la iniciativa después, desatando su propia pasión, la hizo sonrojarse aún más.
Al salir del baño, Amelia secaba su cabello con una toalla mientras un rubor teñía sus mejillas, no solo por el calor del agua, sino por los pensamientos que la habían acompañado. Duncan, ya despierto, se desperezaba lentamente, su torso desnudo iluminado por la luz matutina.
—Buenos días, mi amor —dijo Amelia con una sonrisa mientras se inclinaba para darle un suave beso en los labios.
Duncan le devolvió el gesto, rodeándola con un brazo. Su mirada reflejaba ternura, pero también algo más intenso, una chispa de posesión.
—Buenos días, preciosa. ¿Dormiste bien?
—Mucho mejor de lo que imaginaba. —Amelia se dirigió al cambiador, todavía con una sonrisa en los labios.
Cuando salió, llevaba puesto su uniforme: un vestido de terciopelo negro que llegaba a la mitad de los muslos con su escote cuadrado algo más bajo de la cuenta y la capa abrochada con un broche con el escudo de su maestro. Al verla, Duncan frunció el ceño y se levantó de la cama con un movimiento decidido.
—Amelia, ¿de verdad piensas salir así? —preguntó con un tono que mezclaba reproche y preocupación.
Amelia lo miró, desconcertada. —Es mi uniforme. Lo debo llevar todos los días, Duncan. Tu hermana también lució así.
Él avanzó hacia ella, cruzando los brazos. —Esa falda es demasiado corta. Ahora eres mía, ¿cómo crees que voy a permitir que otros te miren de esa manera? Cámbiate de ropa.
Amelia sintió cómo una mezcla de sorpresa y enojo comenzaba a burbujear en su interior. —¿Mía? Duncan, no soy un objeto. Me amas, y yo te he prometido amar, pero no puedes decirme qué ponerme. Este es el uniforme que me exige mi maestro, y no puedo cambiarlo.
Duncan la observó con la mandíbula apretada, su mirada pasando de la falda a los ojos determinados de Amelia. —No entiendo cómo alguien puede obligarte a usar algo así. Es indecente. ¿Tu maestro no entiende que eres una mujer comprometida? ¿Tú me hubieras dejado salir así?
Amelia soltó un suspiro, tratando de mantener la calma. —Duncan, no voy a discutir sobre esto. No estoy dispuesta a desobedecer a mi maestro por un capricho tuyo. Además, ¿de verdad crees que me veo mejor escondiéndome bajo capas de ropa? —Le sostuvo la mirada con una mezcla de desafío y ternura. —Yo nunca me metí con esta longitud de falda cuando eras María. Me enseñaste a confiar en ti. Ahora necesito que tú confíes en mí.
Por un momento, la tensión en el rostro de Duncan pareció desvanecerse. Sus hombros se relajaron ligeramente, y su mirada perdió algo de su severidad. Recordaba cómo Roberto le corregía constantemente la ropa. Pónte un jersey, ¿vas a salir así? ¿Crees eso apropiado?
—Está bien, Amelia. Pero quiero que sepas que esto me incomoda. No puedo evitar preocuparme. —Se acercó y tomó su rostro entre las manos, sus dedos acariciando suavemente sus mejillas. —Prométeme que si alguien te falta al respeto, me lo dirás.
Amelia asintió con una pequeña sonrisa. —Lo haré, pero no te preocupes. Sé cuidar de mí misma. —Le dio un beso rápido antes de apartarse con una sonrisa juguetona. —Ahora, prepárate. Tenemos un día largo por delante.
Duncan se quedó mirándola mientras salía de la habitación, su figura elegante y segura desapareciendo por la puerta. Aunque había cedido, el conflicto interno aún ardía en su pecho. Por un lado, la admiración y el amor que sentía por Amelia eran indiscutibles; por otro, la necesidad de protegerla, incluso de ella misma, lo mantenía en constante alerta.
Amelia, por su parte, sentía una mezcla de triunfo y preocupación. Sabía que Duncan cedía por amor, pero la sombra de ese control le había sorprendido. ¿Podrían superar juntos las tensiones que comenzaban a asomar en su relación? Aun tenía pendiente su amor por Daniel y Duncan no hacía más que mostrar celos estúpidos hacia su maestro.
Amelia se miró un momento frente al espejo del pasillo, ajustándose el cabello con dedos temblorosos. Los pensamientos sobre Duncan y sus celos no la abandonaban, y cada vez que intentaba centrarse en sus responsabilidades, la figura de Daniel volvía a su mente como un eco persistente. Sus emociones estaban divididas; por un lado, el calor de la pasión reciente con Duncan la llenaba de dudas sobre sus propios sentimientos, pero por otro, la conexión que sentía con Daniel seguía siendo una chispa que no podía ignorar. Con un suspiro pesado, se envolvió en su capa y siguió su camino, dispuesta a seguir con su día. Mientras bajaba las escaleras hacia el nivel inferior de la mansión, las tensiones políticas afloraban en la logia, un recordatorio constante de que los problemas personales palidecían frente a las maniobras peligrosas que se tejían a su alrededor. Al otro lado de la ciudad, Alfonso e Inmaculada se preparaban para enfrentar a Jorge, sus pensamientos igualmente cargados de incertidumbre y estrategia.
El despacho de Jorge exudaba una tensión sofocante. La decoración sobria y cuidadosamente medida reforzaba una sensación de control absoluto. Las estanterías abarrotadas de libros arcanos y artefactos mágicos parecían observar a los presentes, como guardianes de secretos que solo Jorge podía revelar. Inmaculada y Alfonso estaban sentados frente a él, con Marina de pie, ligeramente apartada, como si no fuera más que un accesorio en la conversación.
Jorge sostenía una copa de vino en una mano mientras observaba a Inmaculada con una sonrisa sardónica. Había escuchado atentamente la oferta de sangre de la poderosa exploradora del eterio, pero ahora quería más. Mucho más.
—Tu sangre es un buen comienzo, Inmaculada —dijo Jorge con un tono calculado, dejando que sus palabras colgaran en el aire antes de continuar—, pero mi apoyo requiere algo adicional. Quiero que tomes a Marina como tu discípula.
Inmaculada, que hasta ese momento había mantenido una postura impasible, alzó una ceja y giró lentamente la cabeza hacia Marina. Su mirada estaba cargada de desdén, un cuchillo que cortaba el aire entre ellas. Marina sintió un nudo en el estómago al sostener la mirada de la poderosa hechicera. No había odio explícito, pero el desprecio era más que evidente.
¿A esta? —dijo Inmaculada, con una frialdad que heló el aire en la sala. Una risa seca escapó de sus labios mientras sus ojos se clavaban en Jorge con incredulidad y desprecio, como si hubiera perdido el juicio al sugerir algo tan absurdo. —¿Sabes lo que hizo cuando era Diego? Mi hermana María fue violada por él. No solo una vez, sino que lo hizo repetidas veces. ¿Y ahora esperas que yo, de todas las personas, la tome como mi discípula? Esto es un insulto, Jorge.
Marina bajó la mirada, apretando los puños. Había esperado humillaciones, pero la mención de su pasado como Diego seguía siendo un recordatorio doloroso de los monstruos que había creado. De cómo estaría rodeada de odio.
Jorge, sin inmutarse, tomó un sorbo de vino antes de responder con una sonrisa afilada. —Lo sé perfectamente, Inmaculada. Por eso te lo pido. Marina necesita aprender, y no hay nadie más adecuado para moldearla que tú. Si puedes controlar a una criatura como ella, demostrarás a todos en la logia por qué eres la mejor. Pero si te niegas... Bueno, podría reconsiderar mi lealtad.
Inmaculada apretó los dientes, lanzando una mirada helada a Alfonso, que hasta ese momento había permanecido en silencio, con una expresión tensa. Sabía lo importante que era asegurar la lealtad de Jorge, pero la petición le parecía una burla personal. Alfonso, por su parte, percibía las emociones enfrentadas de su amada.
Finalmente, Alfonso rompió el silencio. —Inmaculada, todos tenemos que tomar decisiones que preferiríamos evitar. Marina puede ser un instrumento útil si la moldeas correctamente. Además, no podemos permitirnos que Jorge cambie de bando.
Inmaculada se giró hacia Alfonso; su mirada era una tormenta contenida. —¿Tú también? ¿Realmente crees que necesito ensuciarme las manos con alguien como ella? Marina no es un "instrumento". Es un peso muerto, una responsabilidad que no quiero ni necesito. Nunca debí aceptar tu petición de hacerte cargo de su destino.
—¿Y qué pasa si Jorge se alía con nuestro rival? —replicó Alfonso, su voz cargada de frustración. —¿Qué haremos entonces? Perderemos cualquier posibilidad de mantener el control en el círculo exterior. Su apoyo es crucial, y lo sabes.
—¿A qué precio, Alfonso? —dijo Inmaculada, alzando la voz por primera vez. —¿Mi dignidad? ¿Mi paciencia? ¿Deberé tragarme esto por la simple posibilidad de mantener su lealtad? Esto no es un trato, es una humillación. Le hemos entregado una mujer que podrá dar a luz a su prole; yo voy a darle mi sangre para convertirla en hechicera, ¿qué pones tú en juego?
Mientras discutían, Marina permanecía inmóvil, sintiendo cómo cada palabra era un recordatorio de su posición. Era un peón en un juego que no controlaba, y la decisión de Inmaculada definiría su futuro. Sus mejillas ardían de vergüenza, pero no se atrevía a hablar.
Finalmente, Inmaculada inhaló profundamente, como si tratara de calmar la furia que ardía en su interior. Su mirada se posó en Jorge, quien esperaba pacientemente, disfrutando del espectáculo.
—Está bien —dijo con una voz que era un susurro gélido—, aceptaré a Marina como discípula. Pero bajo mis propias condiciones.
Jorge sonrió ampliamente, pero Inmaculada no le dio tiempo de responder antes de continuar:
—Primero, seré yo quien decida su formación. Ella obedecerá cada una de mis instrucciones sin cuestionarlas. Si se atreve a desobedecerme o a mostrar insolencia, tendré pleno derecho a castigarla como crea conveniente. Incluso físicamente, si es necesario. Segundo, no interferirás en mi trato con ella. Si la destrozo en el proceso, será mi decisión, no la tuya. Y tercero... —Su mirada se endureció aún más mientras miraba a Marina—. Quiero una muestra de su compromiso ahora mismo.
Marina levantó la cabeza, sorprendida por la última declaración. Antes de que pudiera responder, Inmaculada se dirigió directamente a ella.
—Arrodíllate y jura lealtad absoluta. Quiero escuchar de tus labios que aceptarás cualquier sacrificio para aprender bajo mi tutela.
La humillación fue un golpe seco, como una bofetada que resonaba en cada fibra de su ser. Marina sintió el peso de todas las miradas, especialmente la de Jorge, quien permanecía impasible. Lentamente, como si cada movimiento le costara un mundo, se dejó caer de rodillas frente a Inmaculada. Sus ojos, brillando con una mezcla de resentimiento y sumisión, se alzaron con la esperanza desesperada de encontrar algo más que desprecio.
—Juro lealtad absoluta, señora Montalbán. Haré lo que sea necesario para aprender de usted... y para enmendar mis errores.
Inmaculada la observó en silencio, evaluando cada palabra, cada gesto. ¿Cómo había conseguido destruir su orgullo, Jorge? se preguntaba al verla sin luchar. Finalmente, asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Que así sea. Pero recuérdalo bien, Marina: estar bajo mi tutela no significa que confíe en ti. Esto es una prueba, y si fallas, te aseguro que pagarás el precio.
Mientras Inmaculada y Alfonso se levantaban de sus asientos, la atmósfera seguía cargada de una tensión que ningún gesto podía disipar. Marina caminaba unos pasos detrás, su cabeza baja pero con una chispa de desafío ardiendo en sus ojos. Jorge, sentado cómodamente en su sillón, no se molestó en acompañarlos hasta la puerta. Su sonrisa autosuficiente era un recordatorio de que, aunque habían conseguido su apoyo, lo habían hecho bajo sus términos.
—Esto no termina aquí —murmuró Inmaculada para sí misma, sus tacones resonando con fuerza contra el suelo de mármol. Su mente giraba en torno a las condiciones impuestas, cada pensamiento una mezcla de rabia y resignación. "He cedido demasiado. Marina puede ser útil, pero no confío en ella. Si llega a mostrar la más mínima señal de traición, no dudaré en destruirla, por completo."
A su lado, Alfonso se sumía en sus propios pensamientos, la preocupación grabada en su rostro. "Si Jorge se alía con nuestro rival a pesar de esto, estaremos acabados. Pero, ¿realmente podemos confiar en alguien como Marina para cumplir con nuestras expectativas? Todo esto parece demasiado frágil." Su mirada se desvió hacia Marina, quien caminaba en silencio con los labios apretados. "Ella no es una aliada, es un arma, pero un arma que puede volverse contra nosotros."
Antes de que pudieran alcanzar la puerta, un golpe firme resonó en el despacho. Sin esperar respuesta, la puerta se abrió y entraron Elías, Rosa y Mónica. La irrupción fue tan inesperada que por un instante todos quedaron en silencio. Mónica, con su porte imponente y su semblante frío, cruzó la habitación hasta el centro, dejando que Elías y Rosa cerraran la puerta tras ellos.
—Espero no interrumpir nada importante —dijo Mónica, aunque su tono y su expresión dejaban claro que no le importaba si lo hacía. Su mirada recorrió a los presentes antes de detenerse en Marina, quien intentó mantener la compostura pero no pudo evitar dar un paso atrás.
—¿Qué asunto os trae aquí? —preguntó Alfonso con un leve tono de irritación, claramente molesto por la intromisión.
Elías dio un paso al frente, llevando consigo su habitual aire de calma calculada. —Venimos a discutir los detalles del ritual para potenciar a Marina. —Sus ojos brillaron al posarse en Inmaculada. —Me alegra ver que la señora Montalbán ya está aquí, pues necesitamos determinar cuándo podrá dar su sangre para el proceso.
Inmaculada entrecerró los ojos, cruzando los brazos con una postura desafiante. —¿Y Rosa? ¿Por qué la has traído contigo? —preguntó, ignorando deliberadamente a Marina.
Rosa, incómoda por la atención repentina, dio un paso hacia atrás, intentando encontrar refugio tras Mónica. Fue esta última quien respondió.
—Rosa también será parte del ritual, al menos como observadora. Si vamos a consolidar el poder de Marina, sería prudente que Rosa esté al tanto de los detalles. Además... —hizo una pausa, mirando con frialdad a Marina—, quiero asegurarme de que esta situación se maneje con el mayor control posible.
Jorge, que hasta entonces había permanecido en silencio, dejó escapar una risa suave mientras se levantaba de su asiento. —Esto se está poniendo interesante. Por supuesto, estáis invitados a tratar los detalles aquí. Pero tal vez deberíais dejar a las niñas fuera mientras discutimos asuntos importantes.
Elías asintió con aparente desinterés. —Es una buena idea. Rosa, Marina, salid. Esto no es algo que necesitéis escuchar. Os avisaremos cuando terminemos.
Marina abrió la boca para protestar, pero la mirada gélida de Mónica la detuvo en seco. Rosa, por su parte, asintió rápidamente, tomando a Marina del brazo para sacarla del despacho. Cuando la puerta se cerró tras ellas, el silencio en la habitación se hizo más denso, como una manta sofocante.
Inmaculada fue la primera en romper el silencio, su tono afilado como una navaja. —Espero que tengáis claro lo que estáis pidiendo. Ya he cedido más de lo que debería para mantener el apoyo de Jorge. Esto es un juego peligroso, y no pienso arriesgar mi posición más de lo necesario.
Elías levantó una mano, intentando calmarla. —Lo sé, Inmaculada, pero este ritual es crucial. Si Marina no alcanza el nivel necesario, será un problema para todos. Tú misma has dicho que quieres controlarla; esta es tu oportunidad.
Jorge, apoyado en su escritorio, sonrió con desdén. —Oh, no te engañes, Inmaculada. Esto también es un reto para ti. Si fallas, si no logras moldear a Marina, la culpa no será solo suya. Será tuya.
Inmaculada lo fulminó con la mirada, pero no respondió. En cambio, Alfonso intervino, intentando mediar. —Dejemos de lado los reproches. Lo importante es que este ritual se realice de manera impecable. Si vamos a correr este riesgo, debemos asegurarnos de que valga la pena.
Mónica, que había permanecido en silencio hasta ese momento, tomó la palabra con su tono firme. —Si Marina no cumple las expectativas, será eliminada. No hay margen para errores.
El aire se llenó de tensión mientras las palabras de Mónica resonaban en la sala. Inmaculada respiró hondo, obligándose a mantener la calma. Finalmente, asintió con rigidez.
—Muy bien. Haré mi parte. Pero si esto falla, no seré yo quien cargue con toda la culpa.
Jorge sonrió ampliamente, disfrutando del espectáculo. —Perfecto. En ese caso, pongámonos a trabajar. No quiero retrasos innecesarios.
Mientras los presentes discutían los detalles del ritual, la puerta se cerró con un golpe seco. En el exterior, Rosa y Marina permanecieron en silencio, cada una atrapada en sus pensamientos. Sabían que su futuro, incierto y plagado de riesgos, se estaba decidiendo sin que ellas tuvieran voz. El eco de las voces tras la puerta les recordaba que, en ese momento, no eran más que piezas en un juego mucho mayor.
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