036. Una cita fuera de lo común
La noche para Inmaculada comenzó con la llegada de Alfonso a la residencia de esta en un imponente Maybach GLS negro con el techo dorado, impecablemente brillante bajo las luces de la ciudad. Vestido con un traje oscuro de corte perfecto, Alfonso descendió de la parte de atrás del coche y, con una leve sonrisa, sujetó la puerta para la exploradora.
—Espero que estés lista para una experiencia única —le dijo, con voz firme pero con un deje de nerviosismo apenas perceptible.
Inmaculada, con un vestido negro sencillo pero elegante, que resalta su porte majestuoso, aceptó la mano que le ofrecía Alfonso para subir al vehículo. Su mirada, curiosa y cautelosa, se fijó en él mientras el coche se ponía en marcha.
—Bonito coche, lo pondré en mi lista de la compra. —Sonrió apreciando los buenos acabados típicos en un Maybach. —¿Puedo saber a dónde vamos? —preguntó con un tono controlado, pero que no pudo ocultar del todo su curiosidad.
—Digamos que quiero sorprenderte —respondió Alfonso, manteniendo un aire de misterio, mientras servía un par de copas de vino espumoso. Sus ojos se encontraron un instante, al pasar la copa a su bella acompañante. Inmaculada, con una sonrisa picara, sostuvo su mirada antes de aceptar el vino, como quien evalúa una proposición interesante.
El coche se dirigía hacia las afueras de la ciudad, con Inmaculada observando el paisaje urbano desvanecerse y siendo reemplazado por caminos tranquilos rodeados de naturaleza. El silencio entre ellos era cómodo después de la ajetreada mañana para ambos, roto ocasionalmente por comentarios de Alfonso sobre la belleza de la luna llena o el encanto de una noche sin prisas.
El todoterreno se detuvo frente a una casa rural de piedra, rodeada de campos y bosque, iluminada por cálidas luces amarillas. La fachada rústica, con ventanas enmarcadas en madera, desprendía una sensación de acogedora autenticidad.
—Aquí comienza nuestra pequeña aventura —anuncia Alfonso mientras bajaba del coche y lo rodeaba para abrir la puerta de Inmaculada.
Ella descendió con su gracia habitual, observando la casa y el entorno. Su mirada se fijó en el detalle con el que todo parecía planeado: desde las lámparas de estilo antiguo hasta el tenue aroma a lavanda que flota en el aire. Cuántos demonios estarían detrás de estos detalles.
—¿Esto es solo el comienzo? —preguntó Inmaculada, con una mezcla de intriga y una leve sonrisa.
—Por supuesto —respondió Alfonso, guiándola hacia un carruaje que espera al borde de un sendero, tirado por dos caballos negros con adornos dorados en sus bridas.
El cochero, un demonio mayor con un impecable traje, inclinó la cabeza respetuosamente cuando ambos se acercaron. Alfonso tomó la mano de Inmaculada para ayudarla a subir al carruaje, y el suave crujido de las ruedas al ponerse en marcha dio inicio al siguiente tramo de la experiencia.
—Un carruaje en pleno siglo XXI. No puedo decidir si esto es romántico o una locura —comentó Inmaculada, mirando el bosque que comenzaba a rodearlos.
—Espero que pienses lo primero cuando lleguemos al final del recorrido —respondió Alfonso, manteniendo el misterio en su tono.
A medida que el carruaje avanzaba por el sendero, el bosque se cerraba a su alrededor. Las copas de los árboles formaban un techo natural que bloqueaba las luces de la luna y las estrellas, sumiéndolos en una penumbra tranquila. El aire se volvió más fresco, impregnado de un leve aroma a tierra húmeda y resina, mientras el carruaje avanzaba bajo el dosel oscuro de los árboles. La conversación fluía entre comentarios ligeros y pausas llenas de complicidad, hasta que algo captó la atención de Inmaculada.
Un resplandor azul verdoso emergió entre los árboles, flotando a unos metros del carruaje. La luz titila suavemente, como si tuviera vida propia, y comenzó a moverse lentamente, guiándolos hacia un desvío en el camino.
—Parece que alguien nos está mostrando el camino —señaló Alfonso con una sonrisa que ocultaba una chispa de orgullo.
—¿Un fuego fatuo? —Inmaculada levantó una ceja, interesada. —Debo admitir que esto se está volviendo más interesante de lo que esperaba.
El carruaje siguió al fuego fatuo, que se desplazaba con un movimiento ondulante, atravesando un sendero estrecho cubierto de hojas. El silencio del bosque era ahora casi absoluto, roto solo por el sonido de los cascos de los caballos y el tenue susurro del viento.
Inmaculada se acomodó en su asiento, observando atentamente la luz. Su mirada parecía penetrar más allá de lo visible, intentando captar la esencia mágica de la escena.
—¿Cuánto más falta para llegar? —preguntó, pero esta vez su voz tenía un matiz de impaciencia.
Alfonso la observó por un momento antes de responder con calma: —Estamos cerca. Solo un poco más, y te prometo que valdrá la pena.
El carruaje se detuvo en un pequeño claro. El fuego fatuo que los había guiado se desvaneció, dejando tras de sí una atmósfera serena. Inmaculada descendió con la ayuda de Alfonso y, al girar la vista, se encontró con una escena que parecía salida de un cuento.
El lago, inmóvil como un espejo, reflejaba la luna llena y las estrellas con una perfección etérea. Las copas de los árboles formaban un marco natural, como si la naturaleza hubiera diseñado ese rincón solo para ellos. Pequeñas luces, similares a los fuegos fatuos, flotaban sobre el agua y en el aire, iluminando la escena con un resplandor suave y mágico.
En el centro del claro, una mesa redonda esperaba, cubierta con un mantel de terciopelo oscuro que reflejaba la luz lunar. Candelabros encantados proyectaban sombras danzantes en el entorno, y cada cubierto brillaba con un tenue resplandor dorado.
—Esto supera mis expectativas —comentó Inmaculada, su mirada recorriendo cada detalle. La mezcla de elegancia y magia en la escena parecía diseñada específicamente para impresionarla.
Alfonso, notando su reacción, sonrió con satisfacción, pero no dijo nada. Sabía que las palabras eran innecesarias en ese momento.
Cuando ambos se acercaron a la mesa, figuras humanoides emergieron del bosque. Eran demonios de aspecto elegante, con trajes oscuros y movimientos precisos. Sus ojos brillaban como gemas encendidas, y sus rostros mantenían una neutralidad que los hacía casi imperceptibles, como si fueran parte de la naturaleza misma.
Los demonios servían los platos en silencio, pero cada uno era una obra de arte. Inmaculada observó cómo uno de ellos colocaba una entrada iridiscente, una sopa que cambiaba de color con cada movimiento de la cuchara. El aroma era una mezcla de especias exóticas y notas florales, desconocidas incluso para ella.
—Espero que no hayas contratado a estos camareros para tus eventos habituales —dijo Inmaculada, mientras tomaba una cucharada. Su tono era suave, casi juguetón, pero sus ojos brillaban con auténtica curiosidad.
—Solo para ocasiones muy especiales —respondió Alfonso, alzando su copa de vino espumoso, el líquido burbujeante reflejando la luz de los candelabros. —Y ninguna es más especial que esta. Además un humano normal lo vería como simples personas.
Los platos sucesivos parecían competir entre sí por ser más espectaculares: carnes tiernas que parecían derretirse con el simple contacto de la lengua, guarniciones que flotaban brevemente en el aire antes de aterrizar en el plato, y un postre que brillaba con un resplandor dorado al ser tocado por la cuchara.
La conversación fluía con facilidad. Alfonso supo mantener un equilibrio entre la admiración que sentía por ella y el humor ligero que hacía la cena más relajada. Inmaculada, por su parte, observaba y escuchaba, pero sus ojos a menudo se desviaban hacia los detalles mágicos que parecían estar perfectamente orquestados.
Cuando el último plato fue retirado, el lago se convirtió en el centro de atención. Los fuegos fatuos que antes flotaban dispersos comenzaron a congregarse, formando figuras geométricas que brillaban con una intensidad que no deslumbraba, sino que fascinaba. La música, que hasta entonces había sido suave y discreta, cambió a un tono más romántico.
Un grupo de violines y un piano comenzaron a tocar, aparentemente solos, aunque si se observaba con atención, podían verse las sombras de los demonios invisibles manejándolos con precisión. Los fuegos fatuos danzaban al ritmo de la música, trazando espirales y ondas sobre el agua, reflejándose en la superficie del lago como un cuadro vivo.
—¿Esto también forma parte de la sorpresa? —preguntó Inmaculada, levantando una ceja con una sonrisa apenas perceptible.
—Digamos que pensé que podría gustarte un toque de arte —respondió Alfonso, sin perder la oportunidad de observar cómo la luz de los fuegos fatuos iluminaba su rostro.
El momento era perfecto para que Alfonso hablara, y así lo hizo. Se inclinó ligeramente hacia ella, apoyando un codo sobre la mesa.
—Inmaculada, sé que es casi imposible sorprenderte, y probablemente esta noche solo sea un pequeño destello en tu vasto universo de experiencias... Pero quería que supieras cuánto admiro no solo tu poder, sino tu capacidad para ser siempre tú misma, incluso en un mundo que rara vez está a la altura de tu grandeza.
Inmaculada lo miró fijamente, y por un instante, Alfonso no pudo leer su reacción. Después, levantó su copa, dejando que una leve sonrisa suavizara su rostro.
—Admítelo, Alfonso, tú también te impresionaste al planear esto.
La tensión se rompió con una risa mutua, pero en sus ojos había algo más: un reconocimiento tácito de que, por primera vez, alguien había alcanzado un estándar que pocos se atrevían siquiera a intentar.
Cuando la música terminó y los fuegos fatuos se desvanecieron en el aire, el fuego guía apareció de nuevo, iluminando el camino de regreso. Alfonso ofreció su brazo a Inmaculada, y ambos caminaron en silencio hacia el carruaje. El ambiente estaba cargado de calma, pero también de una energía contenida, como si ambos supieran que esa noche había marcado un antes y un después.
Antes de subir al carruaje, Alfonso le entregó un pequeño obsequio: un colgante de plata con una gema azul en el centro, que brillaba con la misma luz que los fuegos fatuos.
—Un recuerdo de esta noche. Para que nunca olvides que, por una vez, dejaste que alguien intentara sorprenderte.
Inmaculada tomó el colgante con cuidado, y por primera vez en toda la noche, su sonrisa dejó entrever una emoción más profunda. Sin decir una palabra, subió al carruaje y dejó que el silencio hablara por ambos.
Cuando finalmente llegaron de vuelta a la casa rural, el cielo estaba envuelto en la penumbra propia de la hora de las brujas. El aire fresco y húmedo de la noche parecía envolver todo en un manto de misterio. Inmaculada se quedó frente a la entrada, con la mirada fija en las sombras del jardín y las luces tenues de la casa, y se detuvo un momento antes de entrar.
—¿Eso es todo? —preguntó, con una ligera sonrisa, pero sus ojos reflejaban una mezcla de curiosidad y desafío. —¿No has planeado pasar la noche conmigo?
Alfonso, que se había detenido unos pasos detrás de ella, se acercó con una sonrisa genuina, relajada, pero con una chispa de satisfacción en sus ojos.
—Por supuesto que lo he planeado —respondió, manteniendo su tono misterioso, pero sin perder la elegancia que lo caracterizaba. —La casa está preparada para ello, pero esa decisión... es tuya.
Inmaculada giró la cabeza para mirarlo, sus ojos brillando con una intensidad que no pasaba desapercibida.
—¿Y qué harías si decido quedarme? —preguntó, su voz suavizada por un tono que invitaba a la complicidad.
Alfonso se acercó un paso más, deteniéndose a su lado, y con una mirada que parecía medirla, dejó que el silencio se alargara un instante.
—Entonces te mostraría lo que realmente significa sorprenderte —respondió, con un tono que no dejó lugar a dudas sobre sus intenciones.
Inmaculada, aún con una leve sonrisa, lo miró por unos segundos. El aire entre ellos se cargó de una tensión suave, como si ambos supieran que algo nuevo estaba a punto de comenzar, pero ninguno de los dos quería apresurarse.
Finalmente, Inmaculada se dio la vuelta y dio un paso hacia la puerta.
—Veremos si tu promesa tiene algo más que palabras. —Su tono era enigmático, pero su gesto indicaba que estaba dispuesta a seguir su propia curiosidad.
Alfonso, aunque seguro de sí mismo, sintió una punzada de duda que lo hizo detenerse. Algo importante rondaba su mente, algo que no podía dejar pasar.
—Disculpa, Inma, hay algo que debemos tratar antes de seguir. Quizás eso te haga reconsiderar si entrar o no en la casa.
Ella lo observó con una expresión inquisitiva, pero en lugar de responder directamente, se giró y empujó la puerta con una sonrisa desafiante.
—Entonces, ¿por qué no lo hablamos con una copa de vino? Si es tan malo, simplemente te pediré que me lleves a casa.
La entrada a la casa rural se llenó de una atmósfera distinta cuando una figura etérea apareció en el recibidor. Una joven fantasmagórica, con una sonrisa serena y un candelabro en la mano, les dio la bienvenida.
—Bienvenida, señora. ¿Dónde desea ir? Tenemos un spa donde relajar su cuerpo, un salón donde disfrutar de la música, una copa y una conversación, o el dormitorio, donde podréis disfrutar de vuestros cuerpos mientras contempláis el cielo estrellado.
Inmaculada dejó escapar una risa suave, divertida por el recibimiento.
—No me indicasteis traer bañador.
—No se preocupe, también está previsto —respondió el espíritu con calma.
Inmaculada se volvió hacia Alfonso, su sonrisa maliciosa intacta.
—¿Y si no hubiera entrado?
—Solo sería dinero perdido —respondió Alfonso con tranquilidad—. Lo habría guardado para sorprenderte en otra ocasión.
Tras una breve reflexión, Inmaculada decidió comenzar en el spa. Allí, un par de demonios esperaban con cajas en las manos. Al abrirlas, Inmaculada encontró un albornoz, unas zapatillas y un bañador. Tras cambiarse, los demonios los condujeron a un manantial de aguas termales ubicado en un jardín privado, rodeado de altos árboles y bajo un cielo despejado.
Ambos se despojaron de los albornoces y se sumergieron en las aguas burbujeantes. El calor relajaba los músculos y hacía que el tiempo pareciera detenerse. Inmaculada levantó la vista hacia la luna llena que brillaba en el cielo, reflejada en las suaves ondulaciones del agua.
—¿Qué era eso tan importante que tenías que decir? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio. Su tono era tranquilo, pero sus ojos mostraban una mezcla de curiosidad y advertencia.
Alfonso respiró hondo antes de hablar, sus palabras cargadas de precaución.
—Bueno, la verdad es que hay algo que necesito pedirte. Es una cuestión delicada... ¿Estarías dispuesta a donar tu sangre para Marina?
El comentario sorprendió a Inmaculada, pero no lo demostró de inmediato. Se tomó un momento para procesar la pregunta antes de hablar.
—¿Mi sangre? ¿Para qué? —inquirió, su tono ahora más frío.
Alfonso asintió, preparándose para lo que sabía que sería una conversación difícil.
—Marina será entregada al Susurrador de Espíritus. Según lo que la Guardiana del Umbral ha descubierto, hay un ritual para aumentar el nivel de magia de una persona, como sucedió con Rosa. Pero requiere la sangre de una hechicera poderosa. Hemos evitado usar sangre de hechiceros porque no estamos seguros de cómo afectaría a las características femeninas de Marina. Podría haber consecuencias impredecibles.
La mención de Jorge arrancó una sonrisa sardónica de Inmaculada.
—Entregar a Marina al Susurrador... Cruel, incluso para ti. Pero entiendo la lógica. —Su mirada se endureció un instante antes de añadir—. ¿Y qué pasa con la sangre? ¿No has pensado en usarla para Amelia?
Alfonso negó con seriedad.
—No. Siempre quise una hermana, y Amelia ya es eso para mí. Además, hay un riesgo real: Rosa estuvo a punto de no sobrevivir al ritual.
Inmaculada se inclinó ligeramente hacia adelante, dejando que las burbujas del agua acariciaran su piel mientras reflexionaba. Por un lado, la idea de que Marina sufriera en manos de Jorge le parecía un castigo adecuado. Por otro, no era tan despiadada como para ignorar el riesgo mortal del ritual.
—Tenías razón. Esto destrozó el ambiente —dijo finalmente, con un suspiro. —Pero aceptaré donar mi sangre. Seguro que, de no hacerlo, la sacaríais de otra, incluso de Rosa o Amelia.
Alfonso sintió alivio al escucharla, pero antes de que pudiera responder, Inmaculada se levantó del agua con una elegancia que parecía irreal.
—¿Te llevo a casa? —preguntó él, cauteloso.
Inmaculada lo miró de reojo, su sonrisa reapareciendo.
—Por supuesto que no. Aún quiero ver qué tienes preparado en el salón y el dormitorio. Aunque no te aseguro que terminemos haciendo otra cosa que dormir.
La noche aún tenía mucho por ofrecer, y Alfonso no podía evitar sentirse satisfecho. Había puesto todas las cartas sobre la mesa, y aunque el camino estaba lejos de ser fácil, esa noche le había dado algo que pocas veces lograba: esperanza.
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