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035. Por fin la había domado.

La habitación estaba iluminada por una tenue luz cálida que contrastaba con el frío de las paredes grises. Rosa, sentada en el borde de un sofá de terciopelo rojo, mantenía la mirada fija en sus manos, nerviosas, entrelazadas en su regazo. Su respiración era lenta, medida, como si intentara aferrarse a la calma mientras su mente era un torbellino. Sabía por qué estaba allí, y aunque lo había anticipado, el peso del momento la aplastaba.

Elías, de pie junto a una mesa con un decantador de cristal y un par de copas, vertía vino con movimientos calculados. Su postura era relajada, casi indiferente, pero sus ojos, ocultos tras el cristal del líquido, revelaban una tormenta contenida. En ese instante, no era el frío Tejedor de Ilusiones; era un hombre dividido entre lo que debía hacer y lo que sentía.

Elías se quedó en silencio, su mirada fija en Rosa mientras la luz tenue de la lámpara dibujaba sombras suaves en sus facciones. Había algo en ella que lo desarmaba, una mezcla de fuerza y vulnerabilidad que lo hacía cuestionar cada decisión que lo había llevado hasta ese momento.

Elías avanzó hacia ella con pasos lentos, sus ojos fijos en los de Rosa. Cuando le ofreció la copa, sus dedos rozaron los de ella, enviándole un escalofrío que recorrió su cuerpo. Elías no apartó la mirada mientras se acomodaba en el sillón frente a ella, su postura relajada contrastando con la intensidad que irradiaba.

—Rosa, esta noche no será fácil para ti... ni para mí —dijo, con una voz baja y cargada de peso. Dio un paso hacia ella, y la distancia entre ambos pareció evaporarse. —Hice una promesa a Inmaculada, pero... quiero que entiendas algo. Si rompo esa promesa, no será por debilidad. Será porque tú me haces cuestionar todo lo que soy.

Rosa sintió cómo sus palabras la atravesaban. No había ternura en ellas, pero sí una honestidad que, aunque brutal, le ofrecía un consuelo extraño. Asintió lentamente, su cuerpo tenso mientras lo observaba con una mezcla de miedo y resignación.

—Elías, confío en ti. No importa cómo sea esta noche... sé que no me harás daño más allá de lo que el destino ya me ha hecho. —Su voz temblaba, pero sus palabras eran sinceras.

Elías bajó la mirada, como si estuviera buscando algo en el suelo que lo ayudara a reunir valor. El silencio entre ellos era denso, casi tangible. Rosa podía escuchar el sonido de su propia respiración, acelerada, mientras observaba los labios de Elías tensarse, como si contuvieran palabras que no se atrevía a decir. La tensión en el aire era un recordatorio de que esta noche no sería como las demás, que había una línea que ambos estaban a punto de cruzar. Finalmente, dio un paso más, levantó la mano y la deslizó por el rostro de Rosa, deteniéndose en su barbilla para levantarla y obligarla a mirarlo directamente.

—No prometo ternura, Rosa —murmuró, con los ojos llenos de una mezcla de deseo y pesar. —Pero sí prometo que no serás solo un deber para mí.

Rosa cerró los ojos, asintiendo de nuevo, y dejó que él tomara el control.

Elías la condujo hacia la cama, su presencia dominante llenando el espacio. Rosa lo siguió con pasos inseguros, consciente de que lo que sucediera esa noche determinaría su futuro. Cuando llegó al borde de la cama, sintió sus manos en su cintura, firmes pero no bruscas, guiándola para que se recostara.

El inicio fue helado, casi quirúrgico. Las manos de Elías se movían sobre el cuerpo de Rosa con una precisión fría, como si explorara un objeto más que a una persona. Cada roce, cada presión calculada era una muestra de su lucha interna, mientras Rosa intentaba convencerse de que esto era solo un trámite, pero su respiración entrecortada la traicionaba.

Cuando Elías se inclinó sobre ella y la penetró, Rosa soltó un gemido ahogado. No había placer en ese sonido, solo dolor. Las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos, y aunque trató de contenerlas, una rodó por su mejilla, traicionándola.

Elías se detuvo de inmediato. Su mirada se encontró con la de Rosa, y el brillo de sus lágrimas lo golpeó como un puñetazo en el estómago. Durante unos segundos, no dijo ni hizo nada. Solo la miró, tratando de procesar lo que acababa de hacer.

—Lo siento —murmuró, su voz quebrada. Se apartó ligeramente, todavía sosteniéndola, pero con la suavidad de alguien que temía romper lo que tenía entre sus manos. —No puedo... no puedo seguir así.

Rosa lo observó, sorprendida. Había algo nuevo en su mirada, una mezcla de arrepentimiento y ternura que no había visto antes. Su mano temblorosa se alzó para acariciar la mejilla de Elías.

—Está bien, Elías. Estoy aquí contigo. Hazlo como tú quieras... pero no me apartes. Te necesito. —Su voz era un susurro, pero contenía una fuerza que lo desarmó.

Elías cerró los ojos por un momento, reuniendo fuerzas. Cuando los abrió, su mirada había cambiado. Sin decir una palabra, se inclinó hacia Rosa y la besó en los labios, con un deseo contenido que comenzó a desbordarse. Sus manos, antes indecisas, se deslizaron por su cuerpo con una mezcla de hambre y devoción, explorando cada rincón con una intensidad que encendió a ambos.

Rosa respondió con igual pasión, sus dedos enredándose en el cabello de Elías mientras gemidos suaves escapaban de sus labios. La tensión de antes se desvanecía rápidamente, reemplazada por una necesidad mutua que hacía que el mundo fuera solo ellos dos. Los movimientos de Elías se volvieron más seguros, más rítmicos, mientras sus labios recorrían el cuello de Rosa, bajando lentamente por su piel.

El ambiente en la habitación cambió, cargándose de una electricidad palpable. Las caricias de Elías se volvieron más atrevidas, explorando sin prisa pero con una intención clara. Su boca se deslizó desde el cuello de Rosa hasta su clavícula, dejando un rastro de besos que encendían su piel. Ella arqueó el cuerpo involuntariamente, entregándose al torrente de sensaciones que la envolvían.

Los gemidos de Rosa se intensificaron mientras las caricias de Elías la llevaban al límite del placer. Su cuerpo respondía con una sensibilidad que nunca había experimentado antes, y cada roce, cada movimiento, encendía una chispa que la hacía olvidar todo excepto el momento presente.

—No sabía que podía ser así... —jadeó Rosa, arqueando la espalda mientras sus cuerpos se movían al unísono. —No sabía que podía sentir esto.

Elías no respondió con palabras, pero su mirada, oscura y ardiente, lo decía todo. La tomó con una pasión renovada, sus movimientos cada vez más intensos mientras ambos se dejaban llevar por la vorágine de sensaciones que los consumía.

El clímax llegó como una ola imparable, arrasando todo a su paso. Elías ralentizó sus movimientos, alargando cada segundo como si quisiera grabarlo en la memoria de ambos. Las palabras sobraban, pero sus cuerpos hablaban por ellos, moviéndose en un ritmo que parecía diseñado para explotar en el momento perfecto. El calor que los rodeaba se mezclaba con sus jadeos, llenando el espacio con una intimidad que trascendía lo físico.

Rosa arqueó la espalda, sus gemidos transformándose en un grito que resonó en la habitación. Sus uñas se clavaron en la piel de Elías con una fuerza que lo hizo jadear, mientras los movimientos de ambos se intensificaban en una sincronía perfecta, culminando en una explosión de sensaciones que los dejó sin aliento.

Elías se dejó caer junto a ella, su pecho subiendo y bajando mientras recuperaba el aliento. Sus miradas se cruzaron, y ambos rieron suavemente, un sonido que rompió la seriedad del momento y los llenó de una calidez inesperada.

—Si esto es lo que significa ser mujer, no quiero volver a ser hombre nunca más —dijo Rosa, su tono mitad en broma, mitad sincero. Su mirada chispeante estaba llena de un nuevo tipo de confianza, como si hubiera encontrado algo que nunca supo que le faltaba. —Aunque te advierto, Elías, ahora tendrás que esforzarte para que cada noche sea como esta.

Elías soltó una risa baja, acariciando su mejilla con una ternura que contrastaba con la intensidad de lo que acababa de suceder.

—Si eso es lo que necesitas para quedarte conmigo, Rosa, ten por seguro que no descansaré hasta superar tus expectativas cada noche.

Ambos se quedaron en la cama, sus cuerpos entrelazados, disfrutando del calor que compartían. La promesa de una nueva conexión se asentaba entre ellos, no como una carga, sino como un vínculo que los uniría más allá de las circunstancias que los habían llevado hasta allí.

Dos mujeres enfrentando noches que definirían sus vidas, pero de maneras diametralmente opuestas. Una aceptando su destino, encontrando consuelo y placer en los brazos de su pareja; la otra luchando hasta que todo lo que fue se desmoronara ante el dominio de quien ahora gobernaba su vida.

Marina se miraba en el espejo, inmóvil. Su reflejo le devolvía la imagen de una mujer que irradiaba sensualidad, envuelta en un conjunto de lencería negra que abrazaba cada curva de su cuerpo. La luz del baño resaltaba su piel, los contornos de su figura. Podría haber sido una diosa si no fuera por el temblor casi imperceptible en sus manos.

—Eres hermosa... invencible —murmuró para sí misma, obligándose a creerlo. Pero su reflejo parecía susurrarle otra cosa, algo que se negaba a escuchar.

Sus ojos se desviaron hacia sus labios pintados de un rojo intenso. ¿Cuántas veces había sido ella quien observaba a una mujer así, vulnerable, temblorosa, mientras preparaba el siguiente movimiento para destruirla? Pensó en María, en Martín, en las otras mujeres que había drogado y utilizado para su placer. Recordaba las súplicas de María, los ojos nublados de Martín cuando se resistía débilmente. El eco de sus risas burlonas se sintió como una bofetada en el presente.

—No era mi culpa... —se dijo, apretando los puños sobre el lavabo. Pero incluso a ella le sonó vacío.

El sonido de sus tacones resonó en el pasillo mientras avanzaba hacia la habitación matrimonial. Con cada paso, sentía cómo el aire se volvía más pesado. Al entrar, la imagen de Jorge recostado sobre la cama, completamente desnudo, le devolvió un golpe de realidad. Él la esperaba con una sonrisa fría, su postura relajada pero sus ojos cargados de expectativa.

—¿Qué estás esperando? —preguntó él, con un tono que era más orden que pregunta.

Marina se obligó a sonreír de forma seductora, moviéndose hacia él con un contoneo exagerado. Su cuerpo parecía obedecer, pero su mente era un campo de batalla. Cada paso hacia la cama era un recordatorio de su humillación, un descenso hacia algo que nunca pensó que enfrentaría.

Cuando estuvo junto a él, Jorge la examinó con una mirada calculadora, como si estuviera valorando un objeto en una subasta. Sus ojos recorrieron su cuerpo sin prisa, deteniéndose en cada curva como si midiera su utilidad, haciendo que Marina se sintiera desnuda incluso antes de que él la tocara. La vergüenza se mezcló con el resentimiento, pero su cuerpo no le permitía escapar. Marina tragó saliva, intentando mantener el control, pero en el momento en que él levantó una mano para tocar su cintura, su cuerpo se paralizó.

—No puedo hacerlo... —susurró, dando un paso atrás. La sonrisa de Jorge se desvaneció al instante.

—¿Qué estás diciendo? —respondió, levantándose con una lentitud amenazante. Su tono era gélido, y sus ojos, implacables. —Hicimos un trato. Obediencia por suavidad. ¿Lo recuerdas?

—Yo... no soy una mujer. No puedo hacerlo. Esto no está bien. —Las palabras salieron atropelladas mientras Marina retrocedía, chocando contra la pared. Sus manos temblaban, y los recuerdos de Diego se arremolinaban en su mente. No podía aceptar que su cuerpo, tan distinto ahora, reaccionara de una forma que traicionaba su orgullo.

Jorge soltó un gruñido de exasperación, avanzando hacia ella como un depredador que acorrala a su presa. Marina retrocedió instintivamente, pero la pared detrás de ella cortó cualquier esperanza de escape. Su mente se llenó de imágenes del pasado, de las mujeres que alguna vez acorraló en situaciones similares, y por primera vez sintió el frío de su propia crueldad reflejado en la mirada de otro. Su boca se abrió para protestar, pero las palabras se ahogaron en su garganta. En un movimiento rápido, la agarró por la muñeca y la arrastró hacia la cama.

—¿No puedes hacerlo? Déjame ayudarte a entender lo que significa no tener elección. —Su tono era cortante, cruel. La tumbó con fuerza sobre el colchón, inmovilizándola bajo su peso.

Marina comenzó a forcejear, pero Jorge era más fuerte. Sus manos se movieron sin compasión, rasgando la fina tela de su lencería mientras ella jadeaba de indignación y miedo. —¿Sigues diciendo que no eres una mujer? —murmuró, llevando una mano entre las piernas de Marina. Sus dedos la invadieron sin previo aviso, y el dolor fue inmediato. Marina gritó, un sonido desgarrador que llenó la habitación.

—¡Detente! ¡No quiero esto! —sollozó, pero Jorge no se detuvo. Sus movimientos eran precisos, calculados, diseñados no solo para humillarla, sino para demostrar su control absoluto.

Después de unos minutos, Jorge sacó los dedos y los mostró, relucientes bajo la luz. Marina apartó la mirada con fuerza, pero no pudo evitar ver su reflejo en el espejo de la habitación. Su rostro estaba bañado en lágrimas, los labios temblorosos, y sin embargo, había algo más: el rubor de su piel, el rápido ascenso y descenso de su pecho, traicionando lo que no podía admitir. Jorge se rió entre dientes, y el sonido se sintió como un cuchillo. Su sonrisa volvió, más fría y triunfante que antes.

—No quieres esto, pero mírate. Tu cuerpo está rogando por más. —Le lanzó una mirada burlona mientras ella apartaba el rostro, avergonzada.

Marina sintió las lágrimas rodar por sus mejillas. El dolor físico palidecía en comparación con la humillación de saber que su cuerpo la había traicionado. Pero cuando Jorge se posicionó sobre ella y comenzó a tomarla, todo cambió.

El inicio fue pura agonía. Cada movimiento de Jorge era una afirmación de su dominio, y Marina sintió como si su dignidad se destrozara con cada embestida. Pero entonces algo cambió. Jorge era hábil, y poco a poco, el dolor comenzó a transformarse en otra cosa. Las sensaciones que recorrían su cuerpo eran tan intensas que no pudo contener los gemidos que escapaban de su boca.

—No... no puede ser... —murmuró, pero sus palabras se perdieron en un grito de placer.

Jorge aceleró el ritmo, y Marina, incapaz de resistir, comenzó a moverse con él. El dolor inicial se transformó en una corriente incontrolable de sensaciones, como un río desbordándose que arrasaba con cada vestigio de su voluntad. Sus uñas arañaron la espalda de Jorge, y lo que comenzó como un intento de alejarlo terminó siendo un gesto de desesperación por más. Cada movimiento borraba un fragmento de su resistencia, hasta que su cuerpo cedió por completo, jadeando su nombre en un grito que nunca pensó que saldría de sus labios. Cada embestida parecía borrar un fragmento de su orgullo, reemplazándolo con una necesidad primitiva que nunca había sentido antes. Gritó su nombre, una y otra vez, mientras su cuerpo se entregaba completamente al momento.

Cuando todo terminó, Marina quedó tendida en la cama, exhausta y temblorosa. Lágrimas silenciosas seguían cayendo por su rostro mientras intentaba procesar lo que acababa de ocurrir. Había gritado, había disfrutado... y eso la destruía más que cualquier cosa.

Jorge la miró, apoyado en un codo, y soltó una risa seca. —¿Por qué lloras ahora? Parecías bastante feliz hace un momento.

Marina lo fulminó con la mirada, aunque su rostro estaba empapado en lágrimas. —Porque no debería haber disfrutado. ¡No soy una mujer! No me pueden gustar los hombres... No... no quiero que me gusten.

Jorge se inclinó hacia ella, su sonrisa cruel iluminando su rostro. —Entonces considéralo una bendición, porque vas a pasar el resto de tu vida conmigo. Y créeme, Marina, voy a asegurarme de que disfrutes cada noche, te guste o no.

Mientras él se reía, Marina cerró los ojos, sintiendo cómo su mundo se desmoronaba a su alrededor. No solo había perdido el control, sino también el último vestigio de la persona que una vez fue. Ahora, no era más que una sombra rota de sí misma.

Jorge, aún reclinado sobre la cama, dejó escapar un suspiro satisfecho mientras observaba a Marina, exhausta y temblorosa junto a él. Pero en su mente quedaba espacio para una última prueba, un último acto de humillación que confirmaría si realmente había quebrado su espíritu. Con delicadeza, llevó una mano a su cuello, atrayéndola hacia él.

—No he sido tan cruel, después de todo. Al final, vas a ser sumisa y obediente, ¿verdad? —le susurró al oído, dejando que sus dedos acariciaran suavemente su cintura. El roce envió una corriente de placer a través del cuerpo de Marina, haciéndola estremecerse de forma involuntaria.

Marina levantó los ojos hacia él, sus labios todavía temblorosos. Había un atisbo de desafío en su mirada, pero la suavidad de su toque y la intensidad del momento ahogaron cualquier resistencia. —Seré sumisa y obediente —murmuró, su mano acariciando su pecho con una delicadeza que la traicionaba. Sabía que ya no quedaba rastro del hombre que alguna vez fue. Había caído.

Jorge esbozó una sonrisa triunfante y, tras un momento de pausa, emitió la orden que confirmaría su victoria. —Quita el preservativo... y limpia mi miembro. Quiero ver si realmente has aprendido a complacerme.

El rostro de Marina palideció por un instante, pero no emitió una sola palabra de protesta. En su mente, maldijo cada fibra de su ser por lo que estaba a punto de hacer, pero su cuerpo, dominado por una mezcla de deseo y sumisión, ya había tomado la decisión por ella. Bajó la mirada hacia Jorge, recorriendo con sus labios su cuello y pecho en una lenta serie de besos que descendían hasta su objetivo.

Cuando llegó, se encontró cara a cara con el miembro de Jorge, ahora algo relajado. Tragó saliva, detestándose por completo, pero lo tomó entre sus manos, retirando el envoltorio con movimientos precisos. Cerró los ojos por un momento, intentando suprimir los pensamientos que la acosaban. Pero cuando finalmente se inclinó hacia él, algo se rompió dentro de ella.

Lo que comenzó como una tarea mecánica pronto se transformó en algo más. Marina no pudo evitar preguntarse cómo sería el sabor de la esencia de Jorge, el hombre que le había hecho experimentar un placer que nunca antes había conocido. Con un suspiro entrecortado, apretó los ojos y dejó que su lengua lo explorara con una mezcla de sumisión y odio hacia sí misma, cada movimiento una herida más profunda en lo que quedaba de su dignidad. Al ser consciente de estar disfrutándolo.

Jorge sonrió, satisfecho, y llevó una mano a la cabeza de Marina, acariciando sus cabellos con un gesto que mezclaba posesión y triunfo. —Así me gusta —murmuró con voz baja, casi paternal. Sabía que en ese momento, Marina ya no era la misma. Por fin la había domado.

Marina, consciente de que no volverá a ser un hombre, mientras Jorge, se sabe su dueño.

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