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004. El despertar en un nuevo cuerpo y la consternación

Roberto fue el primero en recuperar la conciencia. Se sentía extraño, con un terrible dolor de cabeza y como si le hubieran dado una enorme paliza. Aun sin abrir los ojos, se llevó las manos a la cabeza tratando de aplacar un poco el dolor. En ese momento sintió algo extraño. Sus dedos parecían más largos y finos, pero lo más extraño aún, por el camino, sus brazos habían parecido haber rozado unos senos. Sus senos, pues había notado también el tacto de sus brazos en ellos.

Fue como si le hubieran lanzado un jarro de agua fría; asustado pegó un brinco y se incorporó en la cama donde se encontraba acostado. En unas camas cercanas había otras dos mujeres. Se trataban de Diego y Martín; aunque para Roberto eran dos perfectas desconocidas, a la vez le eran familiares. Las tres tenían únicamente unas gargantillas con un medallón, cada una de un color distinto y con algo grabado: Amalia de color verde, Marina de color rojo y Rosa de color azul. Los nombres de ellas como mujeres eran lo grabado, pero de igual manera, Roberto no alcanzó a ver eso en las gargantillas de las otras dos mujeres.

Diego y Martín despertaron poco después, con sus cuerpos doloridos y sin recordar como habían llegado hasta está habitación. Recordaban el sótano, las babosas y flases sueltos después de tragar esas criaturas asquerosas, dolor, calor o nauseas. Este lugar era más amable. Era una gran habitación con varias camas y en dos de ellas había dos chicas desnudas haciéndoles compañía.

Todavía no era ninguno consciente de que esas otras dos mujeres que veían desnudas eran sus amigos. Lo cual aún le resultaba más desconcertante; ¿por qué estúpida razón le ponían con dos mujeres desnudas? Era el pensamiento de los tres.

Aunque Roberto había sido el primero en abrir los ojos y notar que algo iba mal al ver a las dos mujeres, aun no había reaccionado ante su cambio de cuerpo. El primero en darse cuenta y gritar fue Diego.

—Pero... ¿Qué cojones? ¿Por qué tengo tetas? Esa puta de verdad me convirtió en una mujer.

Al escucharle las palabras de Diego, tanto Martín como Roberto reaccionaron. Ellos también tenían tetas. ¿Serían ellos dos sus otros amigos? Era el pensamiento de los dos mientras, al igual que Diego, comenzaban a explorar su propio cuerpo.

Los tres se centraron un tiempo en explorar sus senos. Era algo extraño. Por un lado, como hombre, hasta hace un momento, tocar estos les producía placer, pero en estos momentos la sensación era peculiar: por un lado, el morbo de estar tocando unos pechos bien formados y turgentes les resultaba agradable; además, estos reaccionaban a las caricias sintiendo placer. Por otro lado, era raro, pues se estaban acariciando a sí mismos, algo así como cuando se masturbaban. No era el placer esperado de estar acariciando a una mujer, ni el producido por las caricias de otra persona.

El primero en cansarse de jugar con ellos fue Roberto, quien se puso a mirar el resto de su cuerpo. Como había sentido en un primer momento, sus manos eran más finas y sus dedos más alargados. Su cintura había disminuido y sus caderas aumentado. El horror le asaltó cuando sus manos alcanzaron la parte interior de sus muslos y subieron tratando de buscar su antigua masculinidad. Su corazón latía con violencia, intentado negar lo sentido por sus manos. No podía ser verdad. Tenia que tratarse de una ilusión. Sin embargo, la humedad y el tacto eran innegables.

—No, no, ¡no está! —Martin y Diego miraron hacia la chica que acaba de gritar. Vieron la cara desencajada y cómo tenía ambas manos metidas entre sus piernas buscando algo. - ¡Puta bruja!

Martín y Diego reaccionaron al unísono y también corrieron a revisar su entrepierna. En ambos casos, al igual que con Roberto, no encontraron lo esperado, sino unos labios vaginales. Los tres estaban en pánico. ¿Cómo era posible? Esto era una pesadilla. No podía ser real. Sin embargo, se sentía tan auténtica esta realidad. Incluso al meter sus dedos su vagina estaba húmeda. No era una vagina reconstruida; esta se sentía demasiado real.

Martín fue el primero en percibir un espejo que cubría una de las paredes. Se levantó de la cama y cayó al suelo. No fue tema de fallarle las piernas; en realidad el problema era el centro de gravedad y esos absurdos bultos. Roberto y Diego miraron con curiosidad a Martín. El porrazo les había hecho desviar su atención.

—Necesitas ayuda. —Se ofreció Roberto. Al escuchar su voz le sonó extraña. También sonaba distinta. Más dulce, más aguda y más suave.

Martín miró por encima de la cama hacia Roberto, pero fue Diego el primero en atar cabos. En la habitación se encontraban solo ellas. Tres mujeres. Si él era ahora una mujer, ¿podrían ser Martín y Roberto los otros dos?

—Esto está mal. Si mi idea no es cierta, me vais a tomar por loco. —Comenzó a decir Diego aun refiriéndose a sí mismo en masculino. —Mi nombre es Diego. Hasta hace... Hasta antes de despertar aquí era un hombre. ¿Sois Martín y Roberto?

Martín entró en pánico. No, podía ser real. Él no era una mujer y quien hablaba no podía ser Diego. Comenzó a llorar y abofetear su cara, intentando despertar de esta pesadilla. Diego estaba siendo más disimulado, pero llevaba un rato pellizcándose en distintos sitios, tratando también de despertar.

—Soy Roberto. Por lo cual la del suelo es Martin. —Constató, sin terminar de creerse no estar en una pesadilla, pero todo era demasiado real. El tacto de su propia piel bajo su mano, la humedad cuando introdujo uno de los dedos en su vagina. No quería creer, pero la deducción de Diego parecía correcta y se habían transformado en estúpidas mujeres.

—No soy una mujer. No soy la del suelo. Soy el del suelo. —Grito Martín entre lagrimas, aterrorizado ante los que sus sentidos le decían. Ella no podía ser ahora una mujer. —Soy Martín y soy un hombre. Esto no es real. Es una alucinación. Esa babosa era alucinógena. Seguro es eso.

Diego y Roberto miraban a Martín. Ambos aún sin expresarlo sentían lo mismo. Siempre habían considerado a las mujeres solo para su disfrute; seres en cierto modo algo inferiores, aunque no lo dijeran abiertamente. Lo de la discoteca no había sido sino otra acción de ese pensamiento. Jamás pensaron en ellas como iguales, sino una distracción. Habían tenido alguna pareja, pero nunca las consideraron sus iguales. ¿Cómo podían ahora asimilar eso? ¿Cómo asimilar ser ahora seres creados para el disfrute de los hombres y parir niños? No, aunque fueran mujeres, ese no era su objetivo. Ellos eran distintos, aunque mirando a sus dos amigos no podía ninguno pensar en ellas como cuando eran hombres. Los tres devoraban con la mirada a las otras dos.

Roberto se sentó en la cama con los pies tocando el suelo, se levantó y dio despacio dos pasos. Al igual que Martín, se sintió raro andar, pero paso a paso llegó hasta el espejo. Andar era como estar aprendiendo nuevamente, pero su cuerpo se iba acostumbrando rápido al nuevo centro de gravedad y las nuevas formas. Con curiosidad se puso a mover las manos delante del espejo, pero la mujer del espejo no era él. No podía ser él. Diego y Martín se unieron a él delante del espejo. No cabía duda, eran mujeres. El reflejo, aunque no era reconocido por ninguno, se movía como ellos.

—Al menos estamos buenas y somos hermosas. —Las palabras de Diego rezumaban amargor al decirla y sus dos amigos lo miraron con cierto enojo. —¿Os habéis fijado en los colgantes?

—Son vuestros nuevos nombres. —Informó uno de los dos asistentes de Inmaculada que acababa de entrar portando tres grandes cajas.

Los tres trataron de ver su nombre en el colgante, pero era algo complicado. Al verlo del revés en el espejo. El guardián se acercó a Diego y le entregó la primera caja. —Ponte esta ropa, Marina.

—No soy Marina. Soy Diego —gritó al guardián, quien siguió sin inmutarse.

—Está para ti Rosa y está otra para ti Amelia. Estad listas pronto —Sus palabras no mostraban emoción, ni mucho menos piedad por ellos. Como mucha irritación.

Con temor los tres abrieron la caja, quedando horrorizados. Dentro había un sujetador, un tanga, un liguero, unas medias, un vestido ridículamente corto y unos tacones capaces de romper los tobillos de la persona más experimentada. Diego tiró la caja con enfado al suelo.

—No soy una puta; no pienso ponerme esta ropa —gritó al guardia que se había quedado de pie en la puerta.

El asistente miró el reloj con aburrimiento. —Tenéis diez minutos para estar listas. Podéis ir a ver a Inmaculada por las buenas o por las malas. Por las buenas, os vestís sin rechistar y me acompañáis. Por las malas, os llevo desnudas a través de toda la mansión y sois expuesta a todos los trabajadores. Vosotras elegís. Nueve minutos.

Los tres se miraron pensativos. No deseaban ponerse esa ropa, pero la alternativa no era más agradable. Roberto se encogió de hombros y puso su caja en una cama cercana, comenzando a ponerse el tanga.

—¿No podemos negociar? De acuerdo, nos pondremos un vestido y unos tacones. ¿Pero no pueden ser menos reveladores y menos extremos? —el guardaespaldas negó ante las palabras de Martín. Mientras seguía manteniendo un duelo de miradas con Marina,—¿Y al menos unos tacones menos altos y menos finos? Aunque solo sea eso.

El guardia salió de la habitación dejando a los tres solos. Roberto ya se había puesto el tanga, las medias y trataba de ponerse el sujetador con poco éxito. Martín miró a Marina. Seguía parada con la caja a sus pies y mirando a la puerta con enfado. Después miró a Roberto quien luchaba con el sujetador y se acercó a él.

—Date la vuelta; te lo abrocharé y ajustaré. Me he fijado cómo lo hace alguna que otra mujer—Martín abrochó el cierre de atrás. Ajustó las tirantas y metió la mano para ajustar bien los senos dentro de la copa. —¿Qué tal?

Roberto se miró en el espejo. Debía reconocerlo: estaba espectacular, pero el sujetador le resultaba incomodo. Efectivamente, no botaban alocadamente sus senos, pero era incomodo. Se encogió de hombros. —Bien, al menos está puesto. Gracias... —No estaba muy seguro si era Martín o Diego, al final miró el colgante. —Rosa, creo que si es nuestro futuro nombre, aunque nos duela, debemos aceptarlo.

—De nada, Amelia —se resignó Martín. Roberto tenía en parte razón. Quien les iba a llamar por sus antiguos nombres. Eran claramente mujeres. Cuando había tocado los senos de su amigo, no eran senos operados; había acariciado suficientes pechos para diferenciar eso.

Tras esto también comenzó a vestirse. Diego miró con desdén a las dos mientras se vestían de forma obediente. No podía creer cómo habían accedido a esa humillación. Eran hombres; al menos les podían haber dado unos vaqueros, una camisa en condiciones y unos tenis. Aunque fueran unos vaqueros ajustados de mujer.

Cuando volvió, el asistente vino con otros tres guardias. Traía cada uno una caja de zapatos. Estos sin dejar de ser tacones eran más razonables: cinco centímetros y bastante anchos. Roberto ya estaba vestido e incluso había intentado andar con los tacones, pero al final desistió y decidió esperar sentado. Martín estaba poniéndose el vestido y Diego seguía parado enfrente de la caja sin ponerse una sola prenda. El asistente indicó para quien era cada caja de zapatos y miró el reloj.

—¿Has decidido ir desnuda? Me es indiferente. Os quedan tres minutos.

Diego pateó la caja en un fútil intento de resistir, pero finalmente se agacho y trato de ponerse la ropa lo más rápido posible. Roberto se había cambiado los zapatos y estaba dando unos pasos algo inseguros. Mientras Martín, de forma sorpresiva para todos, no andaba mal con los tacones.

—¿Cómo eres capaz de andar con ellos?—preguntó Roberto maravillado.

—¿Ya has olvidado la fiesta de la hermandad? ¿Cuándo me disfracé de enfermera guarrona? Llevaba unos tacones similares. Te acostumbrarás si estás toda una noche con ellos sin a penas sentarte. Ahora, te dolerán los pies a rabiar.

Arregañadientes. Marina había terminado poniéndose la ropa y los tacones. No le había gustado vestirse de mujer y menos usar tacones, pero la perspectiva de atravesar la mansión de Inmaculada desnuda le producía escalofríos. Ya había sentido cómo los guardias devoraban su cuerpo con los ojos. No pensaba aguantar más miradas de ese tipo. Era tan humillante.

Cuando estuvieron las tres listas, salieron de la habitación siguiendo al asistente y los tres guardias. Amelia había desistido de su dignidad e iba cogida del brazo de uno de los guardias. Martín iba dignamente manteniendo el paso al asistente y Diego andaba como un pato mareado, cayéndose cada pocos metros. De esta manera llegaron ante una doble puerta.

Al abrirse se vieron en un enorme despacho. Había muchas familias en el país viviendo en pisos más pequeños que ese despacho. Al fondo una enorme puerta acristalada que daba a una terraza y en una esquina entre esa puerta y un enorme ventanal se encontraba el escritorio de Inmaculada situado de forma estratégica para evitar los reflejos de la luz entrante por las superficies acristaladas a su espalda.

Inmaculada los miró con expresión fría y calculadora. Los tres amigos, ahora mujeres, fueron empujados para avanzar hacia ella y las puertas se cerraron detrás de ellos, quedando dentro del despacho solo los tres jóvenes, Inmaculada, el asistente que los había traído y el otro asistente que estaba de pié detrás de Inmaculada cuando llegaron.

—¿Sois consciente de las consecuencias de vuestros actos? Habéis sido transformados para el resto de vuestras miserables vidas. Os puedo asegurar que esta magia es tan real como el daño causado. Esto solo es el principio de vuestro castigo.

Diego no encontraba ahora fuerzas para bromear. Incluso soltar una bravuconada parecía un sinsentido. Martín se encontraba aterrado. Si este solo era el principio del castigo, ¿cuál sería la siguiente fase?

—Fui un cobarde, —rompió el silencio Roberto,— pero es injusto este castigo. En realidad yo no hice nada. Incluso salve a la tercera chica.

Inmaculada sonrió, pero no era una sonrisa cálida. Todo lo contrario era una sonrisa gélida, capaz de empequeñecer al más aguerrido campeón. Hizo un gesto con su mano y el asistente le pasó una carpeta.

—Interesante, no eres consciente de todo lo que has realizado. ¿No es así, Amelia? —Preguntó, comenzando a ojear la carpeta.

—No soy Amelia, soy... Roberto —gruñó con poca convicción en sus palabras. Había empezado a usar con Diego y Martín su nombre femenino, pero no le daría ese placer a ella.

Inmaculada negó impasible con su cabeza: —Por donde comenzamos... —Tras una breve pausa dramática continuó. —Por lo último, tu inacción provocó la violación de dos mujeres. Podrías haberles advertido, podrías haber derramado sus copas... Podrías haber hecho tantas cosas, pero dejaste hacer a ellos dos. Claro, la lealtad masculina. Esa lealtad ya no la tendréis. —¿Recuerdas a María? —Inmaculada dejó caer el nombre como una piedra en el agua, observando cómo las ondas de la memoria recorrían el rostro de Roberto. Su silencio fue suficiente para continuar. —No tenías idea de cuánto daño le hiciste, ¿verdad? No solo a ella... —Inmaculada hizo una breve pausa; por primera vez su cara mostró sentimientos de pena o lástima antes de continuar. —También se lo hicistes a su familia.

—María y yo seguimos siendo amigos. Yo no...—Inmaculada tenía razón: le había dado un trato regular, ella se había quejado de ello, pero él nunca atendió esas quejas. Solo pudo agachar la cabeza.

—En unas horas os venderé a unos proxenetas. Aprovechad para disfrutar de estas horas o para pensar sobre vuestros actos. Daniel, puedes devolverlos a su cuarto.

Martín cayó al suelo y se arrastró hacia el escritorio. —Por favor, noble dama. Tenga piedad de nosotros. Cambiaremos, trabajaremos por la igualdad de las mujeres, respetaremos a todas las mujeres, cumpliremos la condena en prisión, pero... esto... esto no...

—¿Creéis que podéis simplemente pedir perdón y seguir con vuestras vidas? —Inmaculada hizo una pausa, disfrutando del miedo en sus rostros. —No, niñas. Esto es solo el principio. No hay escapatoria para lo que habéis desatado.

Rosa miraba impotente desde el suelo a Inmaculada, Marina apretaba los dientes tratando de no mostrar sus sentimientos y Amelia miraba sus manos analizando las palabras de la señora Montalbán sobre María.

—Esto es culpa de vuestras propias decisiones. Podéis pensar en ello como un castigo... o como una lección, si os resulta más fácil, pero no voy a dar marcha atrás.—Fueron las últimas palabras de Inmaculada. No se apiadó de Roberto, ni de Martín, ni mucho menos de Diego. Solo hizó un gesto con su mano para echarlos.


Con este gesto las ahora tres jóvenes fueron arrastradas y devueltas al cuarto donde habían despertado. Cuando la puerta se cerró tras ellas, el eco metálico resonó en sus cabezas como un martillo, sentenciando su destino. Amelia, Rosa y Marina ya no eran nadie. Eran propiedad.

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