47 - Perseguidor demente
CAMUS
Curaba la herida del señor Ellies, había perdido mucha sangre, así que tomaría un buen rato. Igual planeaba demorarse todo lo que pudiera, para darle ventaja a la princesa. Había puesto su vida en riesgo desde el momento en el que decidió usar el artefacto mágico de comunicación. Pero esta era una situación de vida o muerte para la princesa, ella tenía que salir de este lugar antes de que fuera demasiado tarde.
Un par de guardias de la mansión entraron corriendo a la habitación. Sus caras mostraban un claro desconcierto, al encontrar el lugar destrozado y ver a su señor sentado en el suelo, empapado con su propia sangre. Uno de ellos palideció y tragó en seco; en su cara se reflejó el claro temor del castigo que recibirían por no haber cumplido correctamente con su trabajo de custodiar y proteger la mansión.
De improvisto, Ellies se levantó, sin darle tiempo a Camus de terminar con el tratamiento. Se acercó a uno de los guardias de manera amenazadora y extendió su mano.
—Dámela —ordenó con voz fría mientras el hombre lo miraba sin comprender—. Tu espada, dámela ahora.
Caminó hacia la puerta donde Orman estaba tendido en el suelo. Lo miró de manera inexpresiva mientras Camus se le acercaba con cautela. Este hombre era incluso más peligroso que su padre, y con un arma en sus manos el resultado sería impredecible.
—Despiértalo —dijo con una voz suavemente peligrosa dirigiéndose a él.
Camus comenzó a sudar. En el momento en el que el mayordomo volviera en sí, las cosas podrían complicarse para él. Cuando el general llegó para rescatar a la princesa, el único mago presente era él, así que Orman rápidamente se daría cuenta de quién lo había hecho dormir. Se agachó lentamente mientras su mente corría a mil por segundo. El señor Ellies tenía una espada, entonces, ¿qué debería hacer? ¿Debería despertarlo o, en su lugar, correr? En cuanto se descubriera que él era el traidor, todo acabaría. Dudó por unos instantes, antes de finalmente usar magia para hacerlo volver en sí.
Orman abrió los ojos desorientado mientras la respiración de Camus se aceleraba. El mayordomo intentó incorporarse de manera torpe. Sin previo aviso, el sanador sintió una extraña corriente de aire cerca de su cara y un líquido viscoso lo salpicó. Cayó sentado mientras veía la cara de Orman torcerse en un gesto de sorpresa y dolor. Con sus manos apretaba su cuello de manera desesperada, tratando de evitar que la sangre siguiera saliendo como un torrente del corte que Ellies recién acababa de hacerle. Los sonidos ahogados que escapaban de su garganta eran desgarradores, espeluznantes. En el silencio se escuchaba todo amplificado de manera horrible. Sus ojos abiertos, con una expresión de terror, mientras sentía cómo la vida se escapaba de su cuerpo lentamente.
—No fuiste capaz de cumplir con tu trabajo —dijo Ellies de manera indiferente—. Todo esto es tu culpa.
Ellies lo miraba de forma inexpresiva mientras el hombre se retorcía en el suelo. No se movió hasta que solo quedó un frío e inerte cadáver. Lanzó la espada con desdén al suelo mientras le hacía un gesto a los guardias, que estaban paralizados ante la escena que acaban de presenciar, para que lo siguieran.
Camus se levantó y se percató de que había alguien más presente. Se trataba de una de las sirvientas de la princesa, la señora mayor que siempre la acompañaba a todas partes. Estaba pálida, viendo todo lo que sucedía, incrédula, aterrada. Sus ojos iban hacia la puerta derribada, el destrozo visible en la habitación y el cadáver del mayordomo sobre la sangre fresca. Camus se le acercó y le mostró disimuladamente el anillo en su dedo mientras la sorpresa se dibujaba en el rostro de la mujer.
El día que descubrió el artefacto mágico de comunicación, se había dado cuenta de inmediato de quién era su dueña. Las únicas personas que entraron antes de que él dejara la habitación habían sido las sirvientas de la princesa. Antes de cerrar la puerta, pudo ver a esta mujer rebuscar de manera desesperada en los bolsillos de su uniforme, como si hubiera perdido algo de vital importancia. Apenas dio unos pasos en el pasillo y lo vio en el suelo, inmediatamente reconoció lo que era y lo guardó. Desde ese mismo instante supo que había personas velando por la princesa, ocultas de manera intencional en las filas de la servidumbre
—El general se llevó a la princesa —le susurró mientras pasaba por su lado y podía escuchar un largo suspiro de alivio, que sonó como si la mujer llevara mucho rato conteniendo la respiración.
—Tú, también vienes —soltó Ellies de repente dirigiéndose a Camus, que lo siguió de manera obediente.
Al salir, la tormenta los golpeó de forma violenta. El viento helado soplaba de manera despiadada, haciendo que temblara de la cabeza a los pies mientras se acercaban los guardias sobre sus cabalgaduras. Se montó sobre un caballo, imitando al señor Ellies que hizo un gesto para que todos lo siguieran.
Partieron a tremenda velocidad mientras el crudo frío los calaba hasta los huesos. No supo cuánto tiempo pasó antes de que se tropezaran con huellas de caballos y de las ruedas de lo que podía ser un carretón o un carruaje. La cara del señor Ellies se iluminó con una sonrisa diabólica; parecía un depredador emocionado por haber encontrado un rastro de su presa. Señaló hacia adelante mientras gritaba a viva voz.
—¡Cuando los encontremos, quiero que los maten a todos! ¡Solo me interesa, Aylah!
Camus aún no entendía cómo este hombre podía seguir con una herida que aún no había sido debidamente curada. Era alguien que podía ser comparado con un demonio en este mismo instante. La desequilibrada emoción era palpable en la manera que espoleaba su caballo, la ansiedad por encontrarla. Camus no quería que eso sucediera, no quería que todo lo que había hecho fuera en vano. Pero ya había hecho todo lo que estaba a su alcance, y cualquier movimiento que hiciera ahora sería demasiado arriesgado.
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