Prólogo
¿Por qué los mejores recuerdos eran los más dolorosos cuando la soledad carcomía sus huesos?
Itadori vaciló. En el alba habían decidido encontrar protección en un viejo centro comercial y con la caída de la noche, oscura y lejana, con la bóveda nocturna estrellada, el ayer se le reprodujo en el reflejo de la profundidad de sus ojos.
Los extrañaba.
A cado unos de ellos que lo hubieron aceptado en su circulo más cercano, comenzaba a echarlos de menos y ni bien alargaba la mano para alcanzarlos, una bruma oscura y fétida a muerte lo hacía temer y alejar.
Elevó la mirada y las estrellas se vaciaron en sus ojos castaños. Hacía frío y los ruidos de quien sabe qué bestias estaban merodeando por las cercanías acentuaron la soledad aparente en la que se encontraba. Se echó un suspiro y como si se tratara del señor de las sombras, Chōsō emergió con el rostro alargado.
—Hermano —lo llamó e Itadori bajó su mirada hasta posarla por encima suya—. ¿No irás a dormir? haré la guardia.
Repasando sus memorias, Itadori negó con un velo de extraña relajación y añoranza en el rostro. Avanzó unos pasos, provocando un eco pesado y llegado a la altura de su hermano mayor, lo tomó por el hombro.
—Por esta noche no tengo sueño —ya era la quinta vez que lo decía y la preocupación se vislumbró en el útero maldito—. Pero creo que ya es hora, Chōsō. Mañana partiré cuando el primer rayo de sol salga.
El corazón se le contrajo al mayor y la garganta se le hizo un nudo. Creía que Itadori solo estaba evitando el tema que ninguno se atrevía a mencionar.
—No irás solo —respondió el azabache con rapidez—. Estaré contigo y tragaré las penas mayores que tu corazón no pueda soportar.
Itadori observó el rostro de aquel que llamó hermano mayor y en esa palidez encontró la verdadera definición de fidelidad. Sería un camino largo y tortuoso, pero genuinamente le alegraba no hacerlo solo.
—Gracias —le dijo y la amabilidad empleada se tatuó a vivo fuego en la piel de Chōsō.
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