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Existencia

Porque justamente los mejores recuerdos son los que se agrandan en las almas del mundo entero. Por eso duelen cuando se trozan, arden cuando se almacenan y sufren cuando se encuentran lejos.

Ahora pocas veces alguien llamaba su nombre y no era con la misma intensidad de hacía tiempo.  En su lugar,  el silencio lo ensordecía, dándole rienda suelta a la voz de sus pensamientos y esos gritos de Sukuna. 

Solo Itadori mismo sabía todo el tornado de emociones que se encendían por las voces que sufrían en su interior. 

Sólo Itadori sabía el secreto para que su corazón siguiera latiendo ante la fuerte tempestad que se alzaba frente a él día con día. 

Se le adelantó al sol. Con las primeras horas de la mañana oscura y nublada, Itadori se encontró reflejado en un espejo del baño de aquel sitió. Se había desplazado con cuidado de no despertar a su hermano mayor, quien abrazado a sí mismo y echo un ovillo, contaba ovejas para después comerlas bien asadas. 

Inexpresivo, el castaño claro alzó su mano, y el reflejo lo hizo también. Luego hizo una mueca y el espejo lo mismo; estaba existiendo. 

Cada mañana se aseguraba de que su existencia fuese real, observando su reflejo en los espejos empañados de un automóvil olvidado o bien, en un charco de agua sucia. Y esa no fue la excepción; sus ojos grandes brillaban con una vida no merecida y obligada, su corazón volvía a latir y su cuerpo cumplía con el papel de recipiente. 

—Existo... —se dijo en tono bajo, casi muerto por manos de una realidad aplastante. 

—Siempre lo haces —escuchó y al ver detrás suyo encontró a Chōsō, quien lo observaba con los brazos cruzados y el ceño alzado—. No vas a dejar de existir de un día para el otro. Me pondría triste. 

Itadori rio por debajo y ante la graciosa contradicción en donde su existencia había terminado con la vida de muchos, complicado la existencia de otros y ahora, su inexistencia también traería problemas. 

Itadori no se desprendió de la idea de que su existencia hasta ese preciso minuto en que seguía respirando, había sido la peor de la maldiciones. 

—No quiero que estés triste —respondió Itadori con tono amable y doloso—. Solo quería verme al espejo. No lo hago siempre. 

La sola expresión de Chōsō era expresión suficiente. 

—Bueno, tampoco es la gran cosa —respondió Itadori resoplando. Acarició la cicatriz que cruzaba la mitad de su rostro y tras peinarse, se puso en marcha saliendo de los baños y siendo seguido por su hermano—. ¿Estás listo, Chōsō? Habrá que apurarnos si queremos llegar cuando el sol se ponga. 

Chōsō asintió. 

—Solo estoy esperando a tu orden —respondió juntando sus manos con esos ojos alargados e inexpresivos—. Seguramente nos encontraremos con más de una maldición en el camino... 

Itadori junto sus puños y tronó sus dedos con una sonrisa de lado, fría y pura. 

—Pero nada que no podamos controlar —dijo, y ambas sombras salieron del lugar con paso seguro—. ¡Vamos! 

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