6. El pañuelo
RESUMEN: "Lo había observado toda una vida, siempre a la distancia, siempre en silencio, siempre con vergüenza por ser tan indigno de su amor".
EXTENSIÓN: 2323 palabras.
GÉNEROS: Omegaverse (no tradicional), romanticismo, angustia, amor cortés, ambientación antigua pero geográfica e históricamente imprecisa.
ADVERTENCIAS: Final infeliz.
NOTAS: Seré sincera, escribí esta historia con el único propósito de hacer sufrir. No tiene desarrollo, no lleva a a ninguna parte y ni siquiera tiene mensajes implícitos como otras historias tristes de este libro. Perdón, es que me gusta mucho leer cosas tristes de esas que te aprietan el pechito y eso es todo, quise escribir algo así. En fin. La versión original (taekook) fue publicada por primera vez en este perfil en 2022 y editada y republicada en diciembre de 2023.
Era una tortura. El llanto de Beomgyu salía de la cocina, atravesaba el comedor, inundaba la sala entera; viajaba por el aire, mezclándose en él. Yeonjun podía sentir la textura de esas lágrimas en su propia nariz, en su propia garganta. Podía respirar el dolor de su amor.
Su aroma a peonias, marchito y seco por la tristeza, le quemaba los pulmones; lo ahogaba.
Yeonjun sentía que iba a morir.
Moría.
Y es que le dolía tanto, tantísimo, ser incapaz de hacer a Beomgyu feliz. Le dolía tener que respirar su agonía, sin poder acercarse, sin poderle dar ningún consuelo.
Cuánto hubiera querido abrazarlo, acariciarle el cabello. Cuánto hubiera querido calmar sus miedos y hablarle al oído; le habría dicho lo mucho que lo amaba y hubiese prometido protegerlo. Así, pensaba Yeonjun, Beomgyu habría dejado de llorar; lo hubiese besado, quizá, y se hubiera quedado entre sus brazos hasta quedar dormido.
Yeonjun lo imaginaba: se imaginaba cobijando a Beomgyu, arrullandolo; cuidandolo incluso de los malos sueños. Se imaginaba pasando la noche en vela observando a su amado, y al amanecer despertándolo con dulces susurros, repitiendole una y otra vez cuánto lo adoraba, cuán hermoso era.
Pero esas fantasías, claramente, no eran posibles. Jamás lo serían.
Yeonjun se acercó a la cocina. Beomgyu seguía llorando como un niño y el mayor se sintió muy inútil e impotente. En silencio, se asomó por la puerta semiabierta, y cuando lo vio, su corazón se rompió un poco más.
Beomgyu tenía la expresión más triste que Yeonjun había visto en la vida; el gesto más desolador que se haya podido imaginar. Tenía los ojos inundados, apagados, mortecinos. Esos ojos agonizaban; esos ojos tan hermosos, tan negros, que hacían a Yeonjun suspirar.
"¿Qué clase de monstruo se atreve a hacer a un ángel como tú llorar?", pensó, incapaz de dirigirle la palabra a Beomgyu en voz alta.
Aún en silencio, se respondió a sí mismo de inmediato: El responsable tenía que ser su amo, el Señor Choi.
El Señor Choi, es decir, el padre de Beomgyu, siempre había sido un hombre bruto y cruel. Yeonjun supuso que su amado había vuelto a discutir con su padre, lo había desobedecido o le había llevado la contra en algo. Era demasiado común en aquella casa que el Señor se pusiera violento por cualquier cosa, en especial contra el menor de sus hijos, porque a sus ojos, un cachorro omega en su familia era una deshonra.
A Yeonjun le costaba soportar cuando el hombre le hablaba despectivamente su adorado Beomgyu, y era mucho más molesto cuando usaba su voz de mando o si llegaba a golpearlo. El lobo interno del joven alfa se retorcía, iracundo, deseoso de lanzarse a defender al muchachito que reconocía como su omega.
Pero no podía. Era indigno. ¿Cómo iba a dar la cara por su joven amo, si él no era nadie? Ni siquiera merecía levantar el rostro; mucho menos podría retar al Head-alfa, al señor del hogar.
Era demasiado injusto deberle respeto a ese hombre.
Yeonjun nunca comprendería cómo Beomgyu, que era un ser divino y puro, había podido nacer su maldita estirpe. ¿Cómo podía ser su sangre, su carne? Y peor aún, ¿cómo era capaz aquel monstruo de hacerlo sufrir tanto?
Yeonjun lo odiaba mucho. Lo odiaba con la misma pasión con la que amaba a su querido Beomgyu.
Y esa noche lo odió un poco más. Mientras el menor, aún sin notar su presencia, se secaba las lágrimas con el pañuelo de seda que le había obsequiado su madre. Mientras maldecía su destino y su jerarquía biológica. Mientras sus ojos perdían la luz de las estrellas. Mientras le preguntaba una y otra vez a la Diosa Luna: "¿Por qué nací omega? ¿Por qué? ¿Por qué?"
Yeonjun, desde luego, aún desconocía la causa exacta que había hecho llorar a su amado. Solo estaba seguro de que era culpa del señor del hogar.
Pero ojalá hubiera investigado más. Ojalá hubiera preguntado a la cocinera, a la nana de Beomgyu, o a cualquiera de los otros sirvientes si alguno sabía la razón de que el pequeño omega llorara con tal desconsuelo.
Si lo hubiese hecho, quizá no se habría impactado tanto al día siguiente; aunque el dolor que sintiera fuera el mismo.
[ 💐 ]
Pasaban de las cuatro de la tarde y Yeonjun acababa de concluir su jornada. Había podado el césped, arrancado la maleza y arreglado los rosales; también recortó los arbustos en esas pretenciosas figuras de cabeza de lobo que su ama, la señora de la casa, tanto le exigía retocar.
En cierto momento, le pareció escuchar una música lejana, que llegaba ahogada, conducida por el viento.
Y conforme iba de regreso, recorriendo el sendero que atravesaba la hacienda desde el inicio del valle (a los límites de las Tierras Choi) hasta la casa, la música se iba haciendo más nítida.
Yeonjun iba caminando a paso lento. Sacaba con sus dientes las espinas que tenía clavadas en las manos. No pensaba, o no quería pensar, en esa música.
Alrededor de la casa Choi, en el patio frontal, habían unos pocos carruajes de suspensión y cupés. Los caballos se mantenían tranquilos, mansos, bajo el cuidado de sus cocheros.
Yeonjun observó extrañado los vehículos. Detras de él, comenzó a escuchar el traqueteo de cascos que se aproximaban, indicando que venía llegando otro cupé. Ese coche se detuvo junto a los demás, delante de la propiedad; y cuando el cochero abrió sus puertas, bajaron del vehículo cuatro personas (todas alfa), vestidas de gala.
Habían llegado muchos ingredientes a la cocina durante el día. Yeonjun los recibió principalmente por la mañana, porque atender la puerta era parte de sus tareas. Pero tenía la mente aturdida, y no comprendió entonces lo que significaba tanta comida.
Mientras veía a los recién llegados adentrarse en la vivienda, finalmente entendió lo obvio: los Choi, sus amos, habían organizado una fiesta.
Yeonjun quiso negarse a aceptarlo. Lo evadía. Llevaba meses evadiendo el hecho doloroso de que Beomgyu, su amor, había cumplido ya los dieciséis años, edad en que un omega debe ser marcado.
Corriendo, entró en la casa. Los muebles habían sido removidos del salón, que ahora estaba convertido en una pista de baile.
Un grupo de músicos a un costado tocaba un animado vals; las damas bailaban dentro de sus pomposos vestidos de armador; los caballeros se movían elegantemente, portando trajes finos y sombreros de copa. Y el salón entero estaba inundado por un coctel de aromas fuertes, penetrantes, que eran más intensos e imponentes por el sudor de los bailantes.
Casi todos eran alfas.
Con la abrupta llegada de Yeonjun, varios de esos visitantes habían volteado a mirarlo, y sus rostros se arrugaron con desprecio.
Yeonjun venía sucio, lleno de tierra y con su pobre vestimenta desarreglada. El lobo interno del joven alfa se removió avergonzado, bajando las orejas y acurrucándose como un cachorro entre sus propias patas.
Y mientras bajaba la cabeza, buscando de inmediato una ruta por la cual escapar de la mirada de esa gente "respetada", su vista se posó apenas unos segundos sobre Beomgyu.
Perdió el aliento.
Su joven amo omega estaba precioso... Vestía un traje blanco sin saco; el pañuelo de seda que siempre llevaba decoraba la solapa de su chaleco. Guantes de encaje, igualmente blancos, hacían juego con el corto velo que cubría la mitad inferior de su rostro y que era sostenido por broches de oro en sus castaños cabellos.
Sus ojos eran lo único que se dejaba observar: esos mismos ojos que la tarde anterior habían llorado desconsoladamente. Ahora no estaban rojos, no lagrimeaban. Estaban grises, apagados, vacíos.
Beomgyu no expresaba ya ninguna emoción que no fuera la conformista amargura. Al parecer, había aceptado su destino.
Así, todo de blanco, lucía verdaderamente como un ángel. Y a Yeonjun le dolió verlo tan bello porque supo lo que aquella vestimenta pulcra y elegante significaba: su familia estaba presentándolo como un omega apto para un lazo ante los alfas respetados de la comunidad; el blanco siendo un símbolo de pureza, de entrega, de sumisión.
Fue como si un incendio se desatara en el corazón de Yeonjun, como si el mismo infierno habitara en los adentro de su pecho. Sintió que moriría de dolor, por verlo así, tan expuesto como un pedazo de carne. Vio el miedo en sus ojos, la desdicha, la resignación.
Yeonjun corrió a su habitación con la respiración agitada, y poco antes de llegar, en el pasillo, chocó con su madre, que parecía precisamente estarlo buscando.
─ ¿Yeonjun?
─ ¿Por qué no me dijiste nada? ─cuestionó, con las lágrimas brotando de sus ojos.
─ Hijo...
Su madre siempre habia sabido del enamoramiento de Yeonjun por el joven amo omega. Lo notó desde que eran niños, y pasó años enteros advirtiéndole que renunciara a los sentimientos de su corazón, pues Beomgyu era, simplemente, inalcanzable para un alfa de baja categoría como él.
─ ¡¿Por qué no me lo dijiste?! ─repitió, exigiendo una respuesta.
Ella lo observó con condescendencia, negando suavemente con la cabeza.
Atrajo a su hijo y lo abrazó como si con ese simple acto pudiera reconstruir su corazón destrozado.
─ Porque no cambiaría nada, mi cachorro. Si te enterabas antes o después, o incluso si te hubieras enterado desde hace días, desde hace meses, nada iba a cambiar. Lo sabes, ¿verdad?
Yeonjun negó con la cabeza una y otra vez, pero lo cierto es que su madre tenía toda la razón.
Sabía que no había nada que pudiera hacer para proteger a su amado, porque ni aun muriéndose de amor, ni aun entregándole su vida y su alma, nunca, jamás, sería un alfa digno de su amo.
Y le dolía, le dolía inmensamente, porque estaba seguro de que nadie amaría a Beomgyu ni mínimamente como él.
Los caballeros con los que se codeaba el señor Choi (y a quienes este consideraba aptos para poseer a su hijo) despreciaban a los omegas, y los veían como simples ayudantes para sus mujeres y cuidadores de sus cachorros. Esos desalmados no valorarían el tesoro que Beomgyu era.
Yeonjun sabía que Beomgyu merecía ser tratado como un príncipe; pero estaba condenado por la sociedad desde el momento en que su jerarquía biológica se había presentado. Los omegas eran las parias dentro de cualquier manada, en especial si eran varones. Beomgyu, de hecho, tenía más privilegios por haber nacido en una familia importante: su padre era el líder del Clan, es decir, el Head-alfa. Por eso se le arreglaría un lazo con alguna pareja de alfas. Él sería marcado, quizá por el hombre, o por la mujer, o quizá por ambos, y así quedaría bajo la protección de su nueva manada, atado a servir y cuidar de los cachorros de la misma. Desde luego, no sería el único: la pareja de alfas que lo acogiera tendría a muchos marcados bajo su apellido, así como los propios padres de Beomgyu tenían.
Yeonjun rabiaba ante este panorama. Si tuviera la oportunidad de desposar a Beomgyu, lo trataría con el amor y los cuidados que se merecía. Sería su único y primer marcado. Sería su mundo entero.
Ya lo era.
Lo había sido siempre.
Yeonjun no recordaba exactamente en qué momento se enamoró de Beomgyu. Para él, era como si toda la vida hubiera estado en su corazón.
Cuando eran niños, Yeonjun solía meterse al cuarto de su joven amo a escondidas, para colocar en su cama las más bellas flores (desde pequeño, la jardinería fue su tarea principal).
Lo había observado toda una vida, siempre a la distancia, siempre en silencio, siempre con vergüenza por ser tan indigno de su amor.
─ No puedes hacer nada, Yeonjun. Así que no te quiero que intentes ninguna tontería ─advirtio su madre─. Si el Señor Choi te descubre, habrá terribles consecuencias.
─Lo sé, mamá. Lo sé. No haré nada ─prometió Yeonjun a la beta─. Solo... Quiero verlo, una vez más. Quiero admirarlo desde lejos, solo un poco más, antes de que lo entreguen a otros alfas y lo alejen de mí para siempre.
[ 💐 ]
Yeonjun cumplió lo que dijo a su madre al pie de la letra. Durante toda la fiesta, sus ojos siguieron a Beomgyu sin apartarse un ápice. Incluso cuando bailaba con las hermosas alfas, incluso cuando los caballeros besaban el dorso de su mano. Incluso cuando sentía que moriría de dolor. Y aún a pesar de todo, en ningún momento se le acercó.
El joven alfa desdichado se había vestido decentemente para poder estar en el salón. Llevaba encima su mejor traje, que seguía siendo humilde, y fungió como mesero durante toda la velada.
Beomgyu actuó sus mejores sonrisas, absolutamente resignado. Bailó, charló; se comportó respetablemente, enorgulleciendo, por una vez, a su padre. Era casi seguro que quienes lo marcarían serían la pareja de alfas del Clan del Sur, pues habían quedado muy satisfechos con su encantadora educación.
Pero el candor del baile comenzaba a ser sofocante, por lo que el joven omega pronto necesitó un momento a solas. Salió al jardín por un instante, que ya se encontraba solo a esas horas de la noche. Miró a la luna unos segundos, sabiendo que al día siguiente dejaría de ser libre y de ser niño. Suspiró.
El sudor perlaba su frente, por lo que se la secó, dando suaves golpecitos con su pañuelo de seda.
Luego de meditar un poco mirando al cielo, volvió a la casa, a seguir fingiendo que era feliz con las personas de la fiesta. A partir de ese momento, fingir sería todo lo que haría.
Pero Beomgyu no notó que Yeonjun lo había seguido, ni que este, su secreto admirador eterno, había recogido del suelo el pañuelo que dejó caer por descuido.
El aroma de las peonias seguía ahí, impregnado en la seda blanca. Era el aroma del amor y del sufrimiento; el dulce perfume de un omega, de su omega. Ese pañuelo sería, para siempre, el mayor tesoro de Yeonjun; el único recuerdo que conservaría de su gran amor.
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