Un truco sencillo (1)
- Hola, princesa pringada...
- Hola, mago mamón...
La miró de reojo, sin gran interés, y continuó ordenando su material de trabajo: aquella chica le caía tan gorda como la falda de raso y tul que la envolvía. ¿De verdad pensaba que lo que hacía tenía algo de artístico o creativo? ¡Por favor! ¡No era más que una niñata cubierta de perifollos rosas que pintaba mariposas deformes y tigres agonizantes en las caras de niños espídicos!
En cambio, él... ¡Él era todo un mago! Nada más y nada menos que el Gran Arkanon, creador de ilusiones y encantador de mentes. ¡Eso sí que era algo alucinante! Y, sin embargo, cada vez que los dos coincidían en una de las fiestas infantiles que animaban, esos mocosos hacían cola ante ella como idiotas para que les pintarrajease las mejillas mientras él esperaba inútilmente a que se sentasen para maravillarlos con sus trucos. ¿Cómo podía ser? El mal gusto se había apoderado del universo, eso era indudable.
- ¡Eh, princesa fresa, date prisa en perpetrar tus garabatos! Quiero terminar pronto mi función, que va a llover... -le espetó en cuanto ambos tuvieron listos sus accesorios. La casa donde se celebraba la fiesta era tan grande que no habría problema en acomodar a los niños en alguna estancia si estallaba la tormenta, pero él se sentía más cómodo al aire libre, donde el ruido que las criaturas producían se disipaba con mayor rapidez.
- ¿Has pensado en el gran favor que le harías al mundo si te quedases afónico? -replicó ella- Y tampoco te morirías por intentar ser un poco menos desagradable...
Kanon le sonrió con desgana. Aquel no era, desde luego, el trabajo de sus sueños, pero el dinero extra le venía bien para pagar sus gastos desde que le habían despedido de la tienda de artículos de pesca. Animar fiestas infantiles le había parecido un empleo compatible con sus estudios universitarios y una buena forma de poner en práctica sus dotes para el ilusionismo, pero después de tres meses viendo las caras llenas de pintura y pegotes de azúcar de aquellos pequeños demonios, tenía claras dos cosas: uno, debía encontrar otro trabajo y, dos, jamás tendría hijos. Y, para colmo, la agencia había decidido enviarle siempre que era posible junto a la "Princesa Vanessa" para ofrecer un extra de diversión a los niños y sacar más pasta a los padres. ¿Es que nadie se daba cuenta de que esos pintarrajos eclipsaban a la verdadera estrella de la celebración? ¡Le estaba robando el protagonismo una chica con peluca rubia y vestido de merengue!
Ella le precedió jovialmente en su camino hacia el gran jardín, donde la caterva infantil les esperaba entre saltos y gritos de entusiasmo:
- ¡Hola! ¿Dónde está la reina del día? ¿Tú eres Valeria, la chica del cumpleaños? ¡He traído esta corona para ti, preciosa! -la princesa se inclinó ante la niña y le colocó en la cabeza lo que a Kanon le pareció un amasijo de goma eva, purpurina dorada y pegamento.
- Hola, niña, yo soy el Gran Arkanon, mago legendario, y voy a asombrarte con...
- ¡Sí! ¡Ha venido la princesa Vanessa! ¡Vamos a jugar! -la niña tomó de la mano a la joven y se la llevó corriendo hasta la mesa de los dulces, ignorando olímpicamente a Kanon.
Pues qué maravilla. Otra tarde de mierda en Villacumple. Kanon se rascó la cabeza con su varita y preparó su atrezzo. Su número era minimalista pero espectacular, o eso le gustaba creer. A quince metros de él, la princesa había desplegado sus tarritos y pinceles y comenzaba a ensuciar con ellos las caras de aquellos insensatos, que se arremolinaban a su alrededor, tocando su peluca y su brillante vestido lleno de volantes y flores y coreando con voz aguda las canciones que ella les proponía.
Por lo menos, la tormenta les respetó hasta que los padres dieron por terminada la fiesta a última hora de la tarde y permitieron a los animadores marcharse, no sin antes agradecerles sus actuaciones; pero justo en el momento en que Kanon terminaba de cargar su maleta en el coche y estaba listo para marcharse, rompió a llover. Bueno, pensó, ni tan mal: en veinte minutos estaría en casa y podría jugar un rato con sus compañeros a algún videojuego antes de salir a tomar algo. Se despidió de los anfitriones con una cortés inclinación y emprendió su camino, con la música bien alta, hasta que un súbito descenso en la velocidad del vehículo le hizo notar que algo ocurría. Con cuidado, encendió las luces de emergencia y se detuvo en el arcén. Aquello no pintaba bien.
Insertó la llave en el contacto y la giró, pero el motor no hizo ningún ruido. Extrañado, probó de nuevo; esta vez, consiguió un pequeño maullido, pero nada más. Volvió a intentarlo, exasperado, sin éxito: el coche había decidido dejarle tirado en aquella carretera, a medio camino, un sábado por la noche. Fabuloso.
Sacó el teléfono móvil y trató de llamar a su hermano, pero le quedaba tan poca batería que el aparato se apagó en el primer intento. Mierda. Rebuscó en la guantera, pero el cargador que solía usar en el coche no estaba allí y ahora estaba pagando las consecuencias de no haber vencido la pereza que le había dado llevar el coche a la revisión cuando tocaba. Salió para colocar el triángulo de seguridad y volvió a entrar, empapado por la fuerza de la tormenta. Una perfecta noche de sábado, pensó, abandonado en mitad de la nada y sin poder comunicarse con Saga... Aquello comenzaba a parecerse demasiado a las películas de terror para adolescentes de las que tantas veces se habían reído cuando organizaban maratones de cine: solo faltaba una mansión siniestra al otro lado de la carretera a la que ir a pedir ayuda.
Un Smart biplaza pasó por su lado, tocando el claxon. El joven levantó el dedo medio, a pesar de que el conductor del otro coche no podría ver su gesto, echó la cabeza hacia atrás y respiró hondo, con las manos sobre el volante. No tenía más opciones que esperar hasta que la tormenta amainase e intentar arrancar el coche de nuevo, o quizá llegar caminando a una gasolinera para telefonear a su hermano desde allí. Cerró los ojos durante unos minutos, intentando decidir cuál de las dos era menos fastidiosa, hasta que escuchó el repiqueteo de unos nudillos en la ventanilla.
- ¿Quién mierdas...?
Al otro lado del cristal, una chica de cabello y ojos oscuros le miraba con curiosidad, resguardada por un paraguas rojo. Ante aquella agradable sorpresa, Kanon bajó la ventanilla y sonrió.
- Vaya, ¿eres de la ayuda en carretera? Esto es lo que yo llamaría un buen servicio...
- Anda, o sea que sabes ser simpático cuando te interesa... -dijo la chica, devolviéndole la sonrisa sarcásticamente.
Kanon reaccionó al escuchar su voz, boquiabierto:
- ¿Princesa pringada? ¿Eres tú?
- Ahora mismo, deberías llamarme "ángel de la guarda", mago mamón... ¿Necesitas que te lleve?
- Yo... Pues... La verdad es que sí... El coche me ha dejado tirado y mi móvil ha muerto...
- Vamos. Te acerco hasta la ciudad, anda -accedió ella, al tiempo que él abría la portezuela.
La chica le cubrió con su paraguas en tanto él sacaba su maleta de la parte de atrás del coche y ambos entraron en el pequeño biplaza de ella.
- Puedo dejarte en alguna estación de Metro para que vuelvas a casa desde ahí, ¿te parece bien?
- Estupendo... -se ajustó el cinturón y se secó la frente con la manga de la camisa.
Ella puso música y comenzó a tararear como si nada, mientras Kanon se dedicaba a observarla: sin su ropa de trabajo, la princesa era más bien una muñeca gótica, con un top negro bajo una camiseta de rejilla, minifalda de cuero, medias a juego con la camiseta y botas de hebillas. Su rostro lucía diferente, una vez limpio del maquillaje de purpurina y tonos rosas, enmarcado por dos coletas y un flequillo en pico que casi le cubría los brillantes ojos almendrados.
- No pareces la misma cuando no estás de servicio... -comentó él- Por cierto, gracias por ayudarme. Me llamo Kanon.
Ella le estrechó brevemente la mano, sin distraer la vista de la carretera, y siguió conduciendo.
- Yo soy Ruth. Supongo que los dos estamos mejor con nuestra ropa normal que con la de trabajo...
- Sabes que yo no habría parado por ti, ¿verdad?
- Ah, ¿no? En ese caso, aún estoy a tiempo de abrir la puerta y arrojarte al arcén... -rio ella.
Kanon suspiró. La verdad era que se había comportado como un capullo con ella desde el principio, pensó, pero a lo mejor aún podía arreglarlo: al fin y al cabo, ella le había ayudado a pesar de que él siempre la había tratado con condescendencia, cuando no directamente con desprecio. Por el momento, debía mantener una conversación agradable que no provocase tensión en el ambiente, así que fue dirigiéndola hacia temas banales: ambos estaban estudiando en la universidad y tenían gustos similares en cuanto a música y cine, pero Kanon odiaba las fiestas infantiles y, en cambio, Ruth se divertía como una niña más; de hecho, aspiraba a convertirse en maestra de inglés, porque le encantaba la compañía de los pequeños.
- Por cierto, Ruth, ¿por casualidad no tendrás un cargador para el móvil...?
- Sí, aquí mismo -indicó ella, rozándole las piernas con su brazo para abrir la guantera y ofreciéndole un cable que él se apresuró a conectar a su teléfono.
- Oye... -propuso él, cuando estaban a punto de llegar al Metro- ¿Me dejas compensarte por este favor?
- Sí, claro: puedes empezar tratándome con algo más de amabilidad en la próxima fiesta.
- Cuenta con ello, pero me refería a invitarte a tomar algo... Salvo que tengas planes, claro.
- ¿Ahora, dices?
- ¿Por qué no?
- ¿Porque estás hecho una sopa, quizá?
- ¡No lo estoy! Solo se me ha mojado un poco el pelo, pero ya está casi seco...
- Bueno, en ese caso acepto. Me apetece sushi.
- Pues sushi será, princesa Ruth...
Ruth cambió el rumbo hacia un centro comercial, donde podrían aparcar cómodamente, y Kanon aprovechó el trayecto para informar al servicio de emergencias de la ubicación de su coche y para avisar a Saga de que no llegaría a tiempo para la partida.
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