Ego te absolvo (y 6)
El escándalo estalló en la pequeña ciudad apenas seis meses después de la boda de Pal y Shaka, pero María, pese a vivir en la capital, se enteró de la historia con pelos y señales gracias a doña Carmen, que la llamaba cada día para darle los detalles escabrosos según iban saliendo a la luz. En un primer momento, la joven no quiso saber nada de cotilleos de altar y sotana que, en el fondo, no le importaban lo más mínimo, pero en cuanto escuchó el nombre del padre Aioros, la boca se le secó y el color huyó de sus mejillas. Apagó el reproductor, cerró la ventana y se sentó, con un mal presentimiento acerca de lo que iba a escuchar.
—No te haces una idea, hija: por lo visto, se lo estaba montando con una chica de aquí, aunque aún no he conseguido enterarme de su nombre...
—Mamá, que me da igual, no me importa la vida privada de ese señor —respondió María, tratando de no expresar alguna emoción indebida en su voz.
—¡Pero escúchame! Lo más gordo viene ahora: se dice que se lo hacía con ella cada vez que tenía ocasión: en las bodas, en las misas, en el parque como un adolescente sin casa propia... ¡Llevaban meses acostándose!
—¡Mamá! ¡Que no quiero que me cuentes estas mierdas!
Pero no había forma de librarse del ansia periodística de doña Carmen: cada novedad debía ser difundida a los cuatro vientos, lo cual incluía, por supuesto, a su hija. Durante dos semanas, la puso al corriente, contra su voluntad, de todos los entresijos de aquella novela en que parecía haberse convertido la historia del padre Aioros, antaño considerado un santo viviente y ahora reducido a comidilla de beatas.
—Hija, te prometo que de esta te salen canas, escúchame: ¡le han trasladado! El obispo se ha enterado y le ha sacado de la diócesis. No se sabe dónde le han destinado, pero se rumorea que ha vuelto a Atenas. Qué bochorno, y yo que le tenía por un ejemplo tan bueno para la juventud...
—Vale, mamá, te dejo, que se me quema el aceite...
María terminó de prepararse la cena y se sentó frente al televisor, sin prestarle atención. Comía con aire ausente, pensando en todo lo que su madre le había ido contando, como cada noche desde que el culebrón había comenzado. ¿Sería ella la chica de la historia? ¿O acaso el sacerdote tenía una relación estable con alguien de allí? Se reprochaba a sí misma haberse dejado llevar y, sobre todo, no haber parado de pensar en él desde entonces: en cada momento de descanso, se sorprendía preguntándose qué estaría haciendo, cómo habría transcurrido su infancia, qué clase de hombre sería si no hubiese escogido el sacerdocio o con qué aficiones llenaría sus horas libres. Durante meses, había luchado contra esa curiosidad, sabedora de que lo mejor era permitirle enfocarse en su relación con Dios y disfrutar ella misma, a su vez, de la vida que se había construido lejos del pacato influjo de su madre. Pero ahora... se había ido. Si de verdad estaba en Atenas, no volvería a verle nunca. Sabía que no podía exigirle nada; no eran más que dos personas que habían pasado un buen rato juntas, pero, aun así, tenía la sensación de que aquella página de su historia no había terminado de escribirse.
Sucedió un domingo de principios de marzo, tras una semana de nevadas tan intensas e inusuales que no había otro tema de conversación. María estaba desayunando en una cafetería con unos amigos, tras pasar toda la noche de fiesta, ataviada todavía con un ajustado vestido negro y unos zapatos altos del todo inadecuados para caminar por las avenidas heladas, cuando su móvil vibró para alertarla de la llegada de un mensaje.
—Eh, nena, es el tuyo.
—Voy —asintió, dando un sorbo a la taza de chocolate humeante.
—No hay churros más ricos que los de este sitio, ¿verdad?
—Ya te digo, el mejor remedio para la resaca... Oye, María, ¿estás bien?
—Sí... Es que no sé quién me ha escrito, no le tengo en mis contactos...
Un pequeño revuelo se organizó en torno a aquella novedad, que despertaba la curiosidad de los tres jóvenes que escondían sus ojeras tras grandes gafas de sol:
—¿Y qué dice?
—¿Te ha mandado una foto cerda?
—¡Yo quiero verla!
—¡No digáis gilipolleces! Solo dice: "Hola, ¿qué tal te va todo? ¿Sigues en la ciudad?"
—¿Y quién es?
—¡Acabo de decirte que no lo sé! Anda, bebe más chocolate, a ver si te despejas...
María se arrellanó en el asiento, cruzó las piernas y se ajustó la bufanda antes de teclear:
"Perdona, pero no sé quién eres y paso de hablar con desconocidos".
La pantalla se iluminó, indicando que su interlocutor estaba respondiendo. Sin embargo, debía de costarle encontrar las palabras adecuadas, porque pareció redactar su mensaje no menos de media docena de veces antes de enviarlo por fin:
"Soy Aioros, no sé si te acordarás de mí."
María se atragantó con el churro que estaba masticando y tosió con vehemencia hasta que el camarero le trajo un vaso de agua con el que consiguió aclararse la garganta. ¿Acordarse de él, en serio? ¿Qué iba a ser lo siguiente, algo como "coincidimos en la boda de tu hermana"?
—Nena, te tiembla la mano. ¿Estás bien?
—Eh... Sí, es que estoy agotada... Se nos ha ido la olla mucho esta noche...
—¿No vas a contestar?
—¿Es un tío? ¿Es guapo?
Sabía que no debía responderle, pero no podía evitarlo. Había pensado demasiado en él durante todos esos meses como para no alucinar con su mensaje. Tratando de aparentar normalidad ante sus compañeros de fiesta, escribió:
"Hola, padre."
"Estoy en la ciudad. ¿Crees que podría invitarte a un café?"
"No me parece buena idea. Se rumorean cosas y no quiero que nadie me señale."
"Lo comprendo, pero hay cosas que necesito contarte. Un café en un sitio público, no pido nada más que eso".
María reflexionó durante unos segundos. Tampoco es que le preocupase lo que los demás opinasen de ella, pero no le apetecía verse envuelta de nuevo en los asfixiantes cotilleos paletos que le habían amargado en su adolescencia. Demoró un par de minutos para decidirse antes de redactar:
"Está bien."
"¿Esta tarde, a las cinco, en el Café Central?"
"OK."
María llegó veinte minutos tarde, como siempre, y buscó al padre entre las mesas, sin éxito. Estaba a punto de marcharse, segura de que él se habría cansado de esperarla, cuando divisó en un rincón a un joven que, en pie junto a una silla, le hacía señas con el brazo levantado y una gran sonrisa.
—¿Padre Aioros? —preguntó al acercarse.
Había algo extraño en él, algo que no terminaba de ubicar, se dijo a sí misma, mirándole de arriba bajo, pero tardó todavía algunos segundos en darse cuenta de qué era: en vez de su habitual traje negro, llevaba un suéter de cuello cisne en color crudo, una americana tostada y unos ajustados vaqueros que ceñían sus musculosas piernas a la perfección. Era más hermoso que un ángel, pensó, y sin embargo había agitado a la pequeña comunidad como un sunami...
—Ahora soy simplemente Aioros, María —respondió, ofreciéndole asiento con un gesto.
La chica parpadeó, incrédula. Aquello no era lo que le habían contado. Pidió un café al camarero, que ya estaba revoloteando alrededor de ellos para tomar nota, y cruzó los brazos frente al pecho en actitud defensiva.
—Vaya jaleo se ha montado, ¿no? Mi madre lleva tres meses flipando... —comenzó, sin saber si era la mejor forma de romper el hielo, pero él se limitó a sonreír.
—No sé quién ni por qué dijo aquellas cosas, pero solo puedo agradecérselo. He dejado el sacerdocio y por fin soy yo mismo. Pensaba que me sentiría vacío y aterrorizado, pero ha sido todo lo contrario.
—¿Qué?
Aioros seguía sonriendo; era una sonrisa agridulce y profunda, que María no sabía cómo interpretar.
—Llevaba tiempo dándole vueltas a lo mismo, pero solo lo vi claro en la boda de tu hermana: había entrado en el seminario por agradar a mis padres y me dedicaba a hacerles lo mismo a otros, imponiéndoles obligaciones inventadas. Estaba reprimiendo a los demás del mismo modo en que me habían reprimido a mí...
—Pero parecía usted tan feliz en la misa y...
—Por favor, trátame de tú o tendré que tratarte yo de usted —pidió él, dirigiéndole una mirada llena de calidez—. No era feliz, María. Llevaba años yendo con la corriente, haciendo lo que se esperaba de mí. No es fácil ser el santo Aioros, el sacerdote ideal. Tú misma lo dijiste aquella noche: quería hacer lo mismo que vosotros. Pero mis inquietudes no importaban; todo el mundo tenía expectativas sobre mí.
—Imagino que no era fácil... —dijo María al tiempo que agradecía con un gesto al camarero, que acababa de servirle su consumición.
—No, no lo era, pero estaba acostumbrado y resignado. De vez en cuando, miraba a alguien con deseo. Sentía... la llamada de mi cuerpo. Pero eso estaba mal. Recordaba mis años en el seminario, cuando todavía tenía citas, y añoraba esa cercanía física. Algunos domingos, en misa, alguien me resultaba más interesante de la cuenta y pasaba a ocupar mis fantasías durante unos días. Cuando viajaba para asistir a encuentros formativos, a veces acababa en la cama con un desconocido, pero jamás me permití sentir nada. Yo tenía que ser el perfecto padre Aioros, ¿comprendes? Aunque mi fe ya no fuese más que una fachada.
La joven asintió, con una tristeza creciente en el corazón: Aioros había sido prisionero de aquel ambiente del mismo modo que ella, solo que había tardado muchos más años en reunir el coraje para salir de allí.
—Tú, en cambio, eras tan libre... Tu madre siempre estaba contándome tus correrías y todos los disgustos que le dabas. Creo que fue así, a través de ella, como empecé a enamorarme de ti. Para mí, representabas la capacidad de reinventarte, de ignorar el "qué dirán".
Un nudo se formó en la garganta de María. ¿Enamorarse...? ¿De qué estaba hablando? Abrió la boca para replicar, pero él continuó, entusiasmado:
—¡Viajabas, entrabas y salías, tenías un novio nuevo cada mes y cambiabas de trabajo y de casa cada vez que se te antojaba! Resolvías tus problemas y lo que para tu madre era un desastre, para mí era la crónica de la felicidad y la fuerza en estado puro. Pensaba en ti a cada momento, intentaba recrearte en mi memoria... Y cuando te vi en la iglesia, tan linda y sonriente, supe que estaba perdido. Me di cuenta de que yo te gustaba y me sentí al borde del abismo. Tenía claro que no podía decirte cómo me sentía, porque pensarías que estaba como una cabra, así que opté por un acercamiento más... sexual. Creí que aquello me bastaría para desmitificarte y quizá olvidarte, o al menos, para continuar aguantando unos meses, pero me equivoqué. Besarte y tocarte fue lo más alucinante que me había pasado en la vida, y me di cuenta de que era porque no se trataba solo del sexo.
—Aioros, todo esto que estás diciendo es muy bonito, pero no tiene sentido...
—Por favor, déjame terminar —pidió él, posando la mano sobre la de ella. Su tacto era cálido y firme y María se estremeció levemente al recordar cómo aquellos dedos la habían acariciado en otras ocasiones—. Me volví un poco loco intentando no pensar en ti e imitando la vida que tu madre decía que llevabas: me escapaba a otras ciudades para salir con gente, pero nada me llenaba. No era sexo rápido lo que buscaba, sino la sensación de tener cerca a alguien parecido a mí... Por eso llevaba un preservativo encima cuando viniste aquel día a la iglesia: estaba perdido en una espiral de rollos casuales para sacarte de mi cabeza... Y no funcionaba.
—Insisto, no sé por qué me dices esto ahora —musitó ella, al tiempo que retiraba la mano. Aquello era más de lo que esperaba escuchar—. Creo que simplemente estás deslumbrado por todas las batallitas que te ha contado mi madre; en el fondo, mi vida es de lo más convencional: voy a trabajar cada día, salgo los fines de semana, limpio la casa y cocino. No soy ninguna heroína de la farra ni nada por el estilo. Tú llevas tiempo sin ver el mundo exterior, es normal que te llame la atención...
—He dejado el sacerdocio porque quiero tener una vida de verdad. He alquilado una habitación cerca del puerto y he encontrado trabajo como profesor en una academia de idiomas. Quiero experimentar todo lo que me ha sido vetado, María. Empezando por ti. Por favor, déjame conocerte. No te estoy pidiendo nada salvo que seamos amigos, por el momento... sin sexo, solo dos personas que se abren una a la otra.
La chica notó un peso en el pecho ante aquella confesión tan vehemente y descarnada. Los sentimientos se arremolinaban, desordenados, en su interior, ahogándola con su intensidad. Aioros parecía honesto, pero ¿qué garantía tenía ella de que él entendiese de verdad todas esas emociones que nunca había vivido? ¿No corría el riesgo de que la utilizase como guía y después la dejase a un lado?
—Es cierto que me gustas, Aioros, y que he estado pensando en ti todo este tiempo. Comenzaste a atraerme por tu físico y porque representabas algo prohibido. Pero, a diferencia de ti, yo aún no sé nada sobre tu personalidad, salvo lo que se decía: que eras un santo, que solo pensabas en acercar a tu congregación a Dios. El pastor inmaculado... No quiero ser tu salvavidas para integrarte en el mundo laico y que luego pases de mí —respondió, con total franqueza.
Aioros dio un trago a su café, ganando unos segundos para reflexionar. María no pudo evitar perderse en el azul de sus ojos y en el sensual gesto de su lengua al lamerse el labio superior. No solo era atractivo, también resultaba bastante más directo y sencillo que cualquier hombre con el que hubiese tratado jamás. ¿Inocencia, quizás? ¿O simple sinceridad?
—Tu recelo es comprensible. Lo que te estoy pidiendo es que me des la oportunidad de mostrarte el hombre que soy y el que puedo llegar a ser, ahora que no estoy escondido bajo una sotana... Y que me permitas enamorarme de la mujer que eres y no de la que tu madre habla.
Ella disolvió un sobre de azúcar en el café, agitándolo con la cucharilla y tratando de concentrarse en el rítmico tintineo. Aioros estaba abriéndose a ella y pidiendo algo muy concreto. Ahora, debía decidir si se arriesgaba a hacer un hueco en su vida al hombre, no al sacerdote, luchando contra el rechazo de los demás y contra sus propios temores.
—No seríamos el cura perfecto y la chica rebelde, sino solo Aioros y María... —murmuró, con la mirada fija en las manos de ambos, cuyos dedos se habían entrelazado como dotados de voluntad propia.
—Exacto: María y Aioros, sin más. Viviendo en el presente, sin etiquetas ni ataduras, salvo las que nosotros queramos imponernos. ¿Qué me dices?
—Suena como unos votos...
—Bueno, no era mi intención, pero ahora que lo dices...
La joven no contestó. En su lugar, se levantó con tanto ímpetu que volcó su taza y asió el cuello del jersey de Aioros para besarle en los labios, sin advertir el pequeño lago de café que se extendía por la mesa y comenzaba a derramarse por un lateral.
—Ego te absolvo, Aioros. Sin culpas ni miedos, los dos juntos.
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