Ego te absolvo (5)
Tres semanas después de la celebración, María volvió a la ciudad para pasar el fin de semana en casa de su madre, que había invitado a comer a la familia al completo el domingo para que los recién casados tuviesen ocasión de contarles qué tal les había ido la luna de miel por India, mostrarles fotografías hasta aburrirles y entregarles regalos y recuerdos.
—Mamá, déjame ayudarte con el cordero... No te va a dar tiempo a todo y yo tengo que coger el tren a las cinco sí o sí, que mañana trabajo...
—Puedo sola, como siempre. Mejor date una ducha y vete a misa, anda... —replicó la señora, afanándose entre platos tan repletos que alguien que no la conociese pensaría que estaba preparando otra boda.
—¿A misa...? ¿Qué dices, mamá? ¡Como me meta en la iglesia te juro que me quedo sobada!
— No te va a pasar nada por darme ese gusto una vez, y no te quedarás sobada, como dices tú, porque oficia el padre Aioros. Él entiende a la gente de tu edad.
La joven tragó saliva, esperando no haberse ruborizado ante la mención de aquel nombre. Ella jamás iba a misa salvo que hubiese algo que conmemorar, seguro que él pensaría cualquier cosa rara si la veía aparecer por allí...
—No es una buena idea. Ayer salí y no creo que a tu Dios le mole que me plante en su templo con resaca...
—¿Y si dejas de decir tonterías un rato y te quitas el pijama? Te quiero en la iglesia en veinte minutos. Y aprovecha para confesarte, que no lo haces desde la confirmación...
—¡Joder, mamá...! —rezongó ella, haciéndose la remolona.
—¡Ni joder, ni "jodar"! ¡Ahora mismo te metes en la ducha y te preparas! —la señora zanjó la discusión con un empellón y cerró la puerta de la cocina a sus espaldas.
María bufó, preocupada, pero no quería disgustar a su madre, que realmente creía en aquellas cosas, y además sentía cierta curiosidad por volver a ver al padre Aioros. De acuerdo: iría, pero sin arreglarse, y se sentaría en la última fila. No había necesidad de llamar la atención.
La pesada puerta del templo rechinó sobre sus goznes cuando la joven la abrió diez minutos más tarde del inicio de la misa, escabulléndose con discreción hasta el banco más próximo para tomar asiento, un tanto encogida. Intentaba pasar inadvertida, con un liviano vestido camisero y un bolero, todo en tonos neutros, pero el sacerdote fue consciente de su llegada desde el primer momento. María elevó el rostro hacia él cuando escuchó su voz tras santiguarse, tan seductora como siempre le había parecido, y sintió el mismo escalofrío que se había propagado por su columna cuando él la tocó por primera vez en la fiesta.
Maldito, maldito padre Aioros, con su aire de mártir impecable y sus maneras candentes. Arrebujada en su asiento, no podía evitar rememorar el apasionado encuentro que habían disfrutado juntos y las preguntas de su madre al verla usar fulares en pleno verano para tapar las dentelladas que había repartido por su cuello aquel hombre santo. ¿Pensaría él en ella también...? ¿Recordaría en la soledad de su dormitorio todo lo que habían vivido esa noche? Sin darse cuenta, suspiró justo cuando todos guardaban silencio, recibiendo miradas del resto de la fila que ignoró como mejor pudo.
El resto de la misa, por fortuna para ella, transcurrió con normalidad. Se levantaba y sentaba mecánicamente con los demás asistentes, persignándose, rezando y cantando como se esperaba de ella, pero con la mente puesta en el atractivo sacerdote que tenía ante sus ojos. Como un autómata, se colocó en la larga fila para comulgar -otro éxito del padre, cuya capacidad de convocatoria comenzaba a granjearle cierta fama entre sus propios compañeros- y expuso las palmas hacia arriba para recibir el cuerpo de Cristo.
Ahora estaba frente a él y podía observar sus vivaces ojos. Notaba a la perfección el calor que le hacía arder los pómulos, mezcla de vergüenza y deseo, veía los dedos del hombre acercándose a cámara lenta para entregarle la sagrada forma... Pero no fue en sus manos donde la depositó, sino entre sus labios, sorprendiéndola con su gesto y con la tenue pero elocuente sonrisa que lo acompañó.
—El cuerpo de Cristo.
—Amén.
María se retiró con la cabeza baja y volvió a su asiento, mientras la oblea se deshacía en su boca y le traía a la mente el mismo sabor que aquella gominola tres semanas antes. Qué mal había hecho en obedecer a su madre, se dijo a sí misma, en vez de quedarse en casa en pijama haciendo el vago.
El sacerdote puso fin a la eucaristía tras bendecir a todos los presentes y recogió los utensilios que había empleado para darles la comunión antes de abandonar la nave por una estrecha puerta lateral. María se levantó y se colgó el bolso del hombro, observando con cierta curiosidad a la media docena de fieles que se estaban sentando en la tercera fila, la más cercana al confesonario. El sacramento de la reconciliación siempre le había resultado artificial y ajeno, una imposición estúpida en la que no confiaba, y aun así había personas -como su madre- para cuyos espíritus era un bálsamo, pensó, dirigiéndose a la salida justo en el momento en que el padre reaparecía para entrar en el amplio habitáculo, considerado la joya de la parroquia por su antigüedad y la profusión de detalles con que estaba decorado.
La joven, que ya se acercaba al portón, se detuvo en seco al escuchar el susurro del primer sujeto arrodillado frente a la celosía; ininteligible, pero inequívoco: "Ave María Purísima". Una idea absurda cruzó por su cabeza, una idea que la hizo volver y sentarse al final del banco, junto a un señor de unos setenta años que pasaba en silencio las páginas de un gastado libro de oraciones a la espera de su turno. María cruzó las piernas y sacó su teléfono móvil, abrió una aplicación de lectura online y escogió una novela con la que pasar el rato hasta que todas las personas que la precedían se marcharon tras depositar sus cargas sobre los anchos hombros del sacerdote.
—Ave María Purísima —murmuró, genuflexa en el reclinatorio en posición de oración, con las manos entrelazadas sobre la pequeña repisa.
—Sin pecado concebida —se oyó al otro lado de la celosía.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —acompañó sus palabras persignándose con un movimiento automático.
—Bendita seas, hija mía.
—Señor, tú lo sabes todo, sabes que te amo —murmuró, maravillada ante el modo en que su cerebro guardaba aún la memoria de aquellas absurdas palabras, tantas veces repetidas en sus aborrecidos tiempos de catequesis—. Hace años de mi última confesión.
Calló durante casi un minuto, dudando de si debía seguir adelante con aquella peculiar dinámica, morbosa y prohibida, pero la voz masculina la urgió a continuar:
—Puedes hablar, hija. Dios recibe con amor a quienes vuelven a su lado.
—Padre, me acuso de haber pecado... contra el sexto mandamiento.
Ya estaba, lo había dicho; no tenía sentido andarse con rodeos, total, ¿qué iba a hacer? ¿Excomulgarla?
—¿Cuántas veces, hija mía? ¿Te arrepientes?
La chica enarcó una ceja ante el casi imperceptible retazo de expectación que acababa de captar en el tono del hombre. Así que ambos jugaban al mismo juego... Se felicitó a sí misma por su osadía, preguntándose quién de los dos se rajaría primero.
—En realidad, no; no me arrepiento. Fue muy placentero, padre. El chico con quien estuve era tan... caliente y experto... —enumeró, paladeando cada palabra.
Al otro lado de la celosía, se oyó el inconfundible ruido de alguien tragando saliva. Así que el hombre casto también se estaba excitando...
—¿Cómo sucedió, hija?
—Fue en una fiesta, padre. En una boda. Era el más guapo de todos los invitados, pero jamás me habría imaginado que sucedería algo así... He soñado con él muchas noches desde entonces...
—¿Sueños impuros?
—Muy impuros, hasta el punto de despertar mojada...
—¿Y te tocas después?
—Por supuesto, imitando el modo en que él me... me acariciaba, padre.
—Hija, la masturbación no es una necesidad, sino un pecado. Dios puso ese deseo en nosotros para entregarlo solo a nuestro cónyuge con el fin de engendrar hijos. Quiero que me des todos los detalles; es necesario para imponerte una penitencia... Ya sabes que el placer que se obtiene así no agrada al Señor.
La petición hizo sonreír a la chica; desde luego, el cura no tenía un pelo de ingenuo... Ahí estaba de nuevo el Aioros dominante y perverso que había tenido ocasión de conocer en el convite. Entornó los párpados, intentando distinguir algo a través de las tablillas perforadas que los separaban, pero era imposible. Estaban completamente solos en la amplia nave del edificio, dando rienda suelta a algo que no debería estar pasando, en una especie de partida demasiado estimulante como para interrumpirla. Con un suspiro, descruzó las manos y las deslizó por su garganta, bajando hasta los pechos y acariciándolos por encima de la tela del vestido.
—Pues... despierto con las rodillas apretadas una contra la otra, húmeda, acalorada... y todavía en duermevela, suelo tocarme el pecho con una mano y usar la otra entre las piernas, padre... trato de recordar qué me hacía en el sueño, pero me cuesta y termino por imaginar que está detrás de mí, metiéndome mano...
—Hija... —era innegable: ese ligero temblor delataba el estado del sacerdote y la animaba a continuar.
—Hubo muchas cosas que no hicimos esa noche, padre. Me quedé con las ganas de saborear a aquel hombre, de disfrutarle con calma. Pero sé que eso jamás volverá a suceder... —le desafió, con la entonación más provocativa posible.
—Sigue tocándote, hija. Muéstrame cómo te das placer —exigió la voz.
—Sí, padre...
Desechando su último atisbo de pudor y espoleada por la perspectiva de ser observada por él en un lugar sagrado, María dejó que los dedos de su mano derecha viajasen por su vientre y separó los muslos para dibujar pequeños círculos por su cara interna, ronroneando en una voz tan queda que al propio sacerdote le costaba escucharla. No obstante, ella sí percibió con toda claridad un sonido que le arrancó un gemido: el de una cremallera abriéndose. Ah, ahora tenía la certeza: no era la única que estaba masturbándose allí. Aquel descubrimiento terminó de ayudarla a desabotonarse el vestido y sacar sus pechos de las copas del sujetador para sobarlos ante la velada y oscura mirada de aquel hombre, que se esforzaba en no perder detalle tras la celosía. La chica siguió acariciándose y pellizcándose los pezones hasta que estuvieron completamente duros y volvió a descender para colar dos dedos entre sus labios.
—Al final sí que vas a mandarme al infierno... —musitó él, con un jadeo.
—Padre...
—No puedo aguantar más, entra aquí —ordenó, abriendo la puerta del confesonario y extendiendo un brazo para urgirla a obedecer.
María miró a ambos lados, como si quisiera cerciorarse de que de verdad se nadie les espiaba, y se levantó, cubriéndose el pecho con los brazos. Agachada, se adentró en el habitáculo de madera, aspirando su aroma antiguo y parpadeando hasta que se habituó a la penumbra que impregnaba su interior. El padre Aioros estaba sentado en un angosto banco, con el pantalón desabrochado y su miembro erecto expuesto, escrutándola con una expresión ávida en el rostro. Era tan guapo que costaba creerlo, pensó ella, memorizando cada detalle: el cabello revuelto, el gesto anhelante, el pecho roqueño y aquella erección que apuntaba al techo, rematada en su extremo por un par de gotas de apariencia cristalina y deliciosa.
Ella no dijo una sola palabra: se arrodilló ante él sin perder un segundo, apresó su pene en su mano derecha y se mojó los labios para deslizarlos por el glande, empapándolo y presionándolo con la lengua hasta que escuchó el primer suspiro y sintió la caricia del sacerdote en su nuca.
—Ah... María... Es tan bueno...
Ella continuó usando su boca para complacerle, en completo silencio: ensalivó el tronco hasta la base, regalándole mordiscos en el pubis, volvió a subir dibujando el contorno con los dientes y, finalmente, inició una secuencia de vaivén tan profunda como era capaz, encantada con los gruñidos de placer que él emitía a cambio. El lugar era tan incómodo como se esperaba de un espacio diseñado para la contrición, pensó, sufriendo el severo tacto de la madera contra sus rodillas desnudas, pero la situación la excitaba de tal modo que detenerse no entraba en sus planes. No, al menos, hasta que él le posó ambas manos en las mejillas para fijar en ella sus ojos.
—Me siento más... a gusto, si soy yo quien te da placer...
La joven sonrió tras escuchar aquella afirmación y se incorporó para sentarse a horcajadas sobre él, no sin antes quitarse la ropa interior, que arrojó sin cuidado a un rincón. Las manos del hombre enseguida rodearon sus nalgas, clavando en ellas las uñas y ayudándola a moverse sobre su turgente erección.
—Vaya, padre, no pierde usted el tiempo...
—No tenemos mucho, en veinte minutos he de volver a oficiar... —admitió él, sacando con dificultad un pequeño envoltorio metalizado de su pantalón.
—¿Hoy sí tiene condones, padre? —rio ella, sorprendida y divertida.
—Lo llevo conmigo desde el día después de la boda, por si volvía a verte...
—Me lo tomaré como un cumplido...
Un ademán resuelto arrebató el sobre de manos del cura, que enseguida estuvo enfundado y listo para proseguir. Ahora, María, con los párpados entornados y el labio entre los dientes, descendía despacio, gozando de la sensación de tenerle atrapado en su interior, mientras él se limitaba a mirarla, con el rostro crispado de deseo.
—Padre, va usted derechito al infierno —ironizó, con una sonrisa pérfida.
—Pero tú te vienes conmigo, pecadora... —respondió él, enterrando la cara en sus pechos para llenarlos de besos.
Conscientes de que el tiempo transcurría con rapidez, se esforzaron en acoplarse el uno al otro hasta dar con una cadencia adecuada para ambos, dejando que sus gemidos fuesen en aumento. El ambiente era caluroso, húmedo, casi asfixiante dada la escasa circulación de aire entre las paredes de madera, pero ellos seguían moviéndose, buscando maximizar el roce de sus cuerpos y gozando de aquel juego blasfemo.
—Estamos... profanando la casa de Dios —musitó ella, con evidente satisfacción.
—No digas... ¡Joder...!
La réplica del sacerdote se vio sofocada por su propio orgasmo. Con el rostro enrojecido por la vergüenza de haber terminado antes que ella y los dedos hundidos en sus glúteos, la apretó contra su cadera, exhalando un jadeo más propio de un animal que de un ser civilizado.
—Mierda, no he podido aguantar...
—No se preocupe, padre —respondió María—; su lengua es más que suficiente...
Él sonrió y acató la petición encubierta, ayudándola a sentarse en el minúsculo taburete y arrodillándose del mismo modo en que ella lo había hecho poco antes, dispuesto a arrancarle tantos gemidos como pudiese. Tras unos cuantos besos y suaves tirones en los labios, el sacerdote centró su atención en el clítoris de la joven, que agradeció aquel contacto con un ronroneo, arqueando el torso y asiendo los bordes del asiento.
—No pare, padre... Quiero... Necesito correrme... —imploró con voz ahogada, levantando la cadera al encuentro de su lengua.
—Y yo solo quiero oírlo...
María cerró los ojos, dejando que el mundo se disolviese a su alrededor; nada existía salvo ellos dos, escondidos y apurando cada segundo: un hombre haciendo disfrutar a una mujer que se retorcía, con la cabeza hacia atrás y el vientre contraído, en la antesala de un orgasmo que, sin remedio, la obligó a reprimir sus ansias de gritar y a secarse los ojos con el dorso de la mano para no llorar de placer.
—Padre, es usted increíble con la boca...
El hombre se relamió viciosamente, pero enseguida su expresión cambio; la asió por las muñecas y tiró de ella hasta hacerla sentarse sobre su regazo, en el suelo. Con un fuerte suspiro, la abrazó contra su pecho en silencio, respirando con la nariz enterrada en su melena, y le besó la frente.
—Ojalá pudieras quedarte.
María se sobresaltó al escuchar esas tres inesperadas palabras. El sacerdote elevó el rostro y sus miradas se cruzaron, carentes de la lujuria que las había impregnado unos instantes antes. Parecía como si él fuese a volver a hablar, pero ella se lo impidió, abotonándose el vestido con agilidad y alisándose la falda alrededor de las caderas.
—Pero no puedo, padre. Ni debo.
—En ese caso, ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris...
—Adios, padre —masculló mientras salía del confesonario tras una última ojeada.
A paso rápido, casi corriendo, abandonó la iglesia para volver a casa de su madre, que no perdió la ocasión de interrogarla acerca de su tardanza.
—¿Ves qué bien viene confesarse? ¿A que te has quedado nueva? ¡Es que el padre Aioros es increíble!
—Sí, mamá, increíble —respondió antes de encerrarse en su habitación.
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