Ego te absolvo (4)
Tal como el sacerdote había intuido, Afrodita ya miraba a su alrededor en busca de la hermana de la novia, escudriñando los rostros de la multitud que se había levantado de sus mesas para bailar en torno a la feliz pareja.
—¡Eh, María! ¡Ven con nosotros! —gritó alegremente, agitando el brazo en su dirección para hacerse ver.
—¡Hola, Afrodita! —respondió ella, con una sonrisa— Mi madre ha caído en combate, así que, técnicamente, soy libre para divertirme un rato...
—Pues yo soy el indicado para hacer que lo pases como nunca, mi dama —una anticuada reverencia acompañó las palabras del joven, haciéndola reír.
La chica le ofreció la mano y se mezcló con los demás en la pista, en el mismo momento en que el cura volvía a sentarse en la mesa presidencial, que había quedado casi desierta. Dejando que Afrodita marcase el paso, María pudo comprobar que, además de ser muy atractivo, tenía un gran talento para la danza y era capaz de llevarla como si no supusiera esfuerzo alguno. ¡Y pensar que su hermana y su cuñado habían necesitado meses de entrenamiento para alcanzar siquiera la mitad de su nivel...! Rodeada por los amigos del novio y bailando con aquel chico de intensos ojos celestes, olvidó durante un rato el singular escarceo que había tenido lugar en la sala contigua, hasta que una vibración a la altura de su cadera la distrajo. Con una mueca de fastidio, posó la mano en el pecho de su acompañante para detener el baile y miró el teléfono móvil que llevaba en bandolera, pendiente de un grueso cordón plateado. ¿Qué mierda era aquello? ¿Un mensaje de... su madre?
"Así que prefieres a ese crío, después de todo..."
Se volvió, desconcertada. ¿Qué estaba pasando? Miró hacia la mesa, pero doña Carmen continuaba dormitando felizmente, cubierta por un mantón de Manila que María reconoció como propiedad de la tía Eloísa. ¿Y el sacerdote...? ¿Sería sinvergüenza? ¿Dónde estaba?
La siguiente vibración la hizo sonrojarse y componer un gesto tan cómico que Afrodita se acercó para comprobar que todo estaba bien.
—No te preocupes, no es nada importante, pero tengo que contestar —disimuló, sentándose en una de las sillas libres mientras él se reunía con sus amigos para darle privacidad.
Aquello era increíble, pensó, mordiéndose el labio: el mensaje que acababa de llegar era una foto, y no una foto cualquiera, sino una de un torso masculino desnudo, enmarcado por una camisa negra abierta a ambos lados. ¡Joder! El padre Aioros estaba hecho de puro mármol travertino, no había discusión posible, y el mismísimo Miguel Ángel se había molestado en esculpirle unos pectorales rotundos y unos abdominales tan marcados que podría trabajar como estríper, si se lo propusiera. O como ladrón de guante blanco, teniendo en cuenta que había "tomado prestado" el teléfono de la madre de la novia para mandarle aquellos mensajes desde quién sabía dónde...
Una tercera alerta apareció en la pantalla.
"¿Quieres ver más?"
Con las mejillas ardiendo de nuevo, dio la vuelta al teléfono, dejando la pantalla contra la mesa. Aquello estaba mal, muy mal. Si doña Carmen se enteraba de que había estado tonteando de aquella forma con el sacerdote que tanto admiraba, montaría un pollo insoportable. Pero aquellos músculos... Sin poder resistirse, desbloqueó el aparato y volvió a abrir el chat de su madre, en el cual ya no había espacio para las típicas preguntas sobre el día a día, sino toda una serie de fotos a cual más caliente: el abdomen del padre y sus oblicuos bien definidos; de nuevo el tronco, con un fuerte brazo cruzándolo; los labios húmedos y aquella mandíbula rotunda, y, por fin, el pantalón, con el cinturón desabrochado.
"Estoy en el cuarto de baño de mujeres. Te esperaré solo durante quince minutos, así que líbrate del niñato ya."
María cerró los ojos y se frotó los párpados, intentando que su sentido común prevaleciese sobre el deseo casi animal que aquel hombre provocaba en ella, pero era inútil. Resopló, molesta por su propia vulnerabilidad, y se levantó, buscando a Afrodita.
—Voy al aseo, os veo en un rato.
—¡Claro, aquí estaremos! ¡No tardes!
El lujoso cuarto de baño aún conservaba la exquisita grifería dorada con incrustaciones de esmalte verde, a juego con los detalles de las baldosas, que había sido el orgullo de aquel hotel en los viejos tiempos. María pasó un dedo distraídamente por la pulida superficie de la encimera, tratando de calmar su respiración acelerada y decidiendo si recuperar la sensatez a última hora era una opción todavía. Con cierta torpeza debida al temblor que se adueñaba de sus dedos, asió el teléfono y tecleó:
"¿Dónde está?"
"Segundo cubículo."
La joven apoyó la palma en la puerta y la empujó con suavidad, asomándose al interior del compartimento. Enseguida, una mano grande y viril tomó su antebrazo y tiró hasta que ambos estuvieron escondidos juntos. María apenas tuvo unos segundos para morderse el labio al contemplar aquel cuerpo cincelado a la perfección, antes de que el sacerdote la aprisionase contra la pared:
—O sea, que es verdad que prefieres los hombres... —se jactó el sacerdote.
—Espero poder demostrárselo ahora... —replicó ella, con un descaro que contradecía el rubor que cubría su rostro.
—Eres una impúdica y estoy deseando castigarte como mereces...
—¿Lo dice el presunto hombre de Dios que ha emborrachado a mi madre y le ha robado el móvil para mandarme un pack...?
El padre Aioros la miró como si pudiese leer en su interior, con una mezcla de severidad y anhelo que la hizo estremecerse, y la besó de una forma tan pasional que María sintió una corriente de placer recorriéndola desde la nunca hasta las rodillas.
—Te deseo desde hace tiempo. He luchado contra esto, pero mi instinto es más fuerte que mi razón —susurró, sin liberar su boca más que para respirar.
Ella iba a responder, pero él se adelantó, volteándola para dejarla de cara contra las baldosas y subiéndole la falda hasta la cintura.
—¡Padre...! ¿Qué...?
—Quiero un recuerdo de esta noche. ¿Qué tal esto...? —preguntó, bajándole las bragas y quitándoselas para guardarlas en el bolsillo de su pantalón.
La joven cerró los ojos, avergonzada: la única ropa interior que podía usar bajo el finísimo satén cobalto sin que se marcase era un sencillo tanga de microfibra sin costuras, nada sexy ni provocativo, y ahora se arrepentía de no haber metido en el bolso algo más adecuado para lo que iba a ocurrir. Sin embargo, aquello no parecía preocupar al sacerdote, que se arrodilló tras ella, acariciándole los muslos y mordiéndole los glúteos con tal maestría que su piel se erizó y sus tobillos se separaron involuntariamente.
—Eso es, mi pequeña pecadora, abre bien las piernas —masculló, antes de comenzar a lamer una y otra vez el sexo de la joven, que se presentaba caliente y húmedo ante él.
—Ah, padre... —gimió ella, echando la cadera atrás para ofrecerse más a aquellos labios que resultaban bastante más expertos de lo que ella habría imaginado.
El hombre sonrió, orgulloso de sí mismo, probando diferentes ritmos y lugares hasta encontrar el preferido de ella y extrayendo su propio miembro del pantalón para darse placer, sin detener el aleteo de su lengua sobre el pequeño montículo de carne que parecía temblar con sus atenciones.
—Llevo toda la cena con la polla dura por ti, ¿lo sabías? Imaginando tu sabor, tu aroma... —confesó, dirigiendo la mano libre hacia los pechos de la joven, que manoseó tras tirar del escote del vestido para liberarlos— Y ahora, por fin, voy a saber cómo suenas al correrte con mi boca en tu coño...
María sintió la sangre batiendo violentamente en sus mejillas ante el inconmensurable descaro del sacerdote, a quien siempre había considerado poco menos que un ser asexual, y asintió en silencio, apartando aún más las rodillas. No conseguía poner en pie la secuencia de cómo habían llegado a aquella situación, pero a esas alturas, le daba lo mismo: no quería otra cosa que gozar con él, para él, encerrada en el cuarto de baño mientras su hermana celebraba su boda y su madre dormía la cogorza en el salón.
—Padre... como siga haciendo eso...
—No puedo parar de comerte, necesito oírte disfrutar, joder...
A pesar de la incómoda postura, el hombre no dejaba de procurarle placer, obsesionado con la morbidez de la piel color caramelo de la chica y con el modo en que ahogaba sus gemidos clavándose los dientes en los nudillos hasta dejarlos marcados.
—No puedo.... Ah.... Mierda, sí... Justo así, por favor, no pare... ¡Dios! ¡Oh, Dios mío! —gritó ella, arqueando la espalda al llegar al orgasmo.
—Grita, sí, grita para mí...
Incapaz de reprimirse, ella sintió cómo su vientre se abrasaba, palpitando con frenesí en una sacudida tras otra, tan deliciosas e intensas que ni siquiera percibía el frío de los azulejos contra el torso, hasta que consiguió relajarse un tanto. Su respiración apenas comenzaba a volver a la normalidad cuando notó los brazos del sacerdote en torno a su cintura y sus carnosos labios sobre el cuello.
—Creo que me he ganado el derecho a follar contigo, ¿no crees, preciosa? —se postuló, mientras le mordisqueaba la nuca y el hombro.
—Me muero de ganas, padre... —sonrió, entregada y dócil.
—Dame un condón, anda.
La joven parpadeó, aterrizando de repente en la realidad.
—¿Un...? No tengo ninguno...
—En tu bolso, ¿no has traído?
—Pues no. No contaba con liarme con nadie, la verdad. ¿Y usted?
—¡María! ¿Por quién me tomas? ¡Soy un hombre de Dios!
Una carcajada salió de la boca de ella, genuinamente divertida con aquella coyuntura: el hombre de Dios iba a quedarse con las ganas de follar con ella por un mísero condón...
—Bueno, padre, no se preocupe... Hay otras cosas que podemos hacer... —dijo, zalamera, tratando de girarse para complacerle.
—Ah, ya veo por dónde vas, malvada...
El sacerdote esbozó una sonrisa cómplice en respuesta a la sugerencia. Con un gesto resuelto, impidió que se volviese y deslizó su erección, turgente y húmeda gracias al líquido preseminal que había ido goteando desde el comienzo de su encuentro, entre sus hinchados labios vaginales, moviendo la cadera adelante y atrás y entrelazando sus dedos con los de ella para inmovilizarla.
—Mmmh... Ah, sí, qué bueno...
—A mí también me gusta, preciosa...
El hombre iba con cuidado de no penetrarla inadvertidamente, en un demorado vaivén que hacía gemir a ambos, hasta que, con un ademán impaciente, la sujetó por el cabello, girándole la cabeza para poder besarla con tal avidez que ella exhaló un pequeño jadeo de dolor.
—Lo siento... Me está costando controlarme... Será mejor que lo dejemos.
Sin responder, ella pugnó hasta liberar su mano derecha y la metió entre sus piernas, presionando el glande contra su clítoris para simular con más fidelidad la sensación de un coito. El cura jadeaba en su oído, con aquella voz grave que la derretía en cada homilía, y su pene estaba tan duro que también ella comenzaba a sentir la urgencia de tenerlo dentro de sí, aunque fuese por unos momentos; y, sin embargo, sabía que no debía: si estaba con ella ahora de ese modo, ¿qué le impedía pensar que lo hacía con todos en la diócesis, o que tenía mil enfermedades? Tenía que ser sensata y no cagarla todavía más de lo que la estaba cagando ya...
—No se controle...
Traicionada por su boca por segunda vez en lo que iba de noche, soltó el miembro del sacerdote para escupirse en la palma, volvió a asirlo y lo apuntó a su entrada trasera, al tiempo que le dirigía una mirada implorante cuya intención él tardó unos segundos en comprender.
—¿Es eso lo que quieres...? —preguntó, dubitativo.
—Sí, padre. Quiero que me de por el culo.
—Vaya, parece que vas con todo... Pero no seré yo quien se niegue... —concordó él, tomándola por la cadera con una mano para encontrar el ángulo adecuado y besándola de nuevo.
Ahora, el silencio llenaba el diminuto compartimento, solo quebrado por algún gruñido sofocado, mientras él repartía la saliva sobre su erección y comenzaba a empujar despacio, atento a cualquier posible signo de dolor por parte de ella.
—Poco a poco...
—Tenemos toda la noche, no quiero hacerte daño...
Fueron precisos unos cuantos minutos hasta que, con un jadeo de satisfacción, el cuerpo del sacerdote quedó adosado por completo al de la chica.
—Voy a moverme... Avísame si...
—Sí...
Con delicadeza, él se retiró hasta la mitad y volvió a adentrarse en aquella cavidad angosta que le presionaba de un modo perturbador y adictivo.
—Joder, María... Qué gozada... ¿Y a ti, te gusta?
—Dios, me encanta...
—No metas a Dios en esto... —ordenó él, aumentando un tanto el ritmo de su movimiento, con las manos en torno a los pechos de la joven— No quiero volverme loco, pero...
—Padre, es usted humano... Y hace tiempo que perdió la cordura... —apuntó ella, con los labios húmedos y listos para otra ronda de besos.
La puerta del minúsculo cuarto de baño batía contra el dintel al ritmo de las frenéticas embestidas con las que el hombre introducía y sacaba su miembro del cuerpo de la chica, que, apoyada en la pared, gemía sin control, amparada por la música y los vítores de la fiesta que se celebraba apenas unos metros más allá.
—¡Joder, qué bien! ¡Me encanta...! ¡Así!
—Eso es, disfruta, putita —mascullaba él, sujetándola por la barbilla para marcarle el cuello con los dientes, sin dejar de moverse—. Apuesto a que, cuando te pusiste este vestido, no esperabas terminar la noche follando conmigo en el cuarto de baño...
—Dios... ¡Qué maravilla, Dios mío!
—No digas su nombre en vano o tendré que castigarte...
—No... No puedo más...
—Muy bien, pequeña, entonces córrete con mi polla en el culo... —ordenó tajantemente, aumentando la velocidad con la que le acariciaba el clítoris.
—Sí... Así, padre... ¡Padre Aioros...!
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