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Ego te absolvo (2)

La sala al completo aplaudía y coreaba, contemplando el primer baile de los recién casados, que parecían volar por la pista, enlazados en un vals clásico ejecutado con milimétrica perfección. Pal, que se había quitado la cola del vestido para convertirlo en un atavío más cómodo para la recepción y la cena, no dejaba de sonreír, en brazos del flamante novio, cuya larga melena rubia, peinada en una sencilla trenza, ondeaba a su espalda. No en vano, lo habían ensayado a diario durante tres meses, con tal meticulosidad que María estaba segura de que podrían danzar con los ojos cerrados y sobre un foso lleno de pirañas sin dar un paso en falso.

—Nena, enfoca bien a tu hermana, que se vean los detalles del vestido —indicó su madre, señalando con el brazo extendido el corpiño bordado.

—¡Joder, mamá, qué pesada eres! O me dejas hacerlo a mi manera, o coges tú la cámara... —rezongó la joven.

—Familia Pagazaurtundúa, un ejemplo de concordia para toda nuestra parroquia —murmuró una voz grave a espaldas de ambas.

María se giró, tan sobresaltada que el dispositivo casi se le resbaló de los dedos: ante sus ojos, vestido con la camisa negra y el alzacuellos de lino que solía usar cuando no oficiaba misa, el padre Aioros sonreía de un modo tan cálido y sencillo que María sintió que se derretía como un helado abandonado sobre la arena de la playa. Todavía aturullada, acertó a devolverle la sonrisa, alternando su mirada entre los hermosos ojos azules del sacerdote y sus nudosas manos, apoyadas sobre los respaldos de las sillas de madre e hija.

—María, debes hablar con respeto a tu madre. Los hijos devotos agradan al Señor —la regañó, en tono suave, pese a que no sería más que cinco o seis años mayor que ella.

—¿Verdad que sí, padre? ¡Me mata a disgustos esta chica! ¿Cuándo sentará la cabeza? —aprovechó la madre, en tono dramático.

—Y usted, doña Carmen, enséñela con el ejemplo. No olvide a la Virgen, que ha de guiarla en cada aspecto de su vida.

La señora sacó su abanico, arrobada ante la belleza del hombre y encantada con su arenga.

—¿Ves, María? Un chico así es lo que te conviene, ojalá el padre Aioros tuviese un hermano que no fuese sacerdote...

—De hecho, lo tengo —comentó él, con aire casual, agarrando una silla para acomodarse al lado de la dama—: se llama Aioria y está estudiando en Atenas, nuestra ciudad natal, para convertirse en maestro.

—¡Padre! No sabía nada de eso, cuéntenos más sobre su familia... ¡Es usted siempre tan reservado! Se quedará a cenar, ¿verdad? No contaba con ello, pero me encantaría que se sentase con nosotros en la mesa presidencial...

María desvió su atención de nuevo a la pista de baile, aburrida con el cariz santurrón que comenzaba a tomar la conversación, y siguió grabando vídeos hasta que uno de los amigos de Shaka se le acercó para invitarla a bailar:

—La cena aún no empieza, ¿por qué no vienes con nosotros? Me llamo Afrodita, llevo mirándote toda la noche y me muero de ganas de bailar contigo... —explicó, con una naturalidad que ganó a la chica.

—No sabes lo bien que me viene —susurró ella, con aire cómplice, levantándose y tomando la mano que él le ofrecía.

Afrodita se llevó a María casi en volandas, incorporándose con ella a la pista junto al resto de invitados que calentaban motores a la espera de que les sirviesen la cena, y le presentó al resto de los amigos del novio, los cuales la mantuvieron distraída, siempre observada por su madre y el sacerdote, hasta que llegó el momento de volver a su mesa.

—Gracias por este rato, sois súper majos y estáis lo bastante locos para escandalizar a mi madre... ¡Me caéis genial! —rio mientras se apartaba del rostro un mechón de cabello escapado del moño.

—Y no has visto nada todavía, guapa, espera a que los carcamales se vayan a dormir y esta fiesta alcanzará niveles épicos —vaticinó aquel a quien habían llamado Milo y que parecía ser el capitán del "comando fiestero".

La chica regresó a su sitio, junto a su madre, a cuyo otro lado estaba todavía el cura, quien -constató, no sin cierto sonrojo- se había despojado de su americana para remangarse, mostrando unos antebrazos bronceados bajo cuya firme piel se marcaban los tendones a cada gesto.

—María, no me parece bien que andes haciendo el idiota con los amigos de Shaka, seguro que se emborrachan y la lían...

—Déjela divertirse, doña Carmen, su hija es muy sensata... ¿verdad que sí, María? —ella asintió, fijando la mirada en aquel par de zafiros— Yo mismo supervisaré a los chicos conforme avance la noche para que no pasen de la libertad al libertinaje... Tómese una copa de champán y páselo bien, no todos los días se le casa una hija...

—Es usted perfecto, padre, no sabe la tranquilidad que me da.

Is istid pirficti, pidri... —la remedó María, en voz baja, recibiendo a cambio una mirada de reproche de parte del hombre.

Aquellos dos continuaron sacándole bostezos con su charla acerca de los estudios del hermano del sacerdote, la vida laboral de María, los gustos y disgustos de su madre y la decepcionante falta de fe de los jóvenes modernos hasta que una docena de camareros uniformados comenzó a servir la cena, dando prioridad a la mesa de los novios, en la cual se sentaban también los hermanos y sobrinos de Palmira, ya que Shaka carecía de parientes cercanos. Lo primero en llenar sus platos fue una selección de aperitivos inspirados en las nacionalidades de ambos contrayentes que hicieron a María relamerse ante las aromáticas empanadas rellenas de verdura y especias.

—Bueno, esta es una interpretación bastante libre de la comida típica de mi región... —dijo Shaka al partir una de ellas con el borde del tenedor.

—¡Te toca sufrir como los españoles con las paellas de Alemania o los italianos cuando ven pizzas raras por el mundo, mi amor! —rio su ya esposa, metiéndole una entera en la boca a traición.

María miró de reojo al sacerdote: comía con buen apetito, pero sin dejar de lado sus modales, correspondiendo cortésmente a la interminable y tediosa charla de la señora, que parecía la presidenta de su club de fans. Tan guapo y tan meapilas: un auténtico desperdicio de hombre, porque no cabía duda de que el padre Aioros era, como decía su madre, un santo, y encima estaba dispuesto a amargarles la noche vigilándoles para chafar cualquier plan que pudiese surgir, pensó la chica, oteando ahora a Afrodita, que le sonreía de cuando en cuando desde su mesa, listo para seguir coqueteando con ella en cuanto terminasen con el postre.

Hacia el final de la cena, María advirtió que su madre estaba bastante más alegre que de costumbre: poco a poco, las sucesivas copas habían acabado por influir en el ánimo de la señora, dándole un aire despistado y bromista que hacía reír a su vez a todos los que la acompañaban en la mesa.

—¡Camarero, por favor! ¡Traiga un poco mas de champán para doña Carmen! —era la frase más repetida por el sacerdote, que parecía tener un especial empeño en que la dama se distrajese.

—No hagas caso, mamá, y deja la copa, que te va a sentar mal...

—María, ella también tiene derecho a relajarse por una vez, ¿no crees?

La joven arqueó una ceja al percibir de forma inequívoca una segunda intención en el tono del padre Aioros: ¿qué pretendía, emborrachando a su madre?

—Eso, hija, estate calladita un rato —dijo la matriarca, arrastrando un tanto las palabras.

—Mamá, se te va la olla, vale ya...

El sacerdote tomó la enésima copa que el camarero había dejado sobre la mesa y se la ofreció a la señora, enderezando el torso para poder mirar por detrás de ella a María:

—No lleves la contraria en público a tus mayores —indicó, con un guiño tan elocuente que la chica se ruborizó.

Ahora sí que no entendía nada de lo que estaba sucediendo, y su extrañeza solo fue en aumento cuando depositaron ante ellos una fuente llena de brochetas de fruta, flambeadas y rematadas por golosinas, en sustitución de la clásica tarta, de la cual Shaka no era partidario por su elevado contenido en azúcar.

—¡Shaka, cuñado! ¿De verdad has tenido las narices de vetar la tarta a última hora? Nos vamos a llevar mal, ¿eh? —le amenazó bromeando, con el puño en alto.

—¡Lo hago por vuestro bien, cuñada! ¡Soy odontólogo, pero no trabajo gratis!

—¡Shaka, muermo! —se oyó desde la mesa de los amigos, en torno a la cual Milo, Afrodita y otros tres jóvenes de cabello tan largo como el novio abucheaban a gritos aquella impopular innovación.

El sacerdote les miró con indiferencia y pasó el brazo por el respaldo de la silla de doña Carmen -que estaba ya medio adormilada sobre la mesa- hasta que sus dedos rozaron con delicadeza la suave piel del brazo de María.

—No creo que debas criticar algo sin probarlo... Podrías perderte sorpresas de lo más... apasionantes —murmuró.

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