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Asesor de imagen (1)

Esta historia está dedicada a @mariapaula4513, por su apoyo y por las risas. Te quiero un montón.

A sus 27 años, Afrodita Lundqvist podía presumir sin temor a equivocarse de ser el mejor asesor de imagen de Grecia. Hombres y mujeres de la alta sociedad europea se habían puesto en sus manos para mejorar su estilo y él siempre había superado sus expectativas. Se esforzaba al máximo y estaba acostumbrado a brillar. Su nombre era sinónimo de profesionalidad y exclusividad, combinadas con su toque de extravagancia que era, quizá, la marca de la casa.

Se ajustó los gemelos mientras repasaba mentalmente los datos de su nueva clienta: Allegra Martinelli, 34 años, empresaria italiana, ejecutiva de una de las mayores empresas mineras del mundo. Fiel a su costumbre, había investigado su currículo y sus apariciones en prensa, para hacerse una idea de su estilo y necesidades antes de la reunión y preparar varios conjuntos con los que tendría un punto de partida.

Repasó el lustre de sus zapatos hasta hacerlos relucir y se echó un último vistazo: traje de tres piezas azul marino, camisa blanca lisa y corbata a rayas ocres y doradas, adornada con un llamativo alfiler. Se lanzó un beso a sí mismo, cogió la maleta y la bolsa del portátil y se dispuso a trabajar.

Estacionó su Porsche Cayman grafito en el aparcamiento del hotel Hilton, donde se hospedaba su clienta, y aprovechó la subida en el ascensor para retocarse el pelo, largo y de color celeste, ante el espejo. Era vanidoso, ¿y qué? Tenía motivos: su propia belleza era, en muchas ocasiones, su mejor carta de presentación... Salvo cuando sus rasgos delicados y su cuerpo esbelto generaban envidia entre sus clientas, claro.

Llamó a la puerta y fue atendido por un joven que le pidió que esperase en el recibidor de la suite; Afrodita dejó la maleta y se sentó en un gran butacón de cuero burdeos hasta que el chico le informó de que la señora Martinelli estaba lista para verle.

La encontró de pie junto a la ventana, con un vaso en la mano, disfrutando de las espectaculares vistas de la Acrópolis con aire reflexivo. Era solo unos diez centímetros más baja que él a pesar de estar descalza; tenía el cabello platino, cortado al estilo pixie con un flequillo ladeado que casi le cubría un lado de la cara, y unos profundos ojos de color miel. Llevaba puesta una blusa beige de satén de corte sencillo y unos pantalones palazzo de color púrpura que rozaban la suave moqueta de importación.

- Señora Martinelli, el señor Lundqvist está aquí -notificó el joven.
- Gracias, Domenico, tómate dos horas libres. Nos veremos en el restaurante para comer - respondió ella, inmóvil.
- Sí, señora Martinelli-el secretario salió con presteza de la suite, dejándolos a solas.

La mujer, sin variar su postura, hizo un gesto a Afrodita para que se acercase al gran ventanal.

- ¿No le sobrecoge tanta belleza, señor Lundqvist? -interrogó, con un deje triste- Es un recordatorio de lo efímero que es nuestro propio resplandor... -se giró hacia él.

Sus ojos se encontraron y ella sonrió de una forma tan cálida que despistó al asesor de imagen.

- Perdóneme, señor Lundqvist. Atenas siempre me pone nostálgica; más, incluso, que Roma. Pero usted ha venido a trabajar y yo no quiero hacerle perder su valioso tiempo.

Afrodita carraspeó, un poco desubicado, encendió su ordenador y se sentó junto a una mesa.

- Con su permiso, señora Martinelli... ¿Qué es exactamente lo que le ha motivado a contratar mis servicios?

Ella miró su vaso, haciendo girar el líquido con hipnótica lentitud, y se tomó unos segundos antes de responder.

- Como sabrá, trabajo en un mundo de hombres y eso influye en mi imagen. A diario, debo parecer implacable, pero de cara a eventos sociales y en mi vida personal me gustaría... dulcificar un poco mi estilo, hacerlo algo más... femenino. Pero no tengo tiempo para ir de compras ni para informarme de las últimas tendencias de moda. Usted es un paradigma de elegancia, por eso he decidido llamarle.

- Me halaga, señora Martinelli; por favor, llámeme Afrodita -contestó él, relajándose un tanto-. He traído algunas ideas y podría mostrárselas, si quiere.

- Me encantaría... Afrodita- se sentó en un sofá de terciopelo y cruzó las piernas, dejando al descubierto sus tobillos. Afrodita posó los ojos sobre ellos, admirando la blancura y aparente suavidad de su piel.

- Estos vestidos ligeros son muy adecuados para salidas informales, almuerzos con amigos o excursiones náuticas -comenzó él, extendiendo varias prendas sobre la gran cama-; están confeccionados en tejidos frescos, como algodón y seda, y sus colores básicos los hacen fácilmente combinables, tanto con sandalias planas como con unas cuñas para darle un toque algo más sofisticado.

Ella asintió, balanceando su pie derecho y atrayendo la atención del chico hacia la curva de su empeine.

- Estos son de estilo ibicenco, predominan el crudo y el blanco; pienso que pueden favorecerle especialmente cuando coja algo de tono en verano; harían un bonito contraste con sus ojos y su pelo. También he escogido algunos pantalones de un estilo similar al que lleva puesto, para las salidas nocturnas. Suelen quedar bien combinados con escotes que dejen al descubierto los hombros -volvió a su maleta y sacó una prenda envuelta en una funda-. Y, para eventos nocturnos, he traído algo más llamativo. Sé que está invitada a una gala la semana que viene.

La mujer se inclinó, visiblemente interesada, y examinó la última propuesta de Afrodita: un vestido largo, de seda malva, cerrado hasta el cuello por delante, pero con un vertiginoso escote en la espalda que bajaba a la cintura, disimulado apenas por una franja de encaje que comenzaba unos centímetros antes.

- Vaya, Afrodita, es precioso. Sabía que no me defraudaría.

- ¿Quiere probárselo?

Ella afirmó con la cabeza.

- ¿Me quito aquí la ropa... delante de usted? -preguntó, dubitativa.

- No es necesario, señora Martinelli. Esperaré fuera -respondió él, con cortesía. Sabía por experiencia que este pudor inicial se desvanecería en reuniones posteriores, pero no le gustaba forzar el ritmo de los acontecimientos, así que salió al recibidor y aguardó hasta que ella le pidió que volviese:

- Afrodita, por favor, ayúdeme con los botones.

El joven se acercó a su espalda y, con delicadeza, abrochó uno a uno los cinco botones forrados que conformaban el cierre del cuello, dándose perfecta cuenta de cómo el roce de sus dedos erizaba el suave vello de la nuca de la mujer.

- Definitivamente, tenemos que priorizar cortes que le permitan exhibir los hombros y la espalda, señora Martinelli. Son bellísimos -afirmó, mirando el reflejo de ambos en el gran espejo de cuerpo entero-, observe las curvas que dibujan las clavículas -añadió, resiguiendo el perfil con los índices y haciéndola estremecer.

- Afrodita, ha acertado usted de pleno. No quiero ver más vestidos, llevaré este a la gala -declaró ella, frente al espejo.

Ambos se quedaron en silencio unos segundos, observándose en el espejo: una hermosa mujer alta, de cabello corto, enfundada en un precioso vestido y escoltada por un joven de melena celeste tan atractivo que resultaba difícil de creer.

- Parecemos uno de esos anuncios de perfume de la televisión -bromeó ella por primera vez, mostrando la garganta y sus blancos dientes al reír. Afrodita rio también y fue a buscar su kit de costura.

- Señora Martinelli, debo ver cómo le queda el largo del vestido para hacerle los arreglos, ¿tendría un zapato de tacón para probárselo?

- Claro, en el armario -indicó ella, mirándose de perfil y de espaldas.

Afrodita escogió un par de salones de charol metalizado.

- Necesitaremos unas sandalias -dejó caer, acercándose con los zapatos en la mano a la mujer, que se sentó al borde del butacón y se subió ligeramente el vestido. Él no necesitó más indicaciones, se arrodilló e hizo descansar los pies femeninos sobre su pantalón confeccionado a medida, calzándola con cuidado. Cuando terminó, la miró a la cara; ella sonreía como una esfinge, complacida.

- Parece que también le gustan mis pies... -dijo, con tono coqueto.

- Son preciosos, señora Martinelli-respondió él, ofreciéndole la mano para ayudarla a incorporarse y llevándola de nuevo ante el espejo.

Con el acerico en la muñeca, el asesor volvió a arrodillarse y fue fijando alfileres en las zonas que requerían retoques, desde el bajo hasta la cintura, que quedaba más holgada de lo que el diseño pedía, y después el cuello, donde sobraban un par de centímetros. Colocó los alfileres con cuidado, rozándole la nuca algo más de lo estrictamente necesario porque disfrutaba provocándole ese suave escalofrío. Se sentía poco profesional, pero no podía contenerse, había algo en ella que le llamaba la atención.

- Y así es como quedará -explicó, colocando los pliegues de la parte trasera.

- Maravilloso. ¿Estará a tiempo para la gala?

- Por supuesto, señora Martinelli. Ahora, si le ha gustado el resto de opciones, podría probárselas e iríamos viendo variantes sobre ellas.

Invirtieron el tiempo restante en buscar ideas para otro tipo de situaciones y concertaron un almuerzo para dos días después, de modo que Afrodita pudiese buscar inspiración para el peinado, el maquillaje y los accesorios que Allegra llevaría a la gala.

- ¿Me permite hacerle algunas fotos? Son solo para pensar qué le sienta mejor de acuerdo con sus rasgos -solicitó él.

- Lo que usted necesite, Afrodita -accedió.

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