Amor de verano (6)
El invierno era la estación favorita del año para Saga, que disfrutaba con el sobrio paisaje que ofrecían los árboles caducos y las lluvias. Contra todo pronóstico, y dada la cordial relación entre ambas familias, el señor Metaxás había cumplido su palabra y le había conseguido un puesto en prácticas en una de sus empresas con sede en Atenas, que él se esforzaba en compaginar con el máster en Comercio Internacional que acababa de empezar.
Su vida se había vuelto tan ajetreada que Kanon, que había encontrado trabajo en una tienda de artículos de pesca y no se estresaba salvo cuando pateaba a sus amigos en las largas partidas que jugaban cada sábado, le llamaba "míster Business", pero él no tenía tiempo siquiera para discutir con su gemelo: se levantaba a las cinco para entrenar, se daba una ducha, tomaba un café con nata y azúcar -su capricho diario- y a las seis y media estaba en el metro, impecablemente vestido, para comenzar a las siete su jornada laboral. Asistía a las reuniones, sacaba adelante las tareas que le encomendaban con su habitual meticulosidad y almorzaba en el comedor colectivo, sentado junto a otros jóvenes en prácticas con los que había entablado una cierta relación, antes de salir a toda prisa para llegar a clase a las cuatro. Por fin, volvía a casa de noche cerrada, agotado y con energía apenas para cenar cualquier cosa, leer un rato y caer rendido frente al televisor.
Así era su rutina de lunes a viernes, tan aplastante que los fines de semana optaba por quedarse haciendo deporte y descansando o buscaba planes tranquilos que le permitiesen reponerse, lejos de las fiestas interminables que frecuentaban Milo, Aioria, Aioros y Shaka cada vez que tenían ocasión. Sin embargo, ellos no renunciaban a su amistad y seguían contando con él, aunque casi nunca lograsen convencerle para acompañarles; no en vano, Saga y Kanon eran sus compañeros desde los lejanos años de la infancia.
Ahora que los días se habían acortado al máximo y la ciudad se preparaba para la inminente celebración de la Navidad, Saga estaba deseando pasar las tardes libres tras la interrupción de las clases paseando por las engalanadas calles atenienses, disfrutando del frío en el rostro y desconectando un poco de todo el ajetreo al que se veía sometido a diario. Quizá incluso pidiese un par de días libres en el trabajo; su coordinadora estaba encantada con su rendimiento y siempre le ponía de ejemplo ante los demás, así que posiblemente tuviese suerte si lo intentaba.
- ¡Saga! ¿Has terminado de maquillarte? ¡Que vamos a llegar tarde! -los gritos de Kanon, que aporreaba la puerta del cuarto de baño sin cuidado alguno, le hicieron aterrizar de nuevo en la realidad.
Aquella tarde, los gemelos habían quedado con sus amigos para asistir juntos al encendido de la iluminación navideña en la plaza Syntagma, después de lo cual cenarían en el restaurante hindú de los tíos de Shaka y tomarían algo por ahí. Kanon tenía tantas ganas de salir que ya estaba listo, con unos vaqueros gastados y un grueso jersey rojo que contrastaba con el llamativo color de su espesa cabellera.
- Voy, voy... No agobies -respondió el joven al salir del cuarto de baño, todavía con la toalla enrollada en torno a las caderas.
Lo cierto era que sí que le apetecía distraerse una noche con ellos, después de casi dos meses sin permitirse bajar el ritmo. Abrió el armario en busca del horroroso suéter navideño que Aioros había impuesto como condición para dirigirles la palabra y lo combinó con unos vaqueros negros y Converse rojas.
- ¡Oye, hermano, parecemos gemelos! -bromeó Kanon, cogiendo el móvil para hacer el primer selfi de la noche.
- Espera, este es mi lado bueno -le arrebató el teléfono y sacó media docena más de fotos: Kanon era el del jersey de renos narigones, mientras que el de Saga estaba estampado con un abeto y coloridas guirnaldas.
- Desde luego, hay que reconocer que no existe jersey más feo que el tuyo, ¿eh, presumido?
- Habló el hortera... ¡Anda, vámonos! -rio Saga, rodeando los hombros de su gemelo con el brazo de camino hacia la puerta.
Aioros y los demás estaban ya esperándoles en la boca del metro y les saludaron efusivamente, entre abrazos y gritos que llamaron la atención de los demás transeúntes, pese al ambiente festivo que se respiraba en la icónica plaza.
- ¡Por mi madre que no he visto cosa más horrenda que ese jersey! -exclamó Aioria, llevándose teatralmente las manos a la cabeza, en cuanto pudo contemplar la cara de reno con nariz de peluche tridimensional que adornaba el pecho de Kanon.
- ¡Toca, toca! ¡Suena cuando la aprietas... y la nariz también!
Aioria estrujó la voluminosa bola roja, cuyo sonido, similar a una bocina, hizo reír a todos los amigos.
- ¡Ahora tócame lo otro! -bromeó Kanon, agarrando la muñeca de Aioria, cuyo jersey lleno de papás noeles y duendecillos no estaba, era evidente, a la altura de sus compañeros.
- ¿Y robarte tu virginidad? ¡No soy tan cerdo! -reía el joven mientras intentaba zafarse.
- No flipéis, el único juez que decidirá quién lleva el jersey más horriblemente navideño seré yo, el gran Aioros... -declaró con solemnidad el de rizos castaños, que llevaba una sudadera con luces que se encendían y apagaban con una cadencia capaz de provocar ataques epilépticos.
Milo sonrió con presunción, levantó su jersey decorado con paquetes de regalo cuajados de lentejuelas y mostró la camiseta que llevaba debajo, negra y con un lema en letras doradas: "Santa's little bitch", recibiendo un sincero aplauso de los demás.
- Este año no hay competencia posible, chicos, asumid vuestra derrota como caballeros... ¡Jersey feo y camiseta sexy! ¡No se puede pedir más!
Shaka, que había contemplado en un sereno mutismo el escándalo de sus amigos, se limitó a desabotonarse el abrigo, exhibiéndose con una mezcla de orgullo y vergüenza:
- Por favor, señores, no vendan las flores antes de sembrarlas...
El silencio se hizo en el grupo al descubrir el alarde del rubio, que sonreía beatíficamente: de un intenso dorado, casi cegador, el pecho de la prenda estaba adornado con una bola de nieve en cuyo interior el diseñador había bordado una escena navideña de lo más cursi, con tan poco acierto que los niños que abrían regalos bajo el árbol semejaban zombis a punto de atacar a sus padres, cuyos rostros, a su vez, parecían expresar más una indigestión que la alegría propia de esas fechas.
Todos miraban pasmados el horroroso suéter, pero lo mejor/peor aún estaba por llegar: Shaka accionó un discreto botón situado en la estrella que coronaba el árbol y aquel adefesio comenzó a emitir una melodía metálica que pretendía sonar como el "Jingle Bells", acompañada por destellos que dejaban al de Aioros a la altura de los charcos. Los cinco amigos, boquiabiertos, estallaron en una risotada al unísono, aplaudiendo con deportividad a Shaka, ganador indiscutible de la temporada.
- ¡Insuperable! ¡Magnífico! -admitió Aioria.
- ¡Necesito un colirio para los ojos! ¡Me duelen las córneas! -suplicaba Milo, frotándose los párpados.
- ¡Mejor arráncatelos!
- ¿No puedo "des-verlo"? ¡Voy a tener pesadillas! -exclamó Kanon.
- Puedes dormir conmigo por esta noche, yo también voy a verlo en sueños -rio Saga.
Terminado el improvisado desfile de moda, el grupo al completo buscó un buen sitio en la concurridísima plaza para presenciar el discurso del alcalde y las actuaciones musicales previas al encendido de la iluminación, en cuyo diseño no se habían escatimado recursos. Apretujado entre la enfervorizada multitud, Saga agradecía en aquellos momentos su estatura superior a la media, que le permitía otear por encima del mar de cabezas lo que sucedía en el escenario principal, así como observar los distintos grupos de chicas que Aioros, siempre dispuesto a ampliar su círculo de amistades, le iba señalando.
La ceremonia llegó a su fin tras una hora de música y aplausos y la gente comenzó a dispersarse para admirar las decoraciones de las calles aledañas y comprar artesanía en los mercadillos que se habían montado en varios barrios de la ciudad. Los seis jóvenes, por su parte, emprendieron el camino hacia el restaurante de la familia de Shaka, bromeando como siempre, hasta que Saga divisó a alguien que le resultaba vagamente conocido. Se quedó absorto durante unos segundos, sin terminar de creer que aquella casualidad fuese posible, pero entonces Aioria le tomó por el brazo:
- Eh, Saga, ¿no es aquella tu amiga del verano? La del vestido blanco... ¡La del columpio!
- ¡Eh, es verdad! -reaccionó Kanon, echando a correr con un brazo en alto hacia el grupo que la rodeaba - ¡Ismena! ¡Ismenaaaaaa!
La chica se giró al escuchar su nombre y Saga pudo contemplarla de arriba abajo: llevaba el cabello suelto, apartado del rostro por una llamativa diadema navideña rematada con dos muelles en cuyos extremos se meneaban sendas estrellas de purpurina, un vestido rojo hasta la rodilla y botas australianas de lana. A pesar de que sabía que no era lo adecuado, no pudo evitar sonreír al verla, por primera vez, ataviada con algo más grueso que las ligeras prendas veraniegas con las que siempre la había conocido.
Kanon e Ismena ya conversaban alegremente cuando el resto de los chicos se les acercó para intercambiar los buenos deseos propios de esas fechas. Ella hizo las presentaciones entre sus amigos y los recién llegados, ignorando a Saga con tanto desparpajo que nadie se atrevió a decir nada hasta que él mismo extendió el brazo y comenzó a repartir apretones de manos, presentándose a todos por su cuenta.
- Vamos a cenar en el mejor restaurante hindú de Atenas, ¿qué haréis vosotros? -indagó Milo, muy interesado en una chica de piel y cabello oscuros que le sonreía con coquetería.
- Nada, en realidad: pasear mirando las luces y comprar algunas chorradas en los puestos de artesanía...
- En ese caso, podríamos juntarnos luego para ir a beber algo...
- ¡Sí! ¿A medianoche, aquí mismo?
- ¡Perfecto, aquí estaremos! -aceptó Milo, besándole la mano con aire cómico.
Saga, por su parte, no podía dejar de observar a Ismena, que se esforzaba por girar la cabeza hacia el lado opuesto en todo momento. Por fin, determinado a resolver aquella incómoda situación, hizo a Kanon un gesto que él captó a la perfección y se acercó a ella, tomándola por el codo:
- Ismena, por favor, necesito hablar contigo. No me ignores así.
Ella le clavó los ojos con tal intensidad que, por un instante, Saga pensó que le abofetearía allí mismo.
- No creo que haya nada de que hablar.
- Sí lo hay y lo sabes. Deja que te invite a un chocolate, dame media hora. No te pido más.
La chica bajó la cabeza, meditando su propuesta antes de responder.
- Está bien. Treinta minutos y me largo, tanto si has terminado como si no.
La pareja se despidió de sus respectivos amigos y caminó en dirección a una modesta cafetería, envuelta en un desagradable silencio. Saga sostuvo la puerta para que Ismena entrase y buscó una mesa algo apartada en la que poder hablar con cierta privacidad, retirándole la silla con su clásica cortesía antes de pedir al camarero dos chocolates. Fue entonces, al observarla bajo la luz dorada de la coqueta lámpara que presidía la mesa, cuando se dio cuenta de las profundas ojeras que enmarcaban sus ojos, que él recordaba llenos de chispa y alegría. ¿Sería tristeza, o solo cansancio?
Ella comenzó a jugar con una servilleta de papel, plegándola hasta hacer de ella un diminuto abanico, con la vista fija en su tarea. Saga, que no sabía muy bien cómo comenzar, se aclaró la garganta, dispuesto a improvisar.
- Sé que las cosas no acabaron bien entre nosotros en verano y no puedo explicarte lo que sucedió, pero quiero que sepas que no fue por nada que tú hicieras...
Ella le miró con una sonrisa llena de amargura y arrugó entre los dedos la servilleta, convirtiéndola en una bola:
- Eso lo tengo claro. Yo te traté bien en todo momento. Si tú no supiste valorarme es solo tu problema, Saga. Te confundiste conmigo: yo no iba a ir detrás de ti como todas las chicas con quienes has salido... No soy el tipo de persona que se arrastra.
El camarero dejó ante ellos dos tazas de chocolate humeante y aromático y se retiró con presteza. Saga removió despacio el suyo con la cucharilla; aquella conversación iba a ser bastante más difícil de lo que había previsto.
- Yo no volví con mi anterior pareja, no había nadie más en ese momento. Lo que te contaron no es cierto -aseveró, consciente de que no podía revelar nada más sin faltar al pacto que había suscrito con el padre de Ismena, que además, técnicamente, era su jefe.
- Espera, ¿sigues insistiendo en que era mentira?
- Acabo de decírtelo, igual que te lo dije entonces.
Ismena respiró hondo y sopló sobre su taza antes de dar el primer sorbo. Cuando volvió a dejarla sobre el platito, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
- Mi padre se marchó de casa a primeros de septiembre. Mi madre descubrió que había tenido varios amantes, siempre chicos jóvenes, muchas veces becarios de sus empresas... Ahora pasa casi todo el tiempo en Milán. No le veo desde entonces; no me llama ni quiero que lo haga. Parece que, de repente, hemos dejado de importarle... Mi madre no ha contado nada a sus amigos por no hacer un escándalo; no sé si aún tiene esperanzas de volver con él o simplemente no sabe cómo digerir que ha pasado treinta años de su vida junto a un sinvergüenza...
Aquellas palabras impactaron en Saga como una lluvia de meteoritos. Extendió la mano hasta tomar la de Ismena, acariciándola con el pulgar en un ademán reconfortante.
- Y ahora me entero de que también me mintió a mí acerca de ti... Me dijo que habías vuelto con tu ex, que no querías darme clase presencial porque ella era muy celosa y que me considerabas una niñata inaguantable...
- No, Ismena, yo jamás diría eso de ti -afirmó él, sin dejar traslucir la cólera que recorría su interior al escuchar aquellas mentiras malintencionadas-. Me gustabas entonces y me gustas ahora. Tu padre se interpuso, eso fue todo. Pero podemos seguir donde lo dejamos, ¿no crees?
Ella negó con la cabeza, pero no apartó la mano.
- No lo sé, Saga. Lo he pasado... lo estoy pasando mal. Me sentí despreciada por ti, fue injusto...
- No fue culpa de ninguno de los dos, ahora podemos arreglarlo. Pero solo si tú quieres.
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