CAPÍTULO 7
BRIELLE
Los días han pasado rápido desde que vi a Damián en el bar, y aunque trato de no pensar en él, pero aquí me encuentro apoyada con los codos sobre el mesón de la cocina, con mi celular en mi mano, mirando su perfil de Instagram, a pesar de que mi cabeza me grita que esto es una mala idea. No puedo sacarlo de mi mente; los recuerdos de lo que fuimos se multiplican, inundando mis pensamientos.
Desplazo el dedo y veo la primera imagen: Damián junto a una bicicleta de montaña, con su casco en la mano, las montañas al fondo y el lago reflejando el cielo gris. El mismo Damián de siempre: aventurero, adicto a la adrenalina. Casi puedo escuchar su risa despreocupada, ese sonido que me hacía sentir viva hace tanto tiempo.
Sigo deslizando. La siguiente imagen es él en una cabina de avión, mirando hacia la pista. Solo veo su perfil, pero reconozco esa postura, esa concentración. Lo conocí cuando aún soñaba con volar, y verlo ahora, viviendo esa vida, debería hacerme feliz por él. Pero hay algo en mí que se retuerce. Tal vez sea el hecho de que sigo mirando su vida desde afuera, como una espectadora de algo que ya no me pertenece.
Luego, deslizo de nuevo y.... ahí está. La imagen que no estaba buscando pero que me encuentro de todas maneras. Él está con una mujer. Rubia, con una sonrisa que parece sacada de un comercial de pasta de dientes, abrazada a él. Hay algo en la manera en que ella se inclina hacia él, como si el mundo a su alrededor no importara en absoluto. Mi estómago se retuerce. ¿Es su novia? Tiene que serlo, ¿no? Antes de que pueda seguir analizando más, mi celular comienza a sonar y el nombre de Charles aparece en mi pantalla.
—¡Hey, Charles! —digo, sonriendo mientras me sirvo una taza de café—. ¿Cómo estás? —pregunto acomodándome nuevamente en el mesón.
—¡Hola, hermanita! —suena su voz, cálida y familiar, como un abrigo en día frío. —Lidiando con una pila interminable de exámenes. Imagínate, tratando de que estos chicos entiendan derivadas y funciones cuadráticas. ¿Cómo te va a ti? —responde con ese tono burlón que siempre tiene.
Me río por lo bajo. Las matemáticas nunca fueron lo mío. ¿Cómo demonios él y yo salimos del mismo vientre?
—He estado ocupada con las entrevistas, pero no he tenido mucha suerte. —Intento que mi voz suene despreocupada, pero él me conoce lo suficiente como para detectar el tono de frustración que se esconde detrás de mis palabas
—Lo siento, hermana. ¿Cuántas has hecho?
—Seis. La última fue en una editorial que me gustó bastante, pero no creo que me elijan. Me siento... no sé, como estancada. —La palabra sale con un susurro, pero lleva consigo todo el peso de la incertidumbre que he estado cargando últimamente.
Puedo sentir su pausa al otro lado de la línea. Finalmente, con ese tono de hermano mayor, dice:
—¿Estancada? A la Brielle que conozco no le gusta quedarse quieta. —Su tono es una mezcla de burla y aliento, un pequeño empujón para recordarme de quién soy.
No puedo evitar sonreír, aunque mis hombros se sienten pesados. Charles siempre ha sido bueno en levantarme el ánimo, aunque nuestros mundos no podrían ser más diferentes. Él, profesor de matemáticas, rodeado de números y ecuaciones, con esa mente lógica y metódica. Yo, por el contrario, soy todo emociones, palabras, sensaciones. A veces me pregunto cómo es posible que seamos hermanos.
—Por eso estoy trabajando en un bar... —murmuro, observando el café burbujeante en la taza.
—Ni me lo recuerdes, no me agrada nada la idea de que estés trabajando en un bar... —su voz pierde el tono ligero, volviéndose protectora. Puedo imaginarlo frunciendo el ceño, ese gesto que usa cuando está preocupado.
—Vamos, Charles, no es tan malo. Es solo temporal —digo, caminando hacia la ventana y mirando el paisaje de Vancouver—. Además, necesito el dinero.
—Podrías trabajar en una cafetería, al menos —responde con un dejo de fastidio, como si estuviera dándome la opción más sensata.
No puedo evitar rodar los ojos, aunque sé que él no puede verme. La idea de estar sirviendo cafés todo el día suena aún más agotadora que lidiar con los clientes del bar.
—No pongas los ojos en blanco. Que te conozco y sé que lo acabas de hacer.
Suelto una carcajada.
—Ya te lo he dicho. En el bar me pagan más que en cualquier cafetería —respondo con un toque de desafío en la voz. Mi mandíbula se tensa al decirlo. La realidad es que sí, me pagan bien, y con lo caro que es Vancouver, no tengo muchas opciones.
Del otro lado, escucho a Charles soltar un suspiro. Probablemente está masajeándose la frente, ese gesto que hace cuando se da por vencido, como si recordara cuán terca soy.
—Lo sé, pero... tú deberías estar en otro lugar, haciendo algo que te apasione. No sirviendo tragos a desconocidos. —Su tono se suaviza, y por un momento, el peso de sus palabras cae sobre mis hombros. No puedo evitar sentirme atrapada, como si estuviera fallando.
Inhalo profundamente. Aunque sus expectativas a veces me hacen sentir como si estuviera fallando, decido no entrar en ese debate.
—¿Y cuántas estudiantes se sientan en la primera fila solo para admirarte? —bromeo, intentando cambiar de tema.
—¡Por favor! No empieces con eso —responde con una risa entre dientes que lo delata.
Le imagino sacudiendo la cabeza, mostrando una expresión que aparenta desaprobación pero que, en el fondo, lo divierte. Siempre ha sido así. Desde que éramos pequeños, Madison y yo solíamos hacerle bromas sobre su popularidad. No es que Charles fuera presuntuoso, pero la verdad es que siempre ha sido un imán de miradas, algo que jamás quiso admitir del todo.
—Mis clases son serias, y estoy allí para enseñar, no para ser el objeto de admiración de nadie —añade con ese tono de profesor que siempre le sale cuando quiere que lo tomen en serio.
—Vamos, admítelo. Apuesto a que más de una se distrae mirando tus... eh, fórmulas matemáticas —me burlo, enfatizando la palabra "fórmulas" con un tono irónico.
—Brielle...
—Lo que digas, Charles, pero no puedes negar que te prestan atención por razones que van más allá de los números —insisto, sonriendo mientras imagino su incomodidad al otro lado de la línea.
—En fin... —se nota que cambia de tema intencionadamente, dándose por vencido—. Espero que las cosas mejoren con las entrevistas. Eres increíble en lo que haces, Bri, no te olvides de eso. Ya llegará la oportunidad correcta.
Su voz se suaviza, y por un momento, siento ese calor familiar que siempre me reconforta cuando hablo con él. Aunque me exaspera con su seriedad y sus ganas de cuidarme, sé que solo quiere lo mejor para mí.
—Lo sé. Solo tengo que ser paciente... y terca —añado con una sonrisa. Charles conoce bien esa parte de mí.
—Terca no es ni la mitad de lo que eres. Pero bueno, ya es bastante tarde aquí, y mañana tengo clases temprano.
Miro el reloj. Son casi las 4:30 p.m. en Vancouver, lo que significa que en Londres ya es pasadas las 12:30 a.m. Típico de Charles, siempre trabajando hasta altas horas de la noche.
—Vete a dormir, profesor. —digo con tono burlón.
—Lo intentaré. Cuídate, Bri.
—Tú también, Charles. Un abrazo. Saluda a mamá y Madison por mi —añado antes de colgar.
Dejo escapar un suspiro. Charles siempre logra equilibrar la tensión con su seriedad y esas pinceladas de humor seco. La conversación con Charles me trajo un toque de nostalgia, un deseo intenso de abrazar a mi familia. La imagen de Madison y mi madre aparece en mi mente, riéndonos a carcajadas cuando nos veíamos en las reuniones familiares. Los extraños. A veces, me pregunto cómo estaría lidiando con todo esto, o si, como siempre, estaría intentando hacerme reír con alguna anécdota ridícula de sus estudiantes.
≪•◦ ❈ ◦•≫
Termino otro largo turno en el bar y me dirijo a la habitación del personal, despojándome del mandil negro con un suspiro que parece llevarse consigo la fatiga acumulada. El aire dentro del vestuario es denso y caliente, un remanente de las horas de trabajo. Cada prenda que dejo atrás es un alivio, como si me liberara de un peso invisible. Al ponerme el abrigo, me miro en el espejo y un destello de cansancio brilla en mis ojos, recordándome que hoy ha sido más largo de lo que hubiera querido. Envuelvo mi cuello con la bufanda, asegurándome de cubrirme bien. Aunque el reflejo no es el más atractivo, me resisto a que eso me desanime. Cuanto antes salga de aquí, antes podré llegar a casa y dejar que el sueño me consuma.
Al abrir la puerta trasera del bar, el aire helado de la noche me golpea con fuerza, llenando mis pulmones con una frescura que es a la vez revitalizante y punzante. Me hundo más en mi bufanda para caminar hacia la estación de metro, sintiendo cómo la tranquilidad de la ciudad me envuelve. El murmullo lejano de los coches interrumpe el silencio de la madrugada.
Y entonces lo veo.
Apoyado despreocupadamente en un coche deportivo negro, con las manos cruzadas sobre el pecho y una media sonrisa dibujada en el rostro, está Damián. Mi corazón da un vuelco, y de repente, toda la fatiga acumulada se desvanece. Su presencia es magnética; me siento como si hubiera sido arrastrada hacia él.
A medida que me acerco, un torbellino de emociones recorre mi cuerpo. Damián viste su uniforme de piloto, ajustado a su figura alta y atlética. La chaqueta, de corte impecable, realza sus anchos hombros, mientras los botones metálicos brillan bajo la tenue luz de las farolas. Sin el gorro, su cabello negro y ondulado cae sobre su frente de manera desenfadada, dándole un aire casual que contrasta con la formalidad de su atuendo.
¡Oh, Dios! Se extremadamente sexy. Pienso.
—¿Te has perdido? —pregunto, tratando de mantener la sonrisa mientras una oleada de nerviosismo recorre cada fibra de mi ser.
Damián se encoge de hombros, sus ojos brillando con diversión.
—No exactamente.
—¿Entonces? —insisto, inclinando la cabeza ligeramente, mi tono más inquisitivo de lo que pretendía.
—Solo disfrutando de la ciudad después de aterrizar. —Sus palabras fluyen con naturalidad mientras cruza un pie sobre el otro. La luz de la farola acentúa su mandíbula marcada y su mirada se vuelve más intensa—. Y pensé que podrías necesitar... un aventón.
Las palabras caen en el aire con un peso diferente. No es solo una oferta; hay algo más, una tensión no resuelta que flota entre nosotros. Mi cuerpo se tensa; el frío de la noche se siente insignificante en comparación con el calor que se acumula en mi pecho. Intento disimular mi reacción, pero mis dedos juegan nerviosamente con el borde de la bufanda, traicionando mi calma aparente.
—Gracias, pero suelo tomar el metro —murmuro, aunque parte de mí, la parte que no logro controlar, se siente tentada.
—¿A esta hora? —pregunta, mirando su reloj con una ceja levantada, sus ojos vuelven a los míos—. Vamos, Bri. No es seguro andar sola a estas horas.
Me llama por mi apodo, como si el tiempo no hubiera pasado y la confianza siguiera intacta entre nosotros. Siento su mirada clavada en mí, como si pudiera descifrar cada uno de mis pensamientos. Y lo sabe. Pero no es solo la seguridad de andar sola lo que me inquieta, es la seguridad de estar junto a él, en un espacio cerrado, con las emociones a flor de piel.
—¿Además de piloto, también haces de guardaespaldas? —bromeo, intentando aliviar la tensión que parece cargarse entre nosotros. Mis labios se curvan en una sonrisa, pero mi corazón late con fuerza.
La risa brota de él, un sonido que se siente como música en medio de la noche. Hay algo en su mirada que me anima a dejar mis defensas a un lado.
—Solo cuando la ocasión lo merece —replica, sus ojos brillando con una chispa coqueta que me hace sentir un cosquilleo en el estómago.
El silencio que sigue es pesado, lleno de cosas no dichas, y el tráfico lejano se convierte en un murmullo distante. El mundo parece haberse reducido a nosotros dos y esta conversación. Puedo sentir la energía en el aire, como si estuviera cargada de electricidad. Finalmente, con un suspiro que parece liberar un poco de la tensión, asiento, rindiéndome a su oferta.
—Está bien, gracias.
Damián abre la puerta del coche para mí, y al acomodarme en el asiento, un leve nerviosismo se agita en mi interior. Cierra la puerta con suavidad, y su figura se mueve con firmeza y determinación mientras rodea el coche. Cuando se sienta al volante, su presencia llena el espacio de una forma que solo él sabe hacer. Sus manos, fuertes y seguras, se posan en el volante, y hay algo profundamente masculino en ese gesto; un control silencioso pero palpable.
El motor ronronea al arrancar, y la calma con la que lo hace contrasta con la turbulencia que siento en mi interior. Las luces de la ciudad dibujan sombras suaves sobre su rostro concentrado, resaltando sus rasgos marcados. Mientras lo miro, me doy cuenta de que es a la vez familiar y desconocido, una mezcla que me atrapa entre lo que fue y lo que es. Intento distraerme observando cómo las luces pasan zumbando, pero mis pensamientos giran en torno a la realidad de estar aquí, en su coche, con él. Las imágenes de nuestro pasado se entrelazan con el presente, creando un torbellino de emociones.
—¿Tienes hambre? —su voz me saca de mis pensamientos, cálida, pero cargada con una ligera curiosidad.
Justo cuando abro la boca para responder, mi estómago emite un gruñido sonoro. El calor sube a mis mejillas, y me río, intentando desviar la atención.
—Supongo que mi estómago ya respondió por mí —digo entre risas, tratando de no sentirme demasiado avergonzada.
Damián se ríe también, su risa resonando en el coche como una melodía que evoca más recuerdos de momentos juntos.
—Bueno, en mi defensa —continúo, girándome ligeramente para mirarlo de perfil—, el bar no es precisamente conocido por su menú.
—Te invito a por unas hamburguesas, ¿qué dices?
—¿A esta hora? —digo, tratando de mantenerme ligera, mirando de reojo el reloj del coche que marca las 3:02 a.m.—. El único sitio que debe seguir abierto es un McDonald's.
Damián suelta otra carcajada, y por un momento me pierdo en el sonido, recordando lo fácil que siempre fue hacerle reír, lo natural que se sentía nuestra dinámica. Muerdo mi labio inferior mientras se detiene en un semáforo en rojo y me mira fijamente. Su mirada es intensa, como si cada palabra que estoy a punto de decir estuviera cargada de significado.
—Conozco un lugar que está abierto a esta hora. Confía en mí, te va a encantar —continúa, y su voz tiene ese tono de persuasión que siempre me ha hecho ceder. Su mirada se suaviza, como si tratara de calmar mis inquietudes.
—¿Tan tarde? —pregunto, aunque una parte de mí se siente atraída por su seguridad.
El semáforo se pone en verde, y sin decir nada más, seguimos avanzando. El silencio en el coche no es incómodo, pero está cargado de pensamientos no expresados. Mis dedos, inquietos, juegan con la bufanda que llevo en el regazo, enrollándola y desenrollándola. Las luces de la ciudad parpadean al pasar, reflejándose en las ventanas del coche, creando sombras que parecen danzar sobre nosotros, envolviéndonos en una atmósfera casi irreal.
La cercanía física de Damián se siente diferente a cualquier otra vez. El espacio reducido del coche convierte todo en una especie de burbuja. El suave aroma de su colonia, su mano firme en el volante, el leve movimiento de su brazo al girar; todo me recuerda lo mucho que lo conozco, pero también lo distante que nos hemos vuelto.
—¿Ves? No es un McDonald's — bromea de repente, mientras estaciona el coche.
Parpadeo, sorprendida. No me había dado cuenta de que habíamos llegado. Frente a mí, el letrero dice "The Midnight Bite", con letras doradas iluminadas por pequeñas luces cálidas. La fachada de ladrillo expuesto y la puerta de madera robusta, con una manija de hierro forjado, le dan un aire rústico, casi acogedor, como si fuera un refugio en medio de la ciudad.
Damián da la vuelta al coche y abre la puerta del copiloto para que baje. No puedo evitar sonreír un poco, un gesto que me recuerda al pasado, a esos pequeños detalles que siempre tenía conmigo.
—Gracias —murmuro, bajando.
Entramos, y el hombre detrás del mostrador —un tipo robusto y de aspecto amable— sonríe en cuanto ve a Damián. Evidentemente, es un cliente regular aquí. Damián me guía hasta una mesa junto a la ventana, y el calor del restaurante es un alivio inmediato tras el frío de afuera.
—Dos de las especiales, —dice Damián con familiaridad, sonriendo al hombre.
Me siento en la mesa, mirando por la ventana mientras la ciudad sigue su curso. Las luces de los coches que pasan proyectan sombras cambiantes en su rostro, haciéndolo parecer aún más enigmático. Miro sus manos sobre la mesa, fuertes, seguras, y me doy cuenta de que no he dejado de mirarlo desde que entramos. Hay algo en él que me resulta irresistible, algo que no ha cambiado a pesar de todo lo que ha pasado entre nosotros.
—¿Vienes seguido? —pregunto, tratando de romper el silencio que comienza a pesar.
Damián asiente, tomando un sorbo de su bebida antes de responder.
—Sí, el dueño es mi vecino. Cada vez que aterrizo tarde, vengo aquí.
—Siempre encontrabas esos sitios escondidos que nadie más conocía, y que son increíbles. Es como si tuvieras un radar para eso.
Damián se ríe, un sonido suave y profundo que vibra en el aire entre nosotros.
—Bueno, alguien tenía que salvarte de los lugares turísticos, —responde con una sonrisa burlona—. Si fuera por ti, siempre habríamos terminado en esos restaurantes llenos de gente.
Ruedo los ojos, pero la sonrisa se me escapa.
—¡Oye! Mis lugares no eran tan malos, —protesto, intentando sonar ofendida.
—Claro que no, —dice, inclinándose hacia mí con esa mirada juguetona que siempre tenía cuando bromeábamos—. Solo que tardábamos una eternidad en conseguir una mesa.
Río, aliviada de que la tensión entre nosotros esté disminuyendo, pero debajo de las bromas y las risas hay algo más. La manera en que me mira, la forma en que sus ojos se detienen en mis labios antes de volver a mis ojos hace que mi corazón lata más rápido. Hay una electricidad en el aire, una corriente silenciosa que ninguno de los dos menciona, pero que ambos sentimos.
El hombre detrás del mostrador nos trae nuestras hamburguesas, el aroma a comida recién hecha llenando el aire. Con el primer bocado, un gemido involuntario escapa de mis labios, el sabor explota en mi boca. Mi rostro se calienta de inmediato al darme cuenta del sonido que hice. Me muerdo el labio, tratando de ocultar mi sorpresa.
—Por el amor de Dios... —murmura Damián, con un tono grave.
Sus ojos se clavan en mí, el calor de su mirada me envuelve aún más. Intento recuperar la compostura, limpiándome la comisura de los labios con la servilleta, mis dedos temblando un poco.
—Lo siento... —murmuro, intentando sonreír—. Esto es... realmente delicioso.
Damián traga con dificultad y, notando la tensión que se ha instalado entre nosotros, busca un camino para aligerar el ambiente.
Comienza a hablar sobre aquella vez que se cayó en bicicleta bajando por un cerro y cómo terminó asistiendo a su ceremonia de graduación con muletas y una bota ortopédica.
—Tenía que hacer una entrada triunfal... —comenta con ese tono burlón que recuerdo tan bien.
La manera en que sus labios se curvan en esa media sonrisa burlona me trae recuerdos de tiempos más ligeros, cuando el peso de nuestras decisiones no estaba presente. Pero esa calma dura poco. Aunque su risa relaja el ambiente, no puedo sacudirme la sensación de que me observa con más detenimiento del que estoy acostumbrada. Cada vez que hablo, noto cómo sus ojos se deslizan, brevemente, hacia mis labios antes de regresar a mi mirada, como si hubiera algo en mis palabras que lo atrapara.
—Ah, sí, no muchos pueden decir que se graduaron en muletas con una bota ortopédica... —comento con una sonrisa, intentando aligerar el momento. Me inclino un poco hacia atrás, cruzando los brazos sobre mi pecho, como si eso pudiera protegerme de la intensidad de su atención.
Él se ríe entre dientes, un sonido bajo y gutural que vibra en el aire entre nosotros. Sus ojos brillan con una chispa juguetona mientras su pie roza suavemente el mío debajo de la mesa. Es un contacto breve, casi accidental, pero el calor de su piel contra la mía envía una corriente eléctrica por todo mi cuerpo. Me sobresalta tanto la sensación que aparto la mirada de inmediato, intentando concentrarme en cualquier cosa que no sea él.
Termino apartando la mirada, sintiendo que esto se está volviendo demasiado intenso. La familiaridad entre nosotros es peligrosa, nos está llevando por un camino que ninguno de los dos está preparado para recorrer.
—Bueno, creo que debería irme —digo finalmente, intentando controlar el temblor en mi voz. Dejo el vaso a un lado y me obligo a sonreír como si fuera lo más natural del mundo. Las palabras salen apresuradas, como si mi subconsciente estuviera tratando de protegerme de lo inevitable, de ese cruce de miradas que podría ser el principio del final—. Ha sido un día largo...
Damián se queda en silencio por un segundo. Su expresión cambia, sus labios se curvan en una sonrisa apenas perceptible, pero sus ojos... sus ojos están fijos en mí, como si algo estuviera debatiéndose en su interior.
—Tienes razón... —dice con una voz baja, rasposa, como si le costara hablar—. Te llevo.
El trayecto hasta mi edificio es un vago recuerdo de luces que pasan a nuestro alrededor. Apenas puedo concentrarme en nada más que en él, en su mano sobre el volante, en cómo cada vez que se mueve, mis ojos se quedan fijos en el más mínimo detalle. La conversación es más ligera, más relajada, pero la electricidad entre nosotros sigue ahí, constante, como un cable tenso a punto de romperse.
Cuando finalmente llegamos, apaga el motor, y el silencio entre nosotros se siente más pesado que nunca. Giro la cabeza hacia él, queriendo decir algo, pero las palabras se me escapan.
—Gracias por la cena, —murmuro, intentando sonreír.
—No hay de qué, —responde él, pero su voz es más suave, como si estuviera luchando contra algo.
Me inclino ligeramente hacia la puerta, pero no la abro. Me quedo ahí, esperando, sin saber exactamente qué es lo que estoy esperando. Nuestras miradas se cruzan, y en ese momento, todo parece detenerse. Él se inclina hacia mí, despacio, como si estuviera probando el terreno. Su mano roza mi brazo, y el calor de su piel contra la mía hace que me falte el aire.
Nuestros rostros están a solo centímetros de distancia, y por un segundo, creo que va a besarme. Mi corazón late tan fuerte que apenas puedo escuchar nada más. Pero entonces, se detiene.
—Lo siento... no puedo —susurra, apartándose un poco—. Me caso en menos de un mes.
El aire frío entra en mis pulmones, como si el peso de sus palabras aplastara todo lo demás.
—Lo entiendo... no te preocupes, —digo, forzando una sonrisa.
Abro la puerta y salgo del coche. El aire frío de la noche me envuelve, devolviéndome a la realidad. Me giro una última vez para mirarlo, pero él ya no me mira. Está ahí, inmóvil, con los ojos clavados en el volante, como si estuviera luchando con sus propios demonios.
Cierro la puerta suavemente y camino hacia mi edificio, sintiendo que, aunque nos dijimos adiós, este no será el final.
≪•◦ ❈ ◦•≫
¡Holaaa! ✈️✨
Espero que hayan disfrutado del capítulo 💖
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Leer sus comentarios me llena de alegría, y siempre trato de responder a todos. ¡Ese pequeño gesto significa mucho para mí! 🌟
¡Gracias por leer! 📚🤗
¡Nos vemos en el próximo capítulo! ✨
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