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CAPÍTULO 17

DAMIÁN

El aire de la tarde es fresco, un contraste perfecto con el calor que ha dejado el sol del día. Estoy sentado en una roca, en un cerro a las afueras de Denver, mirando el horizonte mientras el cielo se tiñe de naranja y púrpura. El paisaje es vasto, abierto, y el viento sopla suavemente, acariciando mi rostro. Aquí arriba, todo parece más claro. Más sencillo.

Mis zapatillas están cubiertas de polvo, pero no me importa. La caminata fue lo que necesitaba. Sentir la tierra bajo mis pies, dejar que el ritmo de mis pasos me guíe mientras intentaba despejar mi mente. Es curioso, porque siempre creído que el aire era mi lugar, que en el cielo encontraba la libertad que tanto anhelo. Pero aquí, en este momento, con las montañas en la distancia y el sonido del viento, siento algo similar al que siento cuando estoy dentro de la cabina... Paz.

Hace tres semanas cancelé la boda. Tres semanas desde que dejé a Vivian, y desde entonces, no he hecho más que volar. Literalmente. Al día siguiente de terminar todo, fui al aeropuerto, hablé con Federico y le pedí que me reincorporara al itinerario de vuelos. Necesitaba estar en el aire. Volar es mi manera de reconectar conmigo mismo, de dejar que la mente se limpie mientras me concentro en una sola cosa: el avión. Las nubes. La vastedad del cielo.

Federico no se sorprendió, aunque me miró con esa mezcla de preocupación y curiosidad que suele tener. Sabía que algo grande había pasado. No le di demasiados detalles, solo que necesitaba volar. Y aceptó. Me dio el itinerario de los próximos quince días. Pilotear siempre ha sido mi escape, y él lo sabe. Lo que no le dije es que volar es lo único que me mantiene cuerdo en este momento.

Respiro hondo, sintiendo el aire fresco llenando mis pulmones. A pesar de todo, sigo amando lo que hago. Pilotear me da control, dirección. Y ahora, con la boda cancelada y ninguna atadura, puedo concentrarme completamente en mi próxima meta: convertirme en comandante. Es lo que siempre he querido, y por fin, nada me detiene. Sin compromisos, sin promesas que cumplir. Solo yo, el avión y el cielo. Eso me da una especie de alivio, una libertad que no sentía desde hace tiempo.

Pero entonces, está Brielle.

Cierro los ojos un momento, dejando que el viento acaricie mi piel. No puedo dejar de pensar en ella. Desde que volvimos a encontrarnos, todo ha sido una confusión de emociones y más aún después de haber despertado junto a ella. Ocho años. Ocho años desde que nos despedimos, y el destino decidió volver a cruzar nuestras vidas. No estaba preparado para eso, pero ahora no puedo sacarla de mi cabeza.

Lo que sentí al verla esa noche en el bar fue real, lo sé. Pero ¿Sigue siendo real lo que siento por ella o es solo una ilusión creada por la confusión de mi vida? Tenemos una historia, mucha historia juntos. Aunque con Vivian también tengo una historia. Pero ¿qué hace que con Brielle se sienta diferente? Esa es la pregunta que me tortura. Con Vivian tenía una vida, una rutina. Pero con Brielle, siempre fue como si el mundo se detuviera cuando estábamos juntos. Como si todo lo demás no importa. Necesito saber si las chispas que siento son reales, o si solo son destellos del pasado.

Sacudo la cabeza, tratando de despejarme. Miro el reloj. Son las nueve de la noche, y el sol ya ha desaparecido detrás de las montañas. A pesar de todo lo que he tratado de racionalizar, sé que no puedo seguir impidiendo esto. Necesito verla. Necesito hablar con ella y averiguar qué es lo que realmente sentimos. Porque si lo que despertó en mí esa noche fue real, entonces no puedo dejarlo ir.

Me levanto de la roca, sacudiéndome el polvo de las manos. El viento sopla un poco más fuerte ahora, y el aire frío de la noche comienza a invadir el paisaje. Mañana es un día largo de vuelos, y aunque me encanta el cielo, una parte de mí sabe que no puedo seguir escapando por siempre. Camino hacia el sendero que baja de la colina, y mientras lo hago, siento un nudo en el estómago. No es miedo, es anticipación. Sea lo que sea lo que Brielle y yo tenemos, necesito saberlo. Porque no puedo seguir viviendo en esta incertidumbre, entre lo que fue y lo que podría ser.

≪•◦ ❈ ◦•≫

Estoy sentado con Brielle en una manta extendida sobre la hierba, mientras el sol se esconde lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosados. El aire fresco de la tarde se mezcla con el calor que todavía queda del día. Ella está acurrucada contra mi pecho, mi brazo envuelto a su alrededor, y puedo sentir cómo se relaja en cada respiración. La llevo más cerca, como si no quisiera dejarla ir jamás.

Hay una tranquilidad en este momento, como si el mundo entero desapareciera y solo quedáramos nosotros dos, con el sonido del río a lo lejos y el murmullo lejano de los insectos. Ella gira su cabeza y me mira con esa sonrisa, la que siempre logra desarmarme por completo. Me inclino y le beso la frente, saboreando la calidez del último rayo de sol que nos alcanza. No necesitamos decir mucho. El silencio entre nosotros siempre fue suficiente.

—¿Sabes? Podríamos quedarnos aquí para siempre —le digo, con mis labios aún sobre su frente.

Su sonrisa se amplía, y aunque no puedo verla del todo, sé que está ahí, con esa sonrisa tan hermosa.

—¿Y qué haríamos todo ese tiempo? —pregunta con una risa suave, acomodándose más contra mí.

La abrazo más fuerte, disfrutando de la calidez de su cuerpo junto al mío.

—No sé... podríamos contar estrellas, hablar de lo que sea, de tus libros, y yo de mis aviones... o simplemente esto —digo, señalando cómo estamos acurrucados, tranquilos, en paz—. Solo tú y yo.

—Suena perfecto... aunque tarde o temprano, te aburrirías de mí.

La aprieto un poco más fuerte contra mí, inclinándome para susurrarle al oído.

—No hay manera en el mundo en que eso pase...

—Dudo que sigas pensando igual cuando estes piloteando un avión, cumpliendo tu sueño. —Dice con una sonrisa que ilumina su rostro.

Vuelvo a sonreír. —¿Por qué no? Yo quiero estar en primera fila viéndote cumplir tus sueños, y yo quiero que tú estés en primera fila viéndome a mí.

—Listo para descender —murmura, mi copiloto, y su voz me arrastra de vuelta a la realidad.

El sonido suave de los motores disminuye, marcando el inicio de nuestro descenso. Lucas, mi copiloto, me mira de reojo mientras ajusta los controles. Asiento, aunque mi mente está lejos de esta cabina, de este avión, del cielo que atravieso todos los días.

—Listo —respondo, tomando los mandos con la precisión automática de alguien que ha hecho esto cientos de veces.

El cielo sobre Vancouver se tiñe de un gris azulado, el sol desaparece lentamente detrás de las montañas. La ciudad está justo debajo, sus luces comienzan a brillar como estrellas en la tierra. Es un paisaje familiar, uno que ha visto millas de veces, pero hoy, después de tres semanas de viajes interminables por Norteamérica, siento un peso diferente en el pecho. No es solo el cansancio físico, es algo más profundo.

Las ciudades pasaron como un borrón: Nueva York, Toronto, Los Ángeles, Miami... Lugares que apenas vi más allá de la pista de aterrizaje y el hotel. El trabajo ha sido mi refugio, algo que pedí a propósito. Necesitaba este tiempo solo, tiempo para pensar y, tal vez, para no pensar en absoluto. Pero incluso aquí, en la cabina, con el mundo debajo de mí, el silencio no es suficiente para ahogar todos los pensamientos que se arremolinan en mi cabeza.

Muevo las manos sobre los mandos del Boeing 787-9 Dreamliner, mi nave, el lugar donde me siento más en control. Vancouver se despliega frente a nosotros, y la pista de aterrizaje brilla con las luces de guía. El avión desciende con suavidad, respondiendo a cada ajuste que hago con las manos. El aterrizaje es perfecto, casi automático.

Mis dedos tamborilean levemente sobre el mando cuando el avión toca el suelo. La conexión con la pista es tan suave que apenas se siente. Respiro profundamente, dejando que la familiaridad del aterrizaje me tranquilice por un segundo. Pero una vez que los motores se apagan y el silencio envuelve la cabina, esa presión en mi pecho vuelve a instalarse, pesada e insistente.

Los pasajeros comienzan a levantarse de sus asientos, listos para desembarcar. La rutina habitual del cierre de un vuelo me distrae momentáneamente. Los anuncios, el personal de tierra preparándose para la llegada, todo sigue su curso, y yo sigo allí, atrapado en un torbellino de emociones que ni el cielo ha podido. Cuando el último pasajero ha bajado, me desabrocho el cinturón de seguridad y me levanto del asiento. Cruzo la cabina, sintiendo el cansancio en cada paso. La maleta de mano pesa más de lo normal, o quizás solo lo sienta así porque sé que, al salir de este avión, ya no podrás evitar enfrentarte.

Mientras camino por los largos pasillos del aeropuerto, con las luces fluorescentes reflejándose en los pisos de mármol pulido, siento más ligero de lo que me he sentido en semanas. Quizás porque por primera vez en mucho tiempo, empiezo a ver el camino claro. Sé que tengo que hablar con Brielle. Verla. Descubrir si esas chispas que sentimos juntos aún son reales o si fueron solo destellos de lo que una vez fuimos.

El futuro es incierto, pero por alguna razón, siento una nueva fuerza dentro de mí. Como el avión que aterrizó con éxito una y otra vez, sé que puedo manejar esto. Solo tengo que tomar el control, enfrentar lo que venga, y descubrir qué es lo que realmente quiero. Porque si algo he aprendido en estas tres semanas es que no puedo seguir volando sin rumbo.

Es hora de bajar a tierra firme. Y tal vez, solo tal vez, Brielle este esperando allí.


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