CAPÍTULO 14
DAMIÁN
Me miro al espejo. El reflejo me devuelve una imagen impecable: traje negro Armani, perfectamente ajustado, camisa blanca que resalta el cuello de la chaqueta. Todo está en su lugar, menos yo. Me siento fuera de lugar, como si esta imagen no me perteneciera. Alzo las manos para ajustar la corbata, pero mis dedos tiemblan, resbalando inútilmente por el nudo. No logro que quede bien.
La habitación está llena de voces, pero las palabras se sienten lejanas, apagadas, como si estuviera sumergido bajo el agua. Mi padre, sentado en el sillón junto a la ventana, observa mi lucha en silencio. Sé que quiere decir algo, pero también sé que no sabe cómo empezar. A su lado, Scott se ríe de alguna broma que Daryl acaba de hacer, mientras Derek revisa su móvil. Están hablando entre ellos, bromeando sobre la boda, sobre lo que va a pasar en unas horas. Ríen. Yo, en cambio, no puedo escuchar más que el latido de mi propio corazón, acelerado, caótico.
El reloj marca las cinco. Solo una hora más. Una hora para un paso que siento que no puedo dar.
La puerta se abre de golpe, y la figura de mi madre, Eleonor, entra como un vendaval silencioso. Me ve de inmediato, sus ojos azules se fijan en mis manos temblorosas y mi corbata deshecha. Frunce el ceño mientras se acerca con la misma serenidad que siempre ha tenido, esa que me calma y me inquieta al mismo tiempo.
—Hijo —dice, cruzando el cuarto con pasos decididos. Me mira durante un segundo antes de fruncir el ceño al ver el desastre que he hecho con la corbata—. Deja eso, cariño. Yo me encargo.
Con manos hábiles y precisas, toma la corbata y comienza a ajustarla. Su cercanía me reconforta, pero también hace que el peso de todo lo que siento se haga aún más evidente. Puedo sentir sus ojos de vez en cuando sobre mí, la tensión en su expresión.
—¿Qué te pasa, hijo? ¿Son los nervios? —me pregunta en voz baja, con ese tono que usa cuando ya sabe la respuesta pero quiere que la diga en voz alta.
Las palabras se me quedan atrapadas en la garganta. No puedo. No puedo decirlo. No puedo decirle a mi madre, no puedo decírmelo a mí mismo. Mis ojos se desvían hacia la ventana, donde el sol de la tarde comienza a declinar, lanzando destellos dorados a través del cristal. Una hora... una hora para tomar la decisión que cambiará todo.
—No puedo —susurro finalmente, bajando mi vista para observarla a ella. Mi tono fue tan bajo que no estoy seguro de si lo ha escuchado.
Pero sí. Me ha escuchado.
Deja de ajustar la corbata y me mira directamente a los ojos. No dice nada, pero su mirada me atraviesa, buscando algo que no sé si estoy listo para admitir. De repente, la conversación que tuve hace unos días con Ainhoa invade mi mente como una tormenta, arrasando con todo a su paso. El sonido de su voz, calmada pero llena de preocupación, reverbera en mi interior.
—¿Recuerdas a Brielle?
Su nombre todavía me atraviesa como una daga cada vez que lo pienso. Brielle. Aquella chica que solía ser todo para mí. Ainhoa se había sorprendido al escuchar que la había visto de nuevo. Esa noche en el bar, nuestras miradas se encontraron como si el tiempo no hubiera pasado. Desde entonces, no he podido sacarla de mi cabeza, aunque lo intenté.
—Estoy a punto de casarme con una mujer increíble, pero... no puedo dejar de pensar en Brielle.
La duda había comenzado como una pequeña chispa, una sombra que intentaba ignorar. Pero desde esa mañana que desperté a su lado, esa chispa se había convertido en un incendio que no he sabido apagar.
—Damián, si te casas, hazlo porque estás cien por ciento seguro.
Ainhoa tenía razón, pero ¿cómo podía estar seguro cuando una parte de mí seguía pensando en Brielle? Era una locura. Vivian es increíble, me había repetido tantas veces. Ella merece lo mejor de mí. Pero... ¿qué pasa si lo mejor de mí ya no es suficiente? ¿Qué pasa si lo que siento por ella ya no es suficiente?
—No puedo hacerlo, mamá —repito, esta vez con más convicción. Eleonor que había vuelto a la corbata deja de ajustarla y me mira, sus ojos abriéndose levemente.
—¿Qué estás diciendo, hijo? —su voz es baja, casi un susurro.
Mi padre, al escucharme se levanta lentamente del sillón. Durante un momento parece que está buscando qué decir, sus labios se mueven ligeramente, pero no hay sonido. Sus ojos me examinan con esa mezcla de preocupación y cariño que siempre ha tenido desde que era niño. Es como si estuviera viendo a través de mí, descifrando lo que mis palabras apenas están rozando.
—Damián... —empieza, con su voz grave, pero se detiene. No termina la frase. No hace falta. Su silencio dice más que cualquier palabra.
Mamá sigue a su lado, inmóvil, pero sus manos delatan su nerviosismo. Sus manos, que hace apenas unos momentos estaban ajustando mi corbata, ahora cuelgan a los lados, pero no hay juicio en su mirada. Sus ojos recorren mi rostro como si intentara entender lo que he dicho, en su mirada hay algo que me tranquiliza: comprensión. Mamá siempre ha sabido ver más allá de lo que los demás pueden.
—Cariño... —su voz es suave, maternal, pero firme—, si no puedes... no tienes que hacerlo. —Sus palabras caen como un bálsamo, pero también traen consigo el peso de lo que está por venir.
Mi garganta se cierra. El traje aprieta, asfixia. Con dos de mis dedos, aflojo el cuello de la camisa levemente. Un sudor frío recorre mi espalda. No sé cómo expresar todo lo que siento, porque ni yo mismo sé lo que estoy sintiendo. ¿Miedo? ¿Culpa? ¿Alivio? Todo se mezcla en un caos que no puedo controlar. Los latidos de mi corazón son lo único que escucho con claridad. Las voces en la habitación han desaparecido, incluso mis amigos han dejado de hablar. Solo está el sonido de mi respiración, pesada, irregular.
Scott da un paso hacia mí, apoyando una mano en mi hombro.
—Damián, amigo... ¿es por ella? —pregunta, pero ya sabe la respuesta. Lo veo en sus ojos, ese brillo que solo alguien que conoce toda la historia puede tener. Scott estuvo ahí cuando Brielle y yo éramos inseparables. Él sabe lo mucho que significó para mí, lo mucho que la quise. Y sabe lo difícil que fue dejarla ir.
Sus palabras golpean con más fuerza de la que esperaba. No hace falta decir su nombre. Ella. Esa palabra lo resume todo.
Mi madre me mira, y algo en sus ojos me dice que ya sabe quién es a quien se refiere Scott.
—No... —empiezo a decir, pero mi voz se quiebra. Mierda. Ni siquiera puedo mentir sobre esto. Mis manos tiemblan.
—Dam... —Scott suspira y se pasa una mano por el pelo—. Mierda, tío. Sabía que esto te estaba afectando, pero no pensé que fuera tan serio.
Mi padre da un paso hacia mí y coloca una mano firme en mi hombro. Es un gesto pequeño, pero siento el peso de su apoyo. Me ayuda a mantenerme en pie cuando siento que las piernas podrían fallarme en cualquier momento.
—Lo importante, hijo —dice, su voz profunda pero suave—, es que seas honesto contigo mismo. Nadie puede decirte qué hacer... pero no puedes seguir con esto si no estás seguro. No por nosotros. No por nadie más que tú.
Su tono es calmado, pero lo que dice lleva un peso enorme. El peso de la verdad que no quiero admitir, pero que ya no puedo seguir ignorando.
Siento una lágrima amenazar con caer, y me esfuerzo por mantenerla a raya. No quiero perder la compostura frente a todos. Me obligo a respirar hondo, aunque el aire parece no llenar mis pulmones.
—Mira, hijo... —la voz de mi madre es suave, y finalmente me mira directamente—. Si no puedes hacerlo, no lo hagas. Nosotros nos encargamos de resolver el resto.
—No es justo para Vivian —murmuro, sintiendo cómo el peso de esa verdad me aplasta. Mis manos caen a los lados, inertes. La sensación de derrota es abrumadora.
—Pero tampoco es justo para ti, hijo —Los ojos de mi madre reflejan tranquilidad—. No puedes casarte sintiendo que te traicionas a ti mismo.
—No tienes que hacer nada solo porque es lo que esperan los demás de ti —añade mi padre nuevamente, colocándose a mi otro lado—. Tu madre y yo queremos que seas feliz, Damián. Eso es lo único que importa. No nos importa si no te casas... Solo nos importa que tú seas feliz.
Respiro hondo una vez más, el aire llenando mis pulmones como si fuera a darme valor. Este es el momento en que todo cambia, el punto sin retorno. No puedo casarme con Vivian. No puedo seguir adelante con esta mentira que nos consume a ambos, por mucho que me duela tomar esta decisión. Sé que es lo correcto.
Mis pies se sienten pesados cuando gira hacia la puerta. Cada paso es como atravesar una niebla densa que me arrastra hacia lo inevitable. Mi mano, temblorosa, alcanza el pomo de la puerta, y al abrirla, el aire fresco del pasillo golpea mi rostro, ofreciéndome un alivio fugaz. Mi corazón late tan fuerte que puedo sentirlo en las sien, y el silencio del pasillo solo amplifica la presión en mi pecho.
—A ¿dónde vas? —la voz mi hermana Abbie, me detiene en seco.
Levanto la vista, encontrándola apoyada en la pared, con los brazos cruzados. Su ceño está ligeramente fruncido, sus labios apretados en una delgada línea de preocupación. Hay algo en sus ojos, una mezcla de curiosidad y comprensión que me asfixia aún más. Sabe que algo está mal.
—Damián, ¿qué está pasando? —insiste, su voz suave pero firme mientras da un paso hacia mí.
No puedo mirarla directamente. Sus ojos me queman. Es como si su mirada fuera un espejo que refleja el caos que siento por dentro, y eso me aterra. Mi garganta está seca, cada palabra que intento formar se queda atrapada en un nudo de nervios.
—Necesito hablar con Vivian —murmuro, mi voz apenas audible.
Intento continuar, pero Abbie camina a mi lado, igualando mi paso sin perderme de vista. Ella no es de las que presionan con preguntas cuando sabe que no es el momento, pero su presencia me pesa. Su silencio es tan penetrante que amplifica el ruido en mi cabeza: ¿cómo voy a hacerlo? ¿Cómo le explico a Vivian que todo lo que hemos construido está a punto de desmoronarse?
Nos detenemos frente a la puerta de la habitación de Vivian. Mi mano vacila sobre la madera lisa, el peso de la decisión presionando mis hombros. Siento que mi corazón podría explotar. Finalmente, golpeo la puerta con suavidad.
Unos segundos después, la puerta se abre y Carla, la madre de Vivian, aparece al otro lado. Su sonrisa cálida y despreocupada me recibe, irradiando la alegría que siente en este día especial. No sabe lo que se avecina.
—¡Damián! —exclama con entusiasmo, ampliando la puerta—. ¿Sabes que es de mala suerte ver a la novia antes de la boda? —bromea con una risa ligera.
Quiero reírme, devolverle esa sonrisa, pero no puedo. Mis labios no responden. Todo mi cuerpo está tenso, incapaz de fingir ni siquiera una sombra de normalidad.
—Necesito hablar con Vivian —digo, mi voz grave, cortante, pero firme.
La expresión de Carla vacila, apenas perceptible, y aunque su sonrisa no desaparece del todo, noto la confusión en sus ojos. No espera este tono de mí, no en este día.
—Está terminando de arreglarse —dice, aún sin comprender del todo—. Ya podrán hablar después de la boda.
—Tiene que ser ahora... es importante. —Mis palabras son más desesperadas de lo que esperaba.
La sonrisa de Carla se desvanece por completo. Sus ojos, siempre llenos de amabilidad, ahora se arrugan con una ligera preocupación. Tras un momento de duda, asiente y se aparta de la puerta.
—Claro, pasa —dice, sus labios ahora en una fina línea de incertidumbre.
Entro en la habitación como si caminara hacia el borde de un abismo. La suave luz que entra por las ventanas ilumina las flores frescas que decoran el espacio. Todo a mi alrededor debería reflejar una atmósfera de felicidad, pero el peso de lo que estoy a punto de hacer distorsionar ese sentimiento. Me cuesta respirar.
Vivian está de espaldas, frente a un espejo, con el cabello recogido en un peinado que luce delicado y hermoso. Está envuelta en un albornoz blanco, relajada, su postura completamente ajena al caos que está por venir. Mientras la estilista termina de arreglarle el cabello, noto lo serena que parece. Se está preparando para lo que cree será el mejor día de su vida, y yo estoy a punto de destrozarlo.
—Vivian... —digo en un susurro.
Ella se gira hacia mí, y su sonrisa ilumina el cuarto. Sus ojos brillan, llenos de emoción, de expectativa. Al verme, una pequeña risa se escapa de sus labios.
—¿Qué haces aquí? —pregunta con una leve risa nerviosa, sorprendida de verme antes de lo esperado.
Quiero responder, pero las palabras se atacan en mi garganta. Miro sus ojos, tan llenos de esperanza, y siento como si el suelo bajo mis pies desapareciera. ¿Cómo le arrebato esa ilusión? ¿Cómo le digo que no puedo seguir adelante con esto sin aplastarla por completo?
—Necesitamos hablar —respondo con voz quebrada.
La sonrisa de Vivian vacila un poco, y la estilista, notando el cambio de atmósfera, recoge sus cosas murmurando algo sobre darle privacidad. La madre de Vivian sigue en la puerta, observando la escena con una confusión palpable, pero no interviene. Sabe que algo importante está ocurriendo, pero no quiere interrumpir.
—¿Qué pasa? —pregunta Vivian, su tono lleno de incertidumbre.
Trato de mantener la compostura, pero la presión es insoportable. Mis palabras son torpes, se tropiezan unas con otras mientras intento explicar lo inexplicable.
—No puedo... —digo finalmente, el peso de la confesión cayendo entre nosotros como una losa.
Los ojos de Vivian se ensanchan. Su sonrisa desaparece, reemplazada por una expresión de incomprensión. Da un paso hacia mí, buscando en mi rostro alguna pista de que no estoy diciendo lo que cree escuchar.
—¿Qué...? —balbucea, su voz temblorosa—. ¿Qué estás diciendo, Damián?
El silencio que sigue es ensordecedor. Ella me mira, sus labios entreabiertos, intentando procesar lo que acaba de oír. El brillo en sus ojos se apaga lentamente, reemplazado por una sombra de dolor que me destroza por dentro.
—Lo siento, pero... no puedo casarme contigo —las palabras caer pesadamente entre nosotros.
El aire en la habitación se vuelve denso, como si cada partícula fuera un recordatorio de lo que estoy a punto de destruir. Las lágrimas comienzan a rodar por las mejillas de Vivian, una tras otra, su cuerpo temblando de incredulidad y desesperación. Su respiración se acelera, y veo cómo se aferra al albornoz como si fuera su única ancla.
—Damián, no... —su voz es apenas un susurro, rota, perdida—. No entiendo. ¿Por qué? ¿Qué ha cambiado?
Intento encontrar una respuesta que la alivie, algo que le haga entender, pero no hay explicación que no le rompa el corazón.
—No es justo para ti... —es lo único que puedo decir, y suena tan vacío que siento que me ahogo en mis propias palabras—. No puedo seguir fingiendo que todo está bien cuando no lo está.
La confusión en su rostro se transforma en una mezcla de rabia y dolor. Las lágrimas ya no son silenciosas, ahora están acompañadas por sollozos entrecortados que llenan la habitación.
—¡¿No están bien?! —grita, su voz quebrada—. ¡Estamos a poco de casarnos, Damián! ¡Nos vamos a casar hoy!
Quiero acercarme a ella, consolarla de alguna manera, pero sé que no puedo. Cualquier contacto, cualquier gesto, sería una mentira más. Y ya no puedo vivir con más mentiras.
—Sé que esto es horrible, y créeme... no quiero lastimarte. —Mi garganta se cierra al ver cómo sus lágrimas siguen cayendo, y cada segundo que pasa me siento más hundido en el abismo que yo mismo he creado—. Pero no puedo seguir adelante.
Vivian me mira con los ojos muy abiertos, su cuerpo rígido, como si las palabras que estoy diciendo no pudieran entrar en su cabeza.
—No entiendo —dice, con la voz apagada y rota—. ¿Por qué? ¿Qué cambió? —Su desesperación es palpable, y el temblor en su voz hace que mi corazón se acelere aún más. Puedo sentir cómo el dolor se transforma en rabia en ella, en la manera en que sus puños se cierran y sus labios tiemblan—. ¡Damián, dime algo! ¡Dime por qué!
Las palabras que ella quiere escuchar están atrapadas en mi garganta. No puedo contarle sobre Brielle, no ahora. No cuando ni yo mismo tengo claro qué significan mis sentimientos por ella. Pero Vivian merece algo, no cualquier explicación.
—No estoy completamente seguro de lo que quiero. —digo finalmente, sintiendo lo insuficiente que suena.
—¡¿No estás seguro de lo que quieres?! —grita ahora, el dolor transformándose en furia—. ¡Después de todo esto, después de todo lo que hemos pasado, me dices que no estás seguro! —Da un paso hacia mí, y sus ojos se clavan en los míos, rojos e hinchados por las lágrimas—. ¿Cuándo te diste cuenta de esto, Damián? ¿Ayer? ¿Hace una semana? ¡¿O acaso ha sido siempre así y nunca me lo dijiste?!
No sé cómo responder. Cada palabra que digo parece hacer más daño. Cada intento de explicación suena hueco, vacío.
—Lo he estado sintiendo desde hace un tiempo... —digo, bajando la mirada, incapaz de sostener su ira—. Pero no quería aceptarlo. No quiero hacerte más daño.
—¡¿No querías hacerme daño?! —Vivian se ríe, pero es una risa amarga, llena de incredulidad—. ¡Me estás dejando horas antes de nuestra boda, Damián! ¡Me estás destruyendo ahora mismo!
Su voz se quiebra nuevamente, y veo cómo su cuerpo tiembla, incapaz de controlar las emociones que la invaden. Las lágrimas vuelven a caer, pero esta vez están mezcladas con rabia, con la traición palpable en cada uno de sus gestos. La madre de Vivian, que ha estado en silencio hasta ahora, da un paso hacia adelante, tratando de intervenir.
—Damián... —empieza a decir con enojo mientras intenta abrazar a su hija para consolarla—. Es mejor que te vayas, ya has arruinado todo ¿qué más quieres?
—¿Es por alguien más? —pregunta, su voz ahora apenas un susurro. —Damián... ¿me enga...ñaste?
Niego rápidamente. —No. No te he engañado. Y no es por nadie más, soy yo —respondo finalmente, con un esfuerzo que me duele en el alma.
—Esto es una locura —dice Carla con la voz firme, pero enojada—. Damián, estás arruinando la vida de mi hija. ¿Tienes idea de lo que esto significa? —Sus ojos me fulminan, llenos de una mezcla de incredulidad y rabia.
Mi garganta se seca al escuchar sus palabras, y el nudo en mi estómago se aprieta aún más. Trato de mantenerme calmado, de encontrar las palabras correctas, pero todo lo que sale de mi boca parece empeorar la situación.
—Carla, yo... —empiezo, pero ella me interrumpe, alzando una mano para callarme.
—Mi hija te ama, ha dedicado los últimos años de su vida a esta relación, te ha apoyado en tu carrera, ha estado ahí para ti y tú decides hacer esto el día de su boda. —Su tono es tan amargo que me siento como un niño regañado, sin derecho a defenderme—. Damián, ¿Por qué no te vas?
Siento que el calor sube por mi rostro. La culpa me aplasta. Lo que estoy haciendo es lo correcto, pero no deja de doler. No deja de sentirse como si estuviera destrozando todo lo que he construido con Vivian.
—Vivian... —trato de acercarme, pero ella da un paso atrás, alejándose de mí como si fuera alguien a quien ya no puede soportar tener cerca.
—¡No! —grita, su voz quebrándose de nuevo—. No me toques. No quiero verte. —Sus manos se cubren el rostro, y sus sollozos son tan intensos que llenan toda la habitación de dolor. Su madre se mueve rápidamente para abrazarla, susurrándole en el oído palabras que no alcanzo a escuchar.
—Damián, vámonos —dice Abbie, su mano apretando suavemente mi brazo, un ancla en medio de la tormenta emocional que me consume. Su expresión es de preocupación, y por un momento, me pregunto si ella también está decepcionada de mí. Su mirada me hace recordar que no estoy solo en esto.
—Sí, hazle caso a tu hermana. Es mejor que te vayas —dice la madre de Vivian, sus palabras son afiladas, como cuchillas que cortan el aire entre nosotros.
—Ven, Damián —insiste Abbie, guiándome hacia la puerta.
—Voy a quedarme en un hotel esta noche —declaro, mi voz es un murmullo entre la tristeza y la resolución.
Mientras cruzo el umbral, siento la mirada de Vivian a mis espaldas, pesada y llena de dolor. Es una sensación desgarradora, como si una parte de mí se quedara atrás, en la habitación, con ella.
—Nunca quise hacerte daño... Lo siento —susurro, aunque sé que no puede escucharme. Me duele tener que dejarla así, rota y herida.
Salgo de la habitación, sintiendo una mezcla de culpa, pero también algo dentro de mí se siente más liguero al dejar atrás la carga de lo debí haber hecho hace semanas atrás. La puerta se cierra detrás de mí, y aunque no puedo dejar de pensar en el daño que he causado, sé que ahora debo concentrarme en lo que viene.
—Damián... —me llama Abbie, su voz suave pero firme. Me detengo, sintiendo su presencia a mi lado. La miro, y en su rostro veo una mezcla de preocupación y amor, esa misma preocupación que siempre ha tenido por mí.
—Necesito estar solo... —le digo, mi voz se siente como un susurro, una confesión dolorosa.
Abbie asiente buscando algo en ese pequeño bolso de mano. Se acerca, extendiendo su mano hacia mí. En su palma reposa una copia de la llave de su casa y las llave de mi coche.
—Siempre habrá un lugar para ti allí, Damián. Tienes una habitación para pasar la noche. —Sus ojos brillan con sinceridad, y sé que está hablando desde el corazón.
—Gracias...
Ella asiente, comprendiendo más de lo que las palabras pueden expresar. Su apoyo me da algo de consuelo, aunque el peso de la culpa sigue aplastando mi pecho. Se acerca un poco más, me abraza y luego me da un beso suave en la mejilla, un gesto que me llena de una ternura que contrasta con el dolor que siento.
—Llámame si necesitas algo, por favor. —Su voz es un hilo de aliento, una promesa silenciosa de que no estaré solo en este caos.
Asiento, incapaz de articular una respuesta más profunda, mi mente aún atrapada en el laberinto de sentimientos y arrepentimientos.
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¡Nos vemos en el próximo capítulo! ✨
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