CAPÍTULO 1
DAMIÁN
Hace 5 años...
El despertador suena, su tono estridente perforando el silencio de la mañana. Me despierto de golpe, parpadeando mientras mi cerebro procesa lo que está pasando. Hoy es el día. El día que he estado esperando desde que viajé por primera vez en un avión, cuando supe que esto era lo que quería ser. Piloto.
Me siento en el borde de la cama, mi pierna izquierda rígida por la maldita bota ortopédica que llevo desde hace una semana. Un recordatorio constante de mi estupidez al decidir bajar ese cerro en bicicleta con Daryl. El idiota iba delante de mí cuando perdió el control, y yo, tratando de esquivarlo, acabé volando más alto de lo que hubiera querido. Bueno, al menos me consuela saber que hoy no voy a necesitar la pierna para volar.
Me dirijo al baño con la bota resonando en cada paso. Me meto en la ducha, inclinando cuidadosamente mi pierna ortopédica hacia afuera para evitar que se moje. Dejo que el agua caliente me relaje los músculos tensos. Me tomo mi tiempo, disfrutando de la sensación del agua cayendo sobre mi cabeza, despejando cualquier rastro de sueño o nerviosismo que pudiera quedarme. Hoy es un día importante, y quiero estar preparado para todo. Me lavo el cabello con más cuidado del habitual, asegurándome de que quede limpio y presentable.
Al salir de la ducha, me miro en el espejo mientras me seco el cabello, intentando peinarlo para que no luzca tan desordenado como de costumbre. Mi madre siempre dice que tengo el cabello como si hubiera salido de un tornado. Sonrío ante el pensamiento. Hoy es un día especial, y hasta el mínimo detalle cuenta.
De vuelta en mi habitación, reviso mi uniforme una vez más. Me aseguro de que el blazer azul oscuro esté perfectamente alineado, que los pantalones estén sin una sola arruga y que el alfiler de corbata con el símbolo de alas doradas, el que mi abuelo me regaló cuando cumplí dieciséis, esté en su lugar correcto. Todo parece estar en orden. Estoy listo.
Salgo de la habitación con la ayuda de la muleta, avanzando con cuidado por el pasillo hacia la cocina. Escucho las voces de mi familia. Mi madre está en la cocina, como siempre, ajetreada preparando el desayuno, retando a Lobo porque no deja de intentar pasearse entre sus piernas.
—Lobo... Sentado. —Ordeno. El perro me mira con la lengua afuera y se sienta.
—¡Buenos días dormilón! —saluda Abbie mi hermana mayor desde el comedor.
—Sí, sí, ya sé. Me quedé dormido. Son esos medicamentos para el dolor que me provocan más sueño —respondo, cojeando hacia la cocina para robar un trozo de tocino del plato.
—Nadie te mandó a bajar del cerro en bicicleta —murmura mi mamá, lanzándome una mirada mezcla de reproche y exasperación. Sus ojos, entrecerrados y con un leve toque de ironía, me hacen sentir como si estuviera de vuelta en la escuela secundaria, justo después de una travesura.
Mi padre entra en la cocina en ese momento, su presencia calmada y su porte siempre sereno. Lleva una camisa de lino azul claro, perfectamente estirada, y sus ojos, siempre llenos de esa chispa de orgullo, se posan en mí con un brillo especial.
Se acerca y me da una palmada en el hombro, un gesto que es a la vez firme y reconfortante. La fuerza de su mano es un recordatorio de que, a pesar del dolor y las bromas, estoy rodeado de apoyo.
—Hoy es tu día, hijo. Tu abuelo estaría tan orgulloso de ti como nosotros lo estamos —dice con voz firme. Y eso es todo. No hay discursos largos, no hay lágrimas, solo esas palabras que lo dicen todo.
Mencionarlo trae una oleada de emociones a mi pecho. Mi abuelo, el hombre que me mostró el cielo por primera vez, el que me llevó a la cabina cuando era apenas un niño y me enseñó los controles con una paciencia infinita, se convierte en una presencia inmensa en mi mente. Sus enseñanzas, su amor por los aviones y la libertad del vuelo, se sienten más vivas que nunca. Hoy, mientras camino hacia este logro, siento que cada momento compartido con él, cada lección aprendida, está aquí conmigo. Este es el día en el que todo lo que me enseñó se vuelve realidad.
—Gracias, papá. Eso significa mucho para mí. —Mis palabras son sinceras, aunque no logran capturar todo lo que siento.
Termino el desayuno rápidamente y cojeo hacia el coche con la ayuda de las muletas. Mis amigos ya me han enviado mensajes esta mañana, deseándome suerte y haciendo apuestas sobre si me tropezaré en el escenario con las muletas.
El trayecto hasta el campus es una mezcla de tráfico y nervios. Mi madre sigue hablando sobre algo chistoso que pasó en su trabajo, y mi padre escucha con una sonrisa ligera en los labios. Abbie me toma el pelo por la bota ortopédica, diciendo que me hace parecer un "soldado herido". Me río, pero la verdad es que el dolor es constante, una punzada molesta que no me deja olvidar el accidente.
Cuando llegamos al campus, el lugar está lleno de gente. Familias, amigos, y futuros pilotos llenos de emoción y orgullo. Me bajo del auto con cuidado, apoyándome en la muleta. A cada paso, el peso de la bota ortopédica se siente más pesado, pero también una chispa de adrenalina recorre mi cuerpo. El aire está cargado de expectativa y alegría; los sonidos de risas y conversaciones flotan en el aire, mezclados con el tintineo lejano de la banda de música preparándose para tocar.
Al acercarnos al auditorio, veo a mis amigos esperando fuera. Sus caras se iluminan al verme, y no puedo evitar sonreír, a pesar del dolor punzante en mi pierna. Dereck es el primero en romper la formación, acercándose hacia mí con esa energía desbordante que siempre tiene.
—¡Mira quién llegó al fin! —exclama, y antes de que pueda reaccionar, me envuelve en un abrazo torpe, empujándome levemente hacia atrás. Mi pierna casi cede, pero logro mantenerme firme.
—Ten cuidado, idiota, viste que está convaleciente —murmura Camille, con una sonrisa irónica mientras le da un ligero golpe en la cabeza a Dereck. Luego se vuelve hacia mí, sus ojos brillando con una mezcla de afecto y diversión. —Amigo mío, no sabes lo orgullosa que estoy de ti. —Me envuelve en un abrazo cálido, apretándome con fuerza.
El calor de su abrazo es reconfortante, y siento que los nervios se disipan un poco. Ainhoa se adelanta, y me mira con una sonrisa burlona.
—Ya era hora. Pensé que ibas a volar hasta aquí con la bota y todo —se burla, pero hay un brillo suave en sus ojos que revela su afecto. Me da un beso rápido en la mejilla, el toque ligero de sus labios es casi como un abrazo.
—¡Damián! Por Dios hijo, arréglate ese cabello —grita mi madre desde atrás, su voz cortando el aire con esa mezcla de regaño y amor maternal. Me paso una mano por el cabello, intentando en vano domar el desastre que ella siempre menciona.
—Mamá, por favor, ya estamos aquí. —Le doy una mirada de súplica, y ella simplemente sacude la cabeza con resignación.
Mis amigos se ríen, y yo también. La risa es una buena distracción, una forma de olvidar por un momento la incomodidad de la bota y el dolor en mi pierna.
—Oye, tu mamá tiene razón. Estás hecho un desastre, Crawford —añade Margot, con una sonrisa socarrona mientras me pasa una mano por el cabello para tratar de arreglarlo un poco.
—Dejen mi cabello en paz. Prefiero concentrarme en no caerme en el escenario —bromeo, tratando de mantener el humor a pesar de los nervios.
Camille me da una palmadita en la espalda. —Te tenemos, Damián. Si te caes, seremos los primeros en reírnos, pero también los primeros en levantarte.
Me río y asiento. —Eso es lo que me da miedo. Que se rían más de lo que me ayuden.
Todos nos reímos de nuevo, y por un momento, todo parece perfecto. Los nervios están ahí, sí, pero también está la emoción, la anticipación de algo grande. Nos dirigimos al auditorio, avanzando entre la multitud de personas que también se preparan para la ceremonia.
Finalmente, nos dirigimos hacia el auditorio, caminando juntos mientras la multitud se mueve a nuestro alrededor. Cojeo a su ritmo, con cada paso firme a pesar del dolor en la pierna. El sonido de nuestros pasos resonando en el pasillo se mezcla con las voces y la música, creando una sinfonía de emociones que se siente como el preludio de algo grande.
El auditorio es impresionante. Las luces están bajas, y hay un murmullo constante de personas hablando, anticipando lo que está por venir. El escenario está listo, y veo el podio donde estaré recibiendo mi certificado. Me imagino subiendo esos escalones, cada uno una pequeña victoria sobre el dolor y la incomodidad. Mi corazón late con fuerza, y un cosquilleo de emoción recorre mi cuerpo. Este es el momento por el que he trabajado tanto, y nada va a detenerme.
Me despido de mi familia con un último abrazo y me uno a mis amigos en la fila de estudiantes. El decano del programa de aviación sube al escenario, comenzando el discurso de apertura. Habla sobre el viaje, los desafíos, y los sueños que todos compartimos. Cada palabra me golpea con fuerza, recordándome por qué estoy aquí, por qué he pasado tantas noches estudiando, practicando, perfeccionando cada detalle.
—...y ahora, es un honor para mí presentar a nuestros graduados de la Clase de Aviación de 2019 —anuncia el decano con una voz llena de orgullo.
Uno a uno, los nombres son llamados. Escucho a mis compañeros recibir sus diplomas, cada aplauso llenando el aire con una energía eléctrica. Finalmente, escucho mi nombre.
—Damián Crawford.
Me levanto, apoyándome en la muleta., y camino hacia el escenario, cada paso un recordatorio de lo lejos que he llegado. Sobre el escenario busco a mis padres y amigos, y a los segundos los encuentro sentados en la tercera fila, mi madre secándose una lágrima de orgullo.
Cuando recibo mi diploma, el decano me estrecha la mano con una sonrisa. —Felicidades, Damián. Sé que llegarás lejos.
—Gracias, señor —respondo, y aunque mi voz es firme, mi corazón late con fuerza en mi pecho.
Después de un almuerzo y cena con mis padres y familia, nos reunimos con mis amigos en casa para seguir la celebración. Nos acomodamos en el jardín, donde una fogata arde suavemente en el centro, rodeada de sillas de madera. Las llamas danzan con el viento, y las sombras de mis amigos se alargan sobre la grava que cubre el suelo.
—¡No puedo creerlo, tío! ¡Finalmente podrás volar tu propio avión sin supervisión! —exclama Margot, haciendo tintinear los cubitos de hielo en su vaso. Su rostro está iluminado por la luz cálida de la fogata, y su sonrisa es tan amplia que casi me hace sonreír también.
—¡Sí, es un gran paso! —respondo, sintiendo el calor de la fogata y el de la amistad que nos rodea.
Continuamos conversando, compartiendo risas y anécdotas, mientras la noche avanza y las brasas de la fogata comienzan a apagarse lentamente. A nuestro alrededor, el jardín se llena de susurros tranquilos, y poco a poco, nos dejamos llevar por la calma de la madrugada, conscientes de que cada uno de estos momentos es un recuerdo que llevaremos siempre con nosotros.
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¡Nos vemos en el próximo capítulo! ✨
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