Capitulo IX
Abrió los ojos y lo primero que vio fue unos ojos verdes, rasgados, fijos en él que, de inmediato, se tornaron esquivos. Erick, sentado frente a él, había estado mirándolo mientras dormía. Tenía la armadura negra puesta y en su cara no existían estigmas de la golpiza anterior. Aradihel suspiró, fue un alivio no ver ese hermoso rostro marcado por su torpe furia ciega.
¿Cuánto tiempo pasó? Imposible determinarlo, sin embargo, se sentía reconfortado, con ánimos de enfrentar al mismísimo Morkes, el oscuro, si se le aparecía en frente. De pronto se le ocurrió algo que lo llenó aun más de optimismo.
—Entonces —dijo con una sonrisa, mirando al sorcere frente a él—, estamos muertos, ¿no? Tenemos la eternidad por delante, ¿qué plan tienes? ¿Cómo deseas pasar este tiempo hasta que la rueda de reencarnación nos elija?
El semblante del hechicero se tornó taciturno.
—Lo primero es que debemos separarnos.
—¡¿Qué?! ¡No! ¡¿Por qué?!
Erick frunció el ceño, parecía sorprendido por el discurso atropellado del alferi. Él en cambio habló pausado.
—Creo que es lo mejor. Si nos separamos mi castigo no te alcanzará y viceversa.
—¡Pues no estoy de acuerdo! —Aradihel se levantó y habló gesticulando, dispuesto a convencerlo de por qué pasar la eternidad juntos era la mejor opción—. Si nos separamos tendremos que enfrentarnos solos a esas horribles bestias hambrientas. Nos devoraran sin duda, pero si estamos juntos podremos enfrentarlas. Juntos matamos al dragón y al águila, encontramos esta caverna y agua. —Aradihel movía las manos, caminaba de un sitio a otro, con sus argumentos rápidos, sin darle oportunidad Erick de refutar—, podríamos incluso permanecer aquí. Estamos seguros ¿no? Y además hay agua. Yo no he sentido hambre así que es posible que el hambre no sea parte de nuestro castigo ¿no crees?
—¡Para, por favor, para! —dijo Erick, aturdido de su perorata— ¡No podemos estar juntos!
—¿Por qué? —lo hemos hecho bien juntos... ¿Lo dices por lo que te hice?... ¡Bien, juro que no te dañaré nunca más!
—¡Cállate! No prometas lo que no podrás cumplir. —Por alguna razón la última frase pareció molestar todavía más al hechicero, tal vez creía que el alferi, siendo su enemigo natural, no podría contenerse—. No es una buena idea. Este es un lugar de tormento ¿Qué crees? ¿Qué pasaremos una agradable temporada acá?
Aradihel agachó la cabeza, lamentaba profundamente los golpes que le dio al hechicero y que ahora lo llevaban rechazarlo.
—Si estamos juntos, lo haremos más llevadero —lo dijo en voz baja, casi derrotado.
—¿De verdad lo crees? ¿Qué un sorcere y un alferi puedan estar juntos?
—¡Te prometo que nunca volveré a ofenderte! —Levantó el rostro y lo miró con el anhelo y el arrepentimiento desbordados—. ¡Por favor, déjame estar contigo!
Las pupilas de Erick temblaron, los labios delgados se movieron, pero no salió palabra alguna de su boca, él solo asintió con la cabeza.
Aradihel estaba feliz de que el sorcere lo aceptara, tanto como a un niño al que se le concede su mayor deseo. Internamente se prometió que controlaría su carácter, no lo volvería a ofender ni a agredir, también haría lo posible por evitar esos pensamientos libidinosos que lo embargaron antes, pero no quería estar solo, no en ese espantoso lugar. Y así, los dos nuevamente continuaron su travesía por el Geirsgarg.
El paisaje no variaba, continuaba siendo el mismo, desértico, arenoso, caliente y húmedo. Sobre sus cabezas, el triste sol iluminaba el cielo rojizo. Continuaron por algunas leguas hasta llegar a un valle. Un extenso terreno rodeado de altas y pedregosas colinas que Aradihel miró atentamente, pues no quería confundirlas de nuevo con alguna bestia dormida.
Dentro del valle se movían muchas personas, todas desnudas y algunas con heridas sangrantes, pero ninguna prestaba atención a lo que les rodeaba. Caminaban sin conciencia, tropezándose unas con otras y entonces, impulsadas por el choque cambiaban su dirección desplazándose hacia otro lugar, pero sin ningún propósito.
Ambos se miraron, el alferi confundido mientras que el sorcere exhibía en su rostro la comprensión de quien tiene una idea de lo que sucede. No obstante, ver esa chispa de entendimiento en los ojos de Erick no lo tranquilizó, al contrario, junto con ella también había angustia. El hechicero lo tomó de la mano y desanduvo los pasos, buscando el camino por donde llegaron sin encontrarlo.
Todo a su alrededor era igual: un valle rodeado de colinas, sin salida.
—¿Qué es este sitio?
—¡No estoy seguro! —dijo el hechicero mirando a su alrededor, examinando con ojo crítico a las peculiares personas que caminaban igual que si se movieran en sueños, sin percatarse de nada, hasta que sonó un agudo silbido, similar al chillar de un ave.
Entonces esos seres perdidos en sueños despertaron.
Una furia asesina se desató en ellos.
Unos cuantos de esos personajes eran más grandes y fornidos que el resto, estos eran los que exhibían mayor agresividad. Tomaban de primera instancia a los que lucían más débiles y los golpeaban, mordían, tragaban sus carnes, bebían su sangre en un hambriento frenesí y, cosa extraña, entonces los agresores crecían. Su tamaño aumentaba al igual que sus músculos. Todos aquellos que atacaban a otros se volvían más fuertes.
El valle se llenó de horribles quejidos, llantos desgarrados, del sonido de los cuerpos que se estrellaban contra las piedras y por sobre todo eso, el sonido de masticación. Se comían entre ellos.
—Este es el castigo de los que dañan a otros sin razón, de los que hacen el mal para obtener su propio beneficio —le dijo Erick en un susurro al oído, halándolo de la mano para alejarse del centro, donde la masacre era mayor.
El sorcere empezó a correr entre el mar de cuerpos tomado de la mano de Aradihel, quien al mirar mejor a su alrededor vio un panorama diferente.
Para Aradihel los que atacaban vestían sin excepción armaduras negras con orillos dorados. En el lado izquierdo del pecho portaban el escudo de la casa real de Augsvert, mientras que las víctimas eran alferis, mujeres y niños en su mayoría, todos de piel oscura y cabellos plateados. En aquella espantosa ilusión veía con horror como la sangre de su pueblo se derramaba bajo el filo de la espada de los sorceres augsverianos.
Al ver el genocidio que se llevaba a cabo, la sangre de Aradihel hirvió de furia. Olvidó donde estaba y a quien sujetaba de la mano. Tomó la espada de plateado acero bramasquino y la levantó para cortar los cuellos de aquellos que maltrataban a su pueblo, de todo el que portara la negra armadura, símbolo de opresión y humillación.
La espada cortó una y otra vez, se hundió en los pechos y cercenó cuellos. Aradihel se bañó de sangre, sus ojos enfurecidos solo veían al enemigo vestido de negro.
—¡Aradihel, ¿Qué haces?! —Erick lo tomó de la mano tratando de apartarlo del centro, donde él se convertía en el principal asesino.
El alferi no lo escuchaba, pero sentía el agarre en la mano. Molesto, se dio la vuelta para encontrarse con la armadura negra que tanto odiaba. De nuevo levantó la espada, dispuesto a matar una vez más. Ya descendía la filosa hoja cuando los ojos verdes aterrados se clavaron en los suyos. El bosque en primavera acudió de nuevo a su mente, así como los labios delgados y la risa cristalina. La espada se congeló en el aire.
Aradihel parpadeó saliendo de la nefasta ilusión. Miró a su alrededor y vio decenas de cuerpos mutilados que él mismo cortó con el filo de diskr ari. Al frente de él, Erick lo miraba sorprendido y aterrado por la masacre que él había llevado a cabo. El alferi estaba avergonzado, otra vez no había podido controlarse.
Levantó la vista de la masa informe de sangre y carne que lo rodeaba y vio con espanto que detrás de Erick se acercaba una mole sangrienta que portaba en la mano un mazo y a su paso lo descargaba, haciendo estallar las cabezas de los infelices que se encontraban en su camino. Uno de esos sería sin duda el hechicero.
El alferi tragó grueso al ver la gran mano con el mazo levantarse, dispuesta a descender sobre el hechicero. Este parpadeó y gritó cuando vio la espada de Aradihel alzarse frente a él. El guerrero imaginó que Erick pensaría que quería asesinarlo, pero no había tiempo para explicarle. De un manotazo lo apartó antes de que el mazo lo impactara y con la filosa hoja amputó la enorme mano del asesino que los amenazaba.
El hechicero se dio la vuelta. Estupefacto, se encontró con un enorme hombre que gritaba sosteniéndose el muñón amputado por la espada de Aradihel. Al entender lo que sucedía, el sorcere tomó nuevamente la mano del alferi y juntos corrieron para escapar de los asesinos.
El mejor sitio era subir a las colinas. Muchas personas lo intentaban, pocos lo conseguían.
—¡Usa tu poder! —le gritó Aradihel por encima de los gritos y los lamentos. El hechicero negó con la cabeza.
—¡Aquí no tengo poder!
Ambos treparon las rocas hasta lo más alto, logrando escapar de la masacre. Abajo el valle se había convertido en un lago de carne y sangre.
El agudo graznido volvió a sonar y entonces la masacre cesó. Aradihel exhaló aliviado y afianzó el agarre en la mano del hechicero, la que no había soltado desde que escaparon del gigante con el mazo. El alferi lo miró a los ojos sintiendo la calidez de esa verde mirada, la sensación de un pasado feliz lo embargó, así como el pesar de haberlo perdido. ¿Por qué Erick le hacía sentir eso?
—¡Lo siento! —se disculpó Aradihel—. Allá abajo...Yo... yo estuve a punto...
—No importa —le contestó Erick con una mirada comprensiva—, lo que haya pasado, sé que no fue tu culpa.
—¡Es que no entiendes! De pronto todos eran augsverianos masacrando a mi pueblo. Yo estallé de odio, deseaba tanto asesinar y estuve a punto... Te prometí que no te lastimaría y yo... —Un par de gruesas lágrimas descendieron por sus mejillas, se sentía realmente miserable. Pensar que casi había vuelto a lastimar a Erick lo atormentaba.
Erick lo abrazó y él se congeló.
—Puedo entenderlo —le dijo al oído. El cálido aliento cosquilleaba en su oreja. Tenía el cuerpo firme del hechicero contra el suyo, los labios tentadores a su alcance. El cuerpo de Aradihel reaccionaba con fuerza y la sangre se le aglomeraba en la zona baja. Erick no tenía idea de lo que le provocaba—. Lo importante es que te detuviste a tiempo.
«¿Detenerme a tiempo? Ahora no quiero detenerme. Lo que quiero es... »
Aradihel se sentía como un lobo hambriento a punto de atacar. Se separó de él, turbado. No deseaba que descubriera en sus ojos el feroz deseo que le atenazaba el alma y el cuerpo, por eso agachó la mirada antes de hablar.
—Gracias, ahora tenemos que irnos antes de que empiece de nuevo.
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