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Capítulo 19: ¿Por qué yo?

—¿Tumor?—oí una voz a mis espaldas.

Al voltear, contemplé la melena castaña de mi mejor amiga, mi sorpresa era tan palpable como la suya.

—Ana, ¿qué estás haciendo aquí?
Ella levantó su mano en señal de detener la conversación y repitió la misma pregunta con cierto aire de escepticismo.

—Doctor, ¿escuché tumor?

—Por favor, entra y cierra la puerta.

Nunca había visto a Ana llorar de esa manera. Lo hizo en el consultorio mientras el médico le explicaba mi caso. Durante el viaje a casa, mientras conducía mi auto porque el suyo se había averiado. Y al llegar a mi habitación, me abrazó como nunca antes.

Entré en un estado de negación. Ana intentó explicarme que era necesario que canalizara y expresara mis emociones, pero yo solo me quedé sentada en la cama, escuchándola mantener una actitud optimista.

Luego recordé que a principios de año había diseñado un tablero de visión en mi habitación, el cual se encontraba oculto detrás de un cuadro. Solía contemplarlo mensualmente y registrar si había logrado alguno de los objetivos que había plasmado para el año.

Caminé hasta allí y lo vi desvanecerse entre mis manos, como si se esfumara. En ese momento, me preguntaba qué me depararía el futuro. La incertidumbre reinaba, sentí que mi mundo se desmoronaba, como si todo lo que me había propuesto hasta ahora se derrumbara. Tenía tantas responsabilidades en mi vida, proyectos por desarrollar y destinos por descubrir.

—Irene... —dijo casi en un susurro.

—¿Por qué yo? —cuestioné.

—Rubia, hay posibilidades, ya escuchaste al doctor —se acercó para tomar mi mano.

—Dame un mes, necesito impedir la boda —devolví el tablero a su lugar y me dirigí a la puerta.

—Irene, por favor, cuanto antes comiences el tratamiento, será mejor —gritó antes de que girara el pomo.

—Solo un mes, Ana —salí de la habitación.

Agarré las llaves de la cocina y me monté en el auto. Escuché que me llamaban varias veces antes de cerrar la puerta, pero necesitaba salir de allí antes de que mis pensamientos me nublaran el juicio. Conduje sin rumbo por la ciudad hasta que marqué el número de la única persona que podía ayudarme en ese momento.

—Señorita Irene, respondió al otro lado de la línea telefónica.

—Hola, ¿estás disponible hoy? Necesito verte, es urgente.

—Le envío la dirección.

—Perfecto— dije y colgué.

Me detuve y configuré el GPS con la dirección que me había enviado. Me indicaba que estaría allí en una hora y media. Bajé los vidrios y dejé que la fresca brisa nocturna acariciara mi rostro. Sentía una angustia interior que necesitaba apagar cuanto antes.
Podría haberme quedado en casa llorando hasta el agotamiento, deprimiéndome y pensando en formas de autosabotearme. Pero al divisar la cabellera rojiza de espaldas en medio del puente, con un maletín en las manos, supe que había tomado la decisión correcta.

Mientras me acercaba a él, mi teléfono comenzó a sonar, se trataba de Alex. Decidí ignorar la llamada y me enfoqué en llegar a mi destino. A pocos pasos de él, conté hasta diez y con una sonrisa lo saludé. El paso del tiempo se notaba en nosotros, ya que nos conocíamos desde que su padre trabajó durante años para la familia Mendoza. Para mí, era como un hermano mayor, aunque él insistía en tratarme con formalidad, yo siempre prefería la cercanía.

—Es un placer verla— extendió su mano

—Acércate, Abraham —Lo abracé—. Lamento profundamente lo que has tenido que vivir.

—He experimentado situaciones más complejas —sonrió y se apartó, entregando el maletín.

Nos sentamos en un banco frente al majestuoso puente, contemplando a los lugareños pasear en grupos, parejas y solitarios. El río fluía mansamente debajo de nosotros, reflejando las tenues luces de las residencias cercanas. Era un lugar impregnado de una serena tranquilidad, perfecto para escapar de la monotonía cotidiana.

Rememoramos los días en los que su padre lo traía a casa durante las vacaciones, las ocasiones en las que nos escondíamos en el jardín para lanzar piedras en la fuente de la mansión, o cuando acordábamos disfrutar de un tazón de cereales después de que todos se hubiesen retirado a descansar. Fue un doloroso descubrimiento darme cuenta de que Abraham había sido mi amigo de la infancia, y no había hecho nada por él hasta el momento.

Por ello, cuando recibí una llamada de un número desconocido hace unas semanas, sentí que era necesario cambiar aquello.

***

—Buenas noches, ¿quién habla?

—Buenas noches, señorita Irene. Soy yo, Abraham.

—¿Abraham?—pregunté, preocupada.

—Sí, lamento mucho molestarla. Me han echado de la casa.

—Espera, ¿quién te ha echado? —Estaba desesperada.

—Tuve un malentendido con el señor José Ignacio, y la señora me ha despedido.

—¡No puede ser! —dije, consternada—. ¿Estás bien?

—Sí, no se preocupe. Tengo lo que me pidió.

—Eso no importa ahora. ¿Dónde estás?

—Lejos de la mansión. La llamaré pronto con mi nuevo número.

—Cuídate mucho.

***

Tenía tanta indignación al enterarme de que había perdido su empleo debido a un individuo que solo buscaba causarle daño. Abram siempre fue un joven leal; al igual que su difunto padre, era el mejor agente de seguridad.

Evité comunicarme con mamá para reprocharle aquello, lo reservaría para el momento adecuado, cuando revelara mi carta bajo la manga. A la Sra. Elena no le quedaría  más opción que reconocer la verdadera naturaleza venenosa de José Ignacio Saavedra.

—Me preocupa que alimentes tu espíritu con sed de venganza—me miró seriamente.

—No descansaré hasta verlo tras las rejas.

—Te veo fatigada —comentó observando mis ojos—. ¿Ha ocurrido algo más?

Miré al cielo en busca de la respuesta apropiada; sin embargo, cuando volví a mirarlo, las palabras se atascaron en mi garganta.

—Está bien, no estar bien, Irene.

—¿Por qué no consideras mudarte a mi residencia?—propuse.

Él me miró negando ante mi súbito cambio de tema.

—No deseo ocasionarle inconvenientes, señorita —se puso de pie volviendo a dirigirse a mí de manera formal—. Sería prudente que me retirara.

—Siempre serás bienvenido —respondí con melancolía.

—Gracias, lele—Se aproximó y me abrazó con firmeza.

Había olvidado el apodo absurdo que me había asignado cuando era tan solo una niña de seis años y él un adolescente de catorce. Lo vi alejarse hasta su motocicleta deportiva.
Era imperativo poner en marcha el plan para proteger a todos los afectados tras el compromiso.

***

Mi intención era regresar a casa, pero una lluvia torrencial se desató y no me quedó más remedio que aguardar en el automóvil hasta que amainara un poco, para luego buscar el hotel más cercano. Revisé mi teléfono móvil y, como era de esperar, encontré mensajes de Ana, llamadas perdidas de Alex y un mensaje de mamá; opté por hacer caso omiso y cerrar los ojos mientras me dejaba envolver por el sonido de la lluvia.

Al transcurrir treinta minutos, logré llegar hasta una acogedora posada que se encontraba rodeada de exuberante vegetación, dándome la sensación de adentrarme en un frondoso bosque. Las vibraciones que emanaba del lugar me incitaban a considerar la posibilidad de quedarme durante el fin de semana y así poder desconectarme un poco de la inminente oleada que se avecinaba.

Al estacionar el automóvil, me apresuré hasta la entrada y, empapada por la lluvia, me acerqué al mostrador. La mujer detrás de él me observaba con cierta compasión ante mi desaliñada apariencia, quizás considerándome una vagabunda, una impresión con la que incluso yo coincidiría después de haber acumulado al menos un litro de agua en mi cabello que goteaba sin cesar.

—Buenas noches, bienvenida a la Posada, La Esperanza. ¿En qué puedo asistirla?

«Hasta el nombre me da buenas vibras», pensé

—Buenas noches, ¿puede darme una habitación por una sola noche?

—Déjeme ver —tecleó varias veces—Sí, si tengo una habitación disponible.

—Perfecto—sonreí.

—¿Pagará en efectivo o con tarjeta?
—Voy a...—me toqué el bolsillo del pantalón.

«Un momento, salí apurada y tomé las llaves, ¡maldición! Olvidé mi billetera».

Saqué mi teléfono para intentar pagar con el escáner del banco, pero la batería se había agotado. Me sentí muy avergonzada cuando iba a explicarle a la recepcionista lo que sucedía, pero entonces un hombre se acercó.

—Por favor, reserve dos habitaciones individuales, una para mí y otra para la joven a mi lado.

Confundida, miré a mi alrededor buscando a otra persona.

—¿Va a cancelar la habitación de ella?—preguntó la mujer.

El hombre asintió con cortesía y con firmeza expresé mi negativa a su propuesta.

—No es necesario, en realidad considero que es momento de emprender mi camino de regreso.

Lo observé de soslayo y noté que portaba una valija, un maletín y una gorra. A pesar de las arrugas que surcaban su rostro, su cabello plateado denotaba la sabiduría de sus cuarenta y tantos años.

—¿Con esta lluvia? Dudo que sea posible —respondió con una sonrisa mientras giraba.

El tiempo pareció detenerse, sus ojos azules eran tan penetrantes como el mar, y su sonrisa se desvaneció al posar su mirada en mí. Ambos nos observamos como si tratáramos de descubrir un misterio. Me resultaba extraordinariamente familiar, como si estuviera contemplando a alguien conocido a través de su mirada.

—¿Están seguros de que no llegaron juntos?—inquirió la recepcionista.

—No—respondimos al unísono.

La mujer soltó una risita y nos miramos mutuamente con perplejidad, luego nos entregó nuestras llaves y nos indicó la habitación. Ascendimos las escaleras en silencio y, al percatarnos de que nuestras habitaciones estaban contiguas, le expresé mi gratitud.

—Le agradezco por cubrir el costo de la habitación, pero antes de retirarse, ¿podría proporcionarme los datos de su cuenta bancaria para poder reembolsarle el dinero?

—¡Que tengas una excelente noche! — expresó mientras ingresaba a su habitación.

Al adentrarme en el lugar, me recibió una atmósfera acogedora; su fachada presentaba una ventana amplia que ofrecía una vista panorámica de una piscina. Desde allí se divisaba una caballeriza y un sendero que se perdía en la distancia. Me despojé de mis prendas y me dirigí directamente al baño. Al encender el calefactor, dejé que el agua tibia acariciara mi cuerpo, brindándome una sensación de profundo alivio.

Mientras me relajaba, recordé todo lo sucedido hace unas horas:

“Encontramos un tumor cerca del apéndice”

"La biopsia reveló un carcinoide gastrointestinal"

“No podemos demorar más, es imperativo que empieces cuanto antes la quimioterapia”

Sentía un profundo deseo de llorar, aunque mis ojos se negaban a derramar lágrimas. Guardaba en mi interior la furia de saber que aún me quedaba mucho por vivir, a pesar de que ahora me enfrentaba a un proceso sumamente complejo. Inhalé profundamente y cerré la regadera, tomé la toalla para secar mi cabello y me envolví en la bata que habían dejado para el huésped. Era la única prenda que se encontraba seca; tendría que esperar a que mi ropa se secara para poder marcharme por la mañana.

Dos toques en la puerta, me acerqué y abrí solo un poco. Había visto tantas películas sobre asesinos que estaba alerta para cualquier situación.

—Buenas noches, servicio a la habitación

—Buenas noches, no he solicitado nada —Intenté cerrar.

—Está incluido en el costo de la habitación —exclamó deteniendo la puerta.

—¿En serio? —mencioné confundida
Él asintió y le di paso.

—Que lo disfrute.

La noche se me hizo interminable, adquirí un resfriado, los truenos y relámpagos retumbaban, y rogaba a Dios para que no hubiese un apagón. Al mirarme en el espejo por la mañana, las ojeras rivalizaban con las de un mapache, mi cabello era un desastre y mi nariz lucía enrojecida.
Bajé a la recepción y me ofrecieron un té y una pastilla para el malestar.

Tomé asiento en el salón designado para el desayuno. Observé a ancianos disfrutando de su primera comida del día, familias entablando conversaciones animadas, parejas quizás recién casadas y, en una mesa aparte, divisé al señor de la noche anterior. Había retirado su gorra, revelando una cabellera completamente envuelta en una manta blanca de canas. Al percatarse de mi presencia, decidí acercarme a su mesa para expresarle nuevamente mi gratitud.

—Buenos días, señorita...

—Mi nombre es Irene Mendoza —Extendí mi mano.

—Pablo Carpio —respondió con una sonrisa mientras estrechaba las manos.


Holaa mis queridos lectores, perdonen el tiempo que he estado ausente. Entre el trabajo, y mis responsabilidades no tenía tiempo para poder terminar de redactar este capítulo.

Espero lo disfruten, sé que estuvieron esperando el desenlace sobre la enfermedad de Irene. Se vienen momentos difíciles 🥹

Un abrazo, nos leemos pronto con amor, Ale ❣️

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