Capítulo 9 - Hacia la oscuridad
«En momentos de incertidumbre, la mayoría esperan ver la luz al final del túnel. A mí, por lo pronto, me basta con permanecer en la oscuridad acogedora. Hoy por hoy, no existe lugar más seguro».
Diario de Dakota
La luz grisácea, tenue y uniforme de aquel día tormentoso se fue diluyendo mientras bajaban la escalinata del subterráneo. Horacio tomó a Dakota de la mano al reparar en el temor de la adolescente, cuyo paso se enlentecía a medida que la oscuridad los atrapaba en su fría inmensidad. En esos momentos empezó a comprender muchas cosas que, desde el comienzo de aquella serie de sucesos caóticos, venía suponiendo. Las connotaciones de la luz y la oscuridad no eran más que convenciones, en todo caso una regla general y simplista que no estaba exenta de excepciones. Precisamente en lo profundo de la oscuridad de su cuarto había sido el lugar en el que Horacio la había encontrado. La luz de la calle no prometía nada mucho mejor; tras varios días o quizá semanas de jugar al gato y al ratón con las fuerzas armadas, la oscuridad los volvía a abrazar de nuevo para, al contrario de lo que se piensa de ella, acobijarlos hasta encontrar la próxima luz, tal vez una mejor que la anterior.
La estación estaba en completa soledad. En todo caso, algunos cadáveres olvidados yacían en los rincones más oscuros y recónditos, fuera del alcance de aquellos rastrillajes que habían barrido casi todo a su paso. El plan de aquella milicia no había consistido solo en aniquilar a los civiles, sino que los cuerpos también debían ser recolectados para luego ser incinerados, ya que, según lo poco que se sabía, el organismo malicioso podía persistir siempre que tuviera materia orgánica que devorar. Si bien la electricidad del lugar no escapaba al apagón general y definitivo del resto de la ciudad, las luces de emergencia todavía permanecían encendidas, aunque no sería por mucho tiempo. Estas se alimentaban de baterías que se activaban al detectar el corte del suministro eléctrico principal y se distribuían por toda la estación para señalizar las salidas e iluminar el borde interno de la vía.
El silencio, tan impoluto que generaba la sensación de sordera, era apenas corrompido por los crujidos intermitentes de la antigua construcción, además del sutil pataleo de los roedores que se escabullían en el reparo de la oscuridad predominante. Horacio se sacó la mascarilla en señal de que ya no sería necesario usarla, por lo que Dakota también lo hizo. No obstante, este le sugirió que la tuviera a mano por si la ocasión ameritaba volver a portarla. Horacio divisó el sector de los baños públicos y se dirigió hacia la puerta, sin perder de vista a Dakota que no se apartaba ni un centímetro de su espalda. Una vez dentro del lugar, el hombre tomó un papel que tenía en el bolsillo e identificó una de las cabinas en específico. «Quedate acá, no tardo». El procedimiento fue sencillo: con linterna en mano, Horacio iluminó la tapa de la cisterna mientras con la otra la destrabó tras hacerle palanca con una navaja de bolsillo. Esta no ofreció mayor resistencia y la cara oculta tenía pegado un papel doblado en varios pliegues rectangulares. Mientras regresaba a la entrada inspeccionaba la hoja que, a simple vista, parecía un mapa que además contaba con algunas inscripciones agregadas a la impresión original. Antes de dirigirse a Dakota, revisó la hora en su reloj de pulsera que emergió tras los pliegues del traje hermético que llevaba puesto. «Será mejor que nos pongamos en marcha. Si no estamos en hora, no nos esperarán por mucho tiempo», sugirió.
***
El destino final sería la estación Congreso de Tucumán, según indicaba aquel mapa que Horacio había recogido en el baño. Este había sido dejado de manera intencional para que el mismo Horacio lo recogiera. Por supuesto que no tendrían que llegar hasta allí a paso de hombre, ya que eso implicaría horas de caminata agobiante, además de los peligros propios del lugar, sumado a cualquier inconveniente que pudiera surgir. De lo contrario, bastaría con recorrer unos cuantos cientos de metros de la vía subterránea para dar con la intersección de aquella cuyo principio o final, según como se lo viera, era la estación Congreso de Tucumán. En teoría, ese lugar era una zona liberada, pero la incertidumbre que crecía con el paso de las horas hacía que ese postulado fuera una simple suposición. Por lo pronto, el hombre y la niña deberían tener fe ciega en los contactos de este que, si todo salía según lo estipulado, le darían la oportunidad de abandonar la zona urbana sitiada por la milicia.
Ambos caminaban por la vía cuando el silencio apenas corrompido por sus pasos sufrió otra intromisión: a medida que avanzaban, una suerte de gemido agonizante se hacía más prominente. Sobre el lado izquierdo de la vía se divisaba un bulto sumergido en la oscuridad. Tal como el carraspeo ríspido de lo que había allí, un hedor pestilente se acrecentaba a cada paso que se le acercaban. Horacio previno a Dakota y empuñó el arma por si ameritaba usarla. Al volcar la luz de la linterna sobre ese sector, quedó al descubierto que ese bulto era una persona. Esta se resguardaba en unos trapos viejos y ocultó su rostro cuando se vio encandilada. Asimismo, volvió a mirar al notar que la luz le seguía apuntando, lo que terminó por revelar su rostro. Se trataba de una mujer cuyo aspecto extraño provocó que ambos dieran un paso atrás. La tez pálida y enferma contrastaba con el color violáceo de las venas del rostro. Sus ojos eran enormes, más allá de tenerlos apenas abiertos. La mujer estaba inmóvil; en todo caso, el movimiento involuntario se reducía a un temblor constante. La manta que la cubría estaba impregnada en sangre, así como la parte posterior de la cabeza en la que el pelo se había endurecido producto de una herida. De todas formas, al igual que desde el momento en que advirtieron su presencia, la mujer debilitada se limitaba a balbucear. Eso solo daba a entender su deplorable estado. Horacio tomó coraje y le sacó la manta de encima: efectivamente había sido acribillada. Las heridas de bala se distribuían de forma indiscriminada por todo el torso.
—Dakota, adelantate. No quiero que veas —le ordenó Horacio.
Este abrió y se deshizo del traje anticontaminación para sacarse el suéter que llevaba puesto. Una vez que volvió a ponerse el traje, arrolló la prenda de hilo, la apoyó en la cabeza de la mujer y, con el cañón del arma pegado a esta, efectuó un disparo. A pesar de que el sonido de la detonación fue ahogado por el suéter, Dakota se estremeció al escucharlo. No llegó a voltear cuando Horacio ya estaba junto a ella, agachado para estar a su altura.
—Nena, tal vez estás pensando que la maté sin más. Es verdad, pero también acabé con su agonía. Es piedad, misericordia o quieras llamarle. No pretendo que lo entiendas, pero algún día, cuando seas más grande, lo harás. —El discurso del hombre fue acompañado por el movimiento de sus manos que frotaban los brazos de Dakota y que terminó con un beso en la frente.
Horacio se puso de pie y le señaló la oscuridad de la vía que les quedaba por delante. Era tiempo de continuar.
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