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Capítulo 8 - Sin cuerpo no hay delito

«No puedo negar que las cosas son cada día más difíciles. Según mis cálculos, han transcurrido más de cinco años y la escasez de cosas esenciales como el agua es cada vez más notoria. Sin embargo, he sabido arreglármelas aprendiendo a potabilizarla con objetos que siempre están a la mano. El proceso carece de eficiencia y la efectividad de los resultados es incomprobable. De todas formas, sigo viva y eso es suficiente. En cuanto a los alimentos, el enlatado y los conservantes han sabido sobreponerse a la fecha de vencimiento que marcan las etiquetas. No voy a negar haber tenido algunas intoxicaciones menores por ello, pero si el aspecto y el olor del alimento no presenta anomalías, por lo general quiere decir que está apto para su consumo. Definitivamente son tiempos difíciles para abogar por los derechos de los animales. Ahora bien, el maltrato y la producción sistemática ha sido reemplazado por la vieja caza. La ley de la selva pone al más fuerte en la cima de la supervivencia. Dudo que yo lo sea, pero con mantener mi estómago satisfecho bastará».

Diario de Dakota


Aquel particular enfrentamiento con los llamados «bandoleros» había supuesto un contratiempo importante y una ventaja a la carrera del sol donde el horizonte era la línea de llegada. No obstante, la situación también trajo consigo algunos beneficios fortuitos, pero sobre todo convenientes: la camioneta de los asaltantes estaba en mucho mejor estado que la vieja Ford Bronco de Dakota. Por supuesto que se trataba de un modelo mucho más nuevo, y las líneas estilizadas del diseño moderno no quitaban que tuviera un buen espacio de almacenamiento. Ese tipo de vehículos parecían ser los que más se adaptaban a la presente realidad por el espacio, pero también por estar preparados para terrenos hostiles y condiciones climáticas inclementes. Quizá, la única desventaja era el consumo de combustible, aunque el costo-beneficio seguía siendo favorable.

Dakota había estado un buen rato cargando su inventario en el vehículo nuevo. Asimismo, al ver el panorama sangriento que la balacera había desparramado, decidió cargar los tres cuerpos de los bandoleros abatidos. Si alguno de sus compañeros llegaba al lugar, sería mejor sembrar la duda de que los otros todavía podían estar vivos. En ese momento recordó las palabras de su padre que solía desempeñarse como abogado penal: «Sin cuerpo no hay delito», señalaba este a menudo en aquellos casos que presentaban esa particularidad. A decir verdad, hacía mucho que no tenía un recuerdo tan vívido de él. Por lo general, sus pensamientos se enfocaban en los que, quizá, aún seguían vivos, aunque solo se tratara de Horacio. Desconocía por completo las dimensiones del grupo de los bandoleros, pero estaba claro que transitaba territorio enemigo. De igual manera, no habría mayor testigo de sus actos que el hecho de conducir el vehículo de sus víctimas. Este tenía algunas insignias pintadas con aerosol y eso lo hacía por demás identificable. Sin embargo, no tenía muchas más opciones, la vieja Bronco había soportado mucho y era un milagro que su motor no se hubiera rendido hasta ese momento.

Antes de partir, roció las manchas de sangre en el asfalto y su antigua camioneta con combustible, pues eso también era parte del plan que pretendía desconcertar a terceros. Bastaría con circular por esa ruta para encontrarse con ese brutal escenario y sería cuestión de tiempo para que alguien lo hiciera. Una vez que el fuego empezó a arrasar todo el sendero marcado por la gasolina, Dakota se subió a la camioneta y retomó aquella marcha que había sido truncada por un buen rato.


***


El sol se ocultaría en cuestión de un par de horas como mucho. Antes de que eso sucediera, Dakota debía procurar deshacerse de los cuerpos en algún lugar donde fueran difíciles de hallar, pero además debía buscar un lugar resguardado para pasar la noche. La ciudad a sus espaldas se había escondido por completo detrás del horizonte. A esa altura empezaban a aparecer caminos a la vera de la ruta que daban acceso a pequeños pueblos balnearios y, según parecía, serían lo único que vería antes de que llegara la noche. Asimismo, tal vez uno de esos lugares, bastantes silvestres y poco poblados en el pasado, sería la alternativa más prudente a la de las ciudades que habían más adelante. Por lo menos, la última experiencia así lo dictaba. A medida que el estado de alerta bajaba, una cierta somnolencia empezaba a caer sobre los hombros de Dakota. Ante esa sensación que no se iría antes de un buen descanso o, quizá, una bebida con cafeína, la camioneta se volcó hacia próximo camino radial que apareció. El cartel que enmarcaba el nombre del balneario no era legible por el desgaste y las pintadas con aerosol, aunque cuando llegara al lugar en concreto obtendría esa respuesta si es que le interesaba. La costa estaba a unos diez kilómetros de la ruta y el recorrido para llegar a esta dependería de cómo estuviera dispuesta la carretera radial. En algunos casos, la carretera serpenteaba de manera incesante, lo que hacía que esos diez kilómetros fueran quince o incluso veinte.

Los primeros tramos del camino estaban desprovistos de cualquier motivo paisajístico más que la llana y amplia pradera. El asfalto era de una calidad precaria si se lo comparaba con la ruta en la que este nacía o moría, aunque esto último era una cuestión de perspectiva. No obstante, a medida que se acercaba de forma inexorable a la costa, las primeras filas de árboles aparecían para amurallar el sendero en tramos arbitrarios. En las más extensas y tupidas, las copas de los árboles de ambos lados se entramaban y generaban una suerte de túnel verde, sombrío por momentos. El alambrado que delimitaba la ruta por detrás de aquellas filas arboladas todavía se mantenía en pie, aunque había partes en la que este brillaba por su ausencia. Allí tampoco había árboles, lo que de seguro marcaba la entrada a establecimientos rurales, fueran estos casonas, granjas o antiguas plantaciones. Por lo general, estas no se apreciaban desde las entradas, sino que los senderos serpenteantes se perdían en el horizonte o detrás de los bosques que se alzaban en la pradera como pequeñas islas verdes. Dakota no estaba interesada en dar con esas construcciones, más bien le bastaba con encontrar un lugar inhóspito para dejar los cuerpos de los bandoleros. Pese a que pareciera una tontería, los tres cadáveres en el portaequipaje le generaban una sensación perturbadora que la había tenido en vilo durante todo el trayecto. Asimismo, no despreciaría cualquier recoveco en el que pudiera asentar campamento; de hecho, matar dos pájaros de un tiro resultaría conveniente en consideración del poco tiempo que faltaba para que la noche irrumpiera con su oscuridad terrenal.

Era momento de que el vehículo nuevo demostrara sus prestaciones. De todas formas, evitó las entradas más complicadas por las irregularidades del terreno y la vegetación abundante. Ninguna estaría exenta de estas, aunque algunas estaban bastante despejadas y, a simple vista, eso facilitaría su exploración. Sin meditarlo mucho más, atravesó una entrada marcada por un pórtico de cemento. De seguro eso había flanqueado el avance de la vegetación que cubría todo a su paso. Gracias a la tracción en las cuatro ruedas con las que contaba el vehículo, la irregularidad del sendero se traducía en un movimiento ondular sutil. El camino apenas se distinguía por pequeñas zonas de tierra seca que el césped rebelde había ignorado. Por lo pronto, solo quedaba encontrar un lugar resguardado para dejar los cuerpos fríos a merced de la naturaleza.


***


Dakota abrió el portaequipaje de la camioneta y volteó el rostro para que sus ojos no se volcarán sobre lo que este guardaba, al menos en primera instancia. Asimismo, lo hizo para evitar que cualquier hedor la tomara por sorpresa. No había pasado más de hora y media, pero era mejor prevenir. De la misma forma que había cargado los cuerpos fue cómo los retiró de la cajuela: los arrimó uno por uno al borde del portaequipaje y los tomó con ambas manos por debajo de las axilas para sacarlos del vehículo. Una vez que los pies tocaban el suelo, Dakota los soltaba con la sutileza que su fuerza le permitía, pues uno recién toma consciencia del peso muerto de un cuerpo cuando tiene que moverlo. Una vez que terminó de bajarlos, se quedó contemplándolos en un intento de resolver si debía hacer algo más antes de volver al vehículo. No tenía pala, aunque, a decir verdad, por más que la tuviera no estaba decidida a cavar tres fosas o una grande que alcanzara para los tres. En todo caso, los haría rodar para que decantaran en la zanja que delimitaba el sendero. Sin embargo, el esfuerzo de Dakota fue interrumpido por el clic de un arma preparada para disparar.

—No te muevas.

La advertencia provenía de los árboles que formaban un pequeño bosque a metros del camino. La figura del muchacho se hizo más evidente a medida que emergía de la penumbra boscosa. Asimismo, Dakota ignoró la orden y, al momento de enderezarse, extrajo el revólver de la funda para apuntarle y así quedar en igualdad de condiciones.

—¿Me vas a poner a prueba? —repuso ella.

Si quedaban dudas de lo que ella era capaz, los tres cuerpos de los que se estaba deshaciendo eran prueba suficiente. Las palabras se hicieron innecesarias, pues las armas que permanecían firmes y apuntaban al otro daban un mensaje claro: por el momento, ninguno estaba dispuesto a ceder. La tensión se prolongó por un buen rato y el silencio ofició de anfitrión en aquel lugar inhóspito. Pasó un buen rato para que el muchacho retirara la mano que sujetaba el cañón de la escopeta y la alzara en procura de acordar una tregua. Asimismo, la otra mano seguía acariciando el gatillo, en esa ocasión tenía el arma apoyada contra las costillas y el antebrazo. El muchacho fue el primero en ceder, al menos así parecía. Dakota se conformaba con ello y, de a poco, bajó el arma sin dejar de sujetarla con ambas manos. En consecuencia, el muchacho levantó la otra mano para anular cualquier tipo de amenaza. Ninguno de los dos llegó a pronunciarse antes de que, sin previo aviso, un culatazo en la nuca dejara inconsciente a Dakota. Sin más, la caída fue amortiguada por los cuerpos inertes.

—¿Son bandoleros? —preguntó el muchacho mientras se acercaba al sendero. Comprobó sus sospechas al divisar los brazaletes distintivos de aquel grupo.

—Sorprendente. Una chica de armas tomar, de eso no hay dudas —señaló la muchacha que había reducido a la visitante.

Ambos se miraron y el muchacho hizo una pregunta por demás obvia, aunque su respuesta no fuera tan evidente.

—¿Qué hacemos con ella?

—Ya veremos. —Ella miró a su alrededor—. Vamos, que ya se viene la noche —ordenó.

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