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9. CARNE FRESCA

Gonzalo se alejó derrotado. No soportaba que lo viera así.
El departamento era  pequeño, más que una casa de interés social, pero cerrar la puerta, le permitió apartarse, al menos físicamente, de lo que lo lastimaba.

Ya no se sentía capaz de nada. No sabía cómo iba a hacer para impartir las clases el mes siguiente.

Jessica sonrió y se sentó sin ningún cargo de conciencia a navegar un rato en su teléfono. Tal vez le pesara un poco herirlo así, pero se le olvidaba en cuanto empezaba a platicar con sus amigas por WhatsApp.

Gonzalo la miraba divertirse como si nada con lo que veía en la pantalla. Se preguntaba por qué insistía en seguir ahí si no lo quería.

Sí, en su desesperación le rogó que no lo hiciera, pero ahora sabía qué había sido una pésima idea.

El trabajo de Titi era cansado y lo que menos quería, era tener que ir a surtir la despensa en otro mercado, porque en donde trabajaba no tenían las cosas qué necesitaba.

Los pies la estaban matando a pesar de procurar ponerse calzado cómodo, pero había días cómo ese, en los que los clientes hacían más desorden. Pisos sucios, productos desparramados en los pasillos, niños orinando... Así eran los fines de semana, pero la Mewitzin ya no tenía comida y al parecer, era al único gato sobe la tierra al que no le gustaba el atún.

Dando pasos lentos, recargada sobre el carrito, sintió cómo alguien la observaba. Sacó el espejo del bolso para fingir que estaba revisando su maquillaje, incluso, se polveó un poco la cara con la mota. para identificar al sujeto.

Un tipo de no tan mal ver —aunque comparado con el maestro, no tenía ninguna oportunidad—, la seguía, según él, muy despistado y fingía leer una lata de salsa al revés.

Titi siguió su rumbo hacia el pasillo de los artículos para mascotas. Debía llevarle al menos unas dos o tres latitas de comida, a la chillona qué tenía en la casa. Las tomó rápido y se fue a pagar. Mitad porque estaba muerta de cansancio y mitad para deshacerse del fulano con pinta de narco.

En la fila no había más de dos personas adelante de ella, con pocos artículos, así que supuso qué no tardaría mucho en salir y así fue, aunque en ningún momento dejó de sentir la mirada insistente del fulano.

¿Y si la seguía? ¿Y si tenía qué correr? ¡No podría! ¡De verdad le dolían mucho los pies! Bien, se preparó para la lucha por si al tipo se le ocurría acercarse demasiado. Metió las tres latas de comida en una bolsa doble, enroscado la parte superior para formar una especie de chaco con ella y probó disimuladamente su capacidad de manejar su improvisada arma. Ya había experimentado cuan dura puede llegar a golpear un lata en plena cara cuando algunas se cayeron de un anaquel inestable que limpiaba.

Ala mitad del estacionamiento, unos pasos apresurados se acercaron, pero antes de que se aproximará más, Titi se dió la vuelta para enfrentarlo.

—¿Qué pasó, se le perdió algo? —dijo tranquila, pero desafiante, levantando el mentón brevemente.

—No, no, calmada —el tipo mostró las palmas intentando apaciguar los ánimos de semejante hembra que tenía enfrente. Alta, grandota, norteñota de pies a cabeza y hasta en la actitud.

—¿De dónde eres, preciosa?

—¿Qué se le ofrece?

—Conocerte, ¿qué, no se puede?

—De poder, se puede, pero de qué yo quiera, es otra cosa.

—¿Y no quieres?

—Tengo novio. Casi marido.

—Pues qué suerte tiene tu novio casi marido, porque estás bien buena, mija.

—Gracias. Adiós —dijo, intentando ser lo más amable posible con el tipo, qué además, no le daba buena espina. Tal vez estaba siendo prejuiciosa, pero todo su atuendo gritaba «¡narco!», desde el vecino Estado de Sonora.

—Pareces muy cansada, chula, ven, yo te llevo.

Le silbó levantando el brazo para hacer una señal y una RAM Charger blanca se aproximó a dónde estaban.

—No, gracias.

—Ándale, no te hagas del rogar, estás queriendo. Te invito a comer mariscos.

—Por favor, señor, no insista.

El sujeto cometió el estúpido error de tocarla. Teresa se asustó, pensando en que ya la iban a levantar, pero aunque no tenía oportunidad en contra de tipos armados, cómo el achichincle había mostrado, no se iría sin luchar y decidió usar su arma secreta, soltando un bolsazo en plena cara al fulano qué la abordó primero. Ella no se había dado cuenta, pero adentro había otro más. El acompañante sacó la pistola y el otro salió dispuesto a evitar un asesinato en medio del estacionamiento, pero fue el mismo Carmelo quien impidió que le dispara a la mujer, que casi iba llegando al boulevard.

—¡Aquí no, Manotas! ¡Pinche vieja cabrona! — rió, a pesar de estar sangrando de forma abundante por la nariz—. Esta es de cocido lento. Todas las viejas tienen un precio y está también debe tener el suyo y lo voy a averiguar.

—¿Y la Jessica? —preguntó el Manotas

—¡Óilo! ¿«La Jessica»? Pinche igualado... ¡Señorita Jessica para tí, pendejo!

—Sí, patrón, perdón...

El Buitre se rió disimuladamente. Tal vez «la señorita Jessica», empezaba a aburrirlo ya, y estaba buscando carne fresca. Lo mejor, es qué, a esta dama en cuestión, no tendría que pagarle tantos implantes cómo a la Montenegro, porque los tenía de nacimiento.

Lo malo, es que la conocía, era su vecina del doce y estaba perdidamente enamorada del maestro.

Con todo y dolor, Teresa subió corriendo los treinta escalones que la separaban de su casa, esperando y rogando qué el tipo no la hubiera seguido.

Subió tan rápido qué, cuándo pasó a un lado de su adorado vecino, ni siquiera lo vio Fue hasta que llegó y se encerró, qué se dió cuenta de que había olvidado las latas en el camión.

—Perdón, Mewitzin, pero te andabas quedando huérfana —se disculpó—. Ahora te van a tocar sobrinas de ayer. ¡Todo por ese pendejo!

El sonido de la lámina de la puerta siendo golpeada la sobresaltó haciendo que emitiera un grito.

Se acercó sigilosa hasta la puerta y se asomó discretamente. Al ver de quién se trataba, abrió solo un poco, escudándose tras la pared.

—Buenas tardes, Teresa...

—Buenas.

—Vengo a devolverle esto qué me prestó.

—No se lo presté, se lo di.

—No, cómo cree...

—Bye —cerró la puerta.

Gonzalo, extrañado, tocó de nuevo.

—¡Váyase, estoy muy cansada, luego vemos! —dijo desde adentro sin abrir.

—Cómo quiera —respondió y regresó a su departamento.

Por la mañana, seguía muy asustada y prefirió faltar un par de días al trabajo, para no arriesgarse. Aunque sabía bien qué, si esos tipos querían hacerle algo, no importaba cuánto tiempo tuvieran qué esperar, lo harían tarde o temprano. Pues mejor que fuera tarde, entonces.

Carmelo se dolía por los golpes, pero reía al mismo tiempo. Más que hacerlo enfurecer, esa fiera lo había conquistado. No solo por sus atributos físicos, sino por su atrevimiento, su temple.

Era una fiera acorralada qué atacó sin importar las consecuencias. 

—¿Quién te hizo eso? —preguntó Jessica, desnuda sobre la cama destendida. 

—Una puerta.

—Las puertas no hacen eso.

—¡Si yo digo qué fue una puerta, fue una puerta, pendeja!

—Uta, qué genio... ¿Te la mamo para relajarte?

—Ahorita no, tengo cosas qué hacer.

—Entonces me voy.

—Quédate, te necesito aquí hoy, pero al rato.

—Ok.

Carmelo salió del cuarto sin voltear a verla. Ya la tenía muy vista, se la sabía de memoria; aunque una mamada cómo las que ella daba, no se despreciaba nunca. Además, tenía que desquitar esos labios que ya había pagado.

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