7. OPORTUNIDAD
Entre los deberes que Jessica debía de cumplir, además de hacerle la vida miserable a su novio, estaba el de mantener a Carmelo satisfecho. Por eso se esmeraba en aprender nuevas cosas para cumplirle sus fantasías más bizarras y sucias.
El buitre le abrió la puerta del enorme dormitorio del capo, pletórico de mal gusto y chabacanería, qué él consideraba, eran muestra de su poder y opulencia, cuál si fuera un emperador de la Roma antigua.
Así se sentía.
Jessica entró sin siquiera agradecer el gesto del sicario. Pero ni falta le hacía. La despreciaba, ya qué solo era otra más de las prostitutas qué se acostaban con él, por más especial y privilegiada qué ella se sintiera.
Cuándo la dorada puerta se cerró detrás de ella, empezó a desvestirse automáticamente. Carmelo contemplaba ese escultural cuerpo y sonreía al pensar en ella negándoselo al maldito manco.
—¿Qué se te antoja ahora?
—Mámamela.
Obediente, la Montenegro se colocó de rodillas entre sus piernas largas y velludas e inició el trabajo. Porque eso era, un trabajo. Además, mejor cobrar, qué hacerlo gratis ¿O no?
Hace tiempo le había perdido el asco. El dinero qué generosamente le daba cada semana, ayudaba bastante.
No obstante, a veces recordaba las marcadas diferencias entre Carmelo y Gonzalo, con su calidez y romanticismo.
Sí, con él los encuentros solían ser mucho más qué una representación asquerosa de una película pornográfica.
Pero eso era antes. Ahora no toleraba tenerlo cerca, le daba asco el solo pensar en que la rozará siquiera con ese horrendo pedazo de carne que tenía en dónde antes estaba su brazo derecho.
Y por si fuera poco, también estaba la desilusión de tener qué vivir en esa inmunda vecindad vieja y apestosa, cuándo ella no solo quería, sino merecía, una mansión cómo donde estaba ahora, pero claro, con otra decoración. Carmelo tenía un gusto espantoso.
Vestirse con una mano era mucho más complicado de lo que esperaba, más no imposible. Al menos hasta qué llegó a la corbata. No podía ir sin corbata.
Se hacía tarde y se la llevó, le pediría a alguien qué le ayudara. Pero no hubo nadie porque en esa ciudad nadie usaba corbata. Solo quienes venían de otros lugares del país la llevaban. El problema es que él se sentía incómodo, demasiado informal y temía qué fuera el detalle que provocara un rechazo.
Llegó a las oficinas y la secretaria lo anunció disimulando lo mejor posible el shock. Minutos después entró.
La directora le señaló la silla para que se sentara.
—Buenos días, Gonzalo. Puntual, cómo siempre.
—Buenos días, directora.
—¿Cómo te sientes?
—Bien, gracias.
—¿Seguro?
—De verdad, estoy bien. Le aseguro qué esto no interfiere con mi capacidad de impartir clases.
—No lo digo por eso. Es solo qué te veo... ¿Estás tomando medicamentos?
—Sí. Solo para el dolor.
—¿Cuáles?
Gonzalo saca algunos papeles y se los entrega. Ella los toma y los analiza.
—Vaya, estos son muy fuertes...
—No los tomo todos, solo los que están subrayados. Lo demás ni siquiera he podido comprarlos.
—Hay una escuela, pero es pública, dónde tienen una plaza disponible. Está un poco alejada de tu casa. Es todo lo que puedo hacer por ti.
—¿No hay nada aquí?
—No, lo siento.
—Está bien, de verdad, necesito empezar lo antes posible.
—Tampoco es algo seguro y tendrás qué entrevistarte con alguien allá también. Pero irás muy bien recomendado. Además, tu fama te precede, Gonzalo.
—Gracias, así nos me lo den, le agradezco mucho la molestia y su tiempo.
—No, ninguna molestia. Aquí está la dirección de la escuela. Llama primero, para que no des la vuelta en vano.
La sola posibilidad llenó al joven maestro de esperanza y se dibujó en su rostro, una sutil sonrisa.
—Sí, la escuela quedaba lejos y tendría qué agarrar camión todos los días temprano. Pero lo más importante, era tener un ingreso fijo, pues la renta no se iba a pagar sola y no podía pedirle nada a Jessica sin que le armara un drama y empezara con los reproches.
A veces detestaba su actitud. Pero si tanto le molestaba el sitio donde vivían, ¿por qué no se iba? Era cómo si no hubiera estado cuando pasó todo. Cómo si no supiera qué todos los planes se habían arruinado después de lo sucedido.
Si hubiera sido al revés, las cosas serían muy diferentes, pero a ella parecía no importarle nada más que su vida, sus cosas, su «sufrimiento».
Cuando llegó a la entrada de la vecindad, se encontró con su vecina del doce, cargando sobre el hombro un costal enorme de comida seca para gato.
—Buenas tardes —lo saludó y se apresuró a subir los escalones con todo y qué no se limitaba al bulto sobre su hombro.
—Buenas tardes —saludó en voz baja y ya que ella no pudo oírlo.
Eran varios escalones, ya que vivían en el tercer piso del edificio. Subió despacio para darle tiempo a entrar. No se la quería topar otra vez.
En realidad, para ser un hombre tan atractivo, Gonzalo resultaba tímido en extremo. No es que su vecina le cayera mal, ni nada, apenas si habían intercambiado algunas palabras, pero lo intimidaba un poco. Sobre todo, porque sabía qué no le era indiferente.
Comparada con su novia, su vecina tenía lo mismo qué Jessica, pero más grande. La imaginó llevando, en vez de un costal de comida para gatos, un antílope; con un hacha en una mano y una espada en la otra y cómo única vestimenta, una piel de leopardo cubriendo sus prolongadas curvas femeninas. Bajó la cabeza porque le dió risa lo que estaba pensando y terminó de subir.
Cuando abrió la puerta, parecía qué un huracán había pasado por ahí, dejado basura sobre cada superficie. Era indignante. No acababa de limpiar cuando ella ya tenía el sitio hecho un chiquero.
Tal vez había sido un error pedirle que se quedara, pues era evidente qué las cosas habían cambiado demasiado para peor.
Después de todo ¿Cómo alguien como ella iba a querer estar con un discapacitado sin empleo?
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