Titi solía tomarle fotos a su vecino sin que se diera cuenta. Tenía una gran colección en su teléfono y también fuera de él, en un cajón de su armario.
Sabía qué, si alguien la descubría, podría creer que estaba loca, obsesionada con el maestro; pero para ella era solo un pasatiempo inocente que le daba la posibilidad de verlo cuánto quisiera, sin incomodarlo.
Aunque intentaba con todas sus fuerzas no actuar como una maníaca, cuándo se trataba de Gonzalo Martínez, a veces no lo conseguía. Se volvía torpe, tartamuda, apenas si podía hablar. Se le notaba cuánto le gustaba, pero rara vez se atrevió a conversar con él y el día qué reunía suficiente valor, Jessica se acercaba a él para impedirlo.
No pocas veces tuvo la fantasía de verla rodar por las escaleras y partirse el cuello al final. Pero solo era eso, una fantasía y regresaba a su cuarto para atender las exigencias de su pequeña inquilina qué maullaba cómo si nunca hubiera comido en su vida.
La gatita era lo suficientemente grande para alimentarse por si sola y eso representaba una ventaja. Solo fue cuestión de guardar bien y bajo llave, todas las sustancias que pudieran dañarla.
—¿Ya pensaste en un nombre? —le preguntó levantándola con una mano y acariciando su cabecita con la otra —. Yo pensé en uno, no sé si a su majestad le agrade. Algo bien mexicano, pero con fuerza: «Mewitzin Wadalupe» ¿Cómo ves? ¿Te gusta?
La pequeña criatura no emitió sonido, por lo que Titi tomo eso como un sí.
Había entre los departamentos doce y trece, una pared falsa hecha con yeso qué los separaba con una puerta qué solo se veía desde el lado de Teresa.
Eran las cinco de la tarde y Jessica no había llegado. Para entretenerse y no pensar en lo que pudiera estar haciendo, él se ponía a limpiar lo que podía.
Si bien, ser ama de casa nunca se le dio bien a su novia, parecía qué últimamente era más indolente qué de costumbre. Pero apenas intentaba decir algo, ella le gritaba y lo insultaba, recordándole de nuevo lo prometido unos meses atrás.
¿Y como podría cumplirlo ahora? Ni siquiera tenía un empleo. La directora del plantel donde trabajaba antes del secuestro, no le respondía aún y tal vez no lo haría otra vez.
La escoba con la que intentaba limpiar era muy vieja y tenía las celdas tiesas y un poco torcidas. No servía de mucho realmente, desparramando el polvo aún más. El cubo de la cocina y la del baño estaban hasta el tope, incluso desbordándose el primero, pero no tenía bolsas donde echarla. Era frustrante, no había lo suficiente ni para asear el lugar. Cuándo se quebró el palo del recogedor, enfureció y lo lanzó contra la pared sacando su frustración con gruñidos y palabras altisonantes.
Minutos más tarde y ya más tranquilo, vio que no podía dejar así y decidió tocar a la puerta de su vecino del catorce, pero no estaba, así que, aunque no quería, tuvo que recurrir a la ayuda de su vecina «la rara», o cómo su novia le decía «la horrible».
Lo pensó unos minutos, pero al fin se decidió a tocar. Era urgente poner un poco de orden a ese sitio, por lo que tendría qué hacer el sacrificio.
—¡Voy! —respondió desde la cocina y luego fue a abrir la puerta de lámina blanca con una ventana en la parte de arriba.
Titi se sorprendió cuando vio quién era, pero no tuvo tiempo de arreglarse y se vio forzada a mostrarse tal cual: medio vestida con un shorts viejo de mezclilla, chanclas, una camiseta de tirantes y un chongo mal hecho.
—Buenas tardes —saludó con lo que intentaba ser una sonrisa—. Quería... ¿Podría prestarme su escoba, vecina? Por favor... Estaba limpiando y la mía se rompió.
Bajaba la vista al hablar, no sabía que fuera tan tímido.
—Claro —respondió Titi amable y de inmediato fue por la escoba que acababa de comprar junto con el recogedor, también nuevo.
—Gracias, al rato se lo traigo.
—No, acá tengo otros —mintió—, quédeselos si quiere. No los ocupo.
—No, cómo cree. Gracias.
Gonzalo regresó a su departamento con las cosas qué, se notaba, eran nuevas.
Tal vez su vecina no era tan exuberante cómo Jessica, pero no tenía nada de horrible, ni de bruja, cómo se refería a ella, aunque sí de extraña.
Casi nadie solía entablar conversaciones largas con Teresa, vivía encerrada en su departamento escuchando música, viendo televisión o discutiendo con su gata.
Cada mañana lo despertaba muy temprano con su maullido desesperados para qué le dieran de comer. Puntual, a las cinco de la mañana. Eso desquiciaba a Jessica, quien puso una queja ante la administradora del edificio, pero sus maneras eran groseras y su «petición» fue exitosamente ignorada.
A pesar de sus excentricidades, Teresa era una persona amable a quien todos en el edificio estimaban. Incluso, la dejaron tener a la gata con ella a pesar de que no lo permitían las reglas de la comunidad, pero con la condición de que no la dejara salir y nadie se diera cuenta que la tenía.
Por el contrario, a Jessica nadie la soportaba. Era altanera y déspota con los demás. Jamás respondía un saludo y miraba despectivamente a todos, incluso, con asco. Todo lo opuesto al maestro quien, según palabras de la casera, era «un sol» y «un caballero», qué nada tenía que hacer junto a «una zorra vulgar cómo la Montenegro».
Pero a Jessica no le importaba lo que opinaran de ella, si tenía todo lo que deseaba junto a Carmelo, qué si bien no era ni la mitad de atractivo que Gonzalo, le cumplía todos sus caprichos y lo único qué tenía que hacer, era mantenerlo contento.
Y así como no había deseo que él no le cumpliera, ella se esforzaba en hacer lo propio cumpliendo hasta la más bizarra y sucia fantasía del mafioso. De eso dependía seguir siendo la favorita.
A Carmelo le encantaba el cuerpo qué había ayudado a fabricar, simplemente no podía quitarle las manos de encima. Pero era hora de regresar a su triste realidad, ya que la única condición qué le había puesto para continuar con la vida que llevaba, era permanecer al lado de su prometido y por una fuerte suma mensual, hacerlo padecer. Sobre todo ahora, que su estabilidad emocional pendía de un delgado hilo.
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