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20. INOCENTE

La mañana sorprendió a Gonzalo en forma de luz de colores en sus ojos.

La cabeza le dolía horrores y estaba vuelto un mamarracho con la camisa rota y desfajada.

Había agujas de plástico enroscadas pendiendo del techo, cómo algún extravagante  candelabro que pretendía ser de cristal.

La gata saltó a su pecho y lo miró fijamente, cómo advirtiéndole algo que no pudo descifrar en ese momento. Se veía amenazante aunque no parecía que lo fuera a atacar. Fue una amenaza silenciosa pero firme y luego se bajó.

El sofá era viejo y se hundía con su peso, por lo que fue un poco engorroso tratar de levantarse.

Si no hubiera sido por la gata gritona, no habría sabido dónde estaba, pero la conocía más que a la dueña. De hecho, la quiso adoptar cuando la vio vagando entre los tanques, pero a Jessica no le agradaban los gatos. Ni los perros; ni nada que no fuera ella misma, al parecer.

—Jessica...

Al pronunciar ese nombre, la amargura y los recuerdos de la tarde anterior volvieron e intentó salir de ahí.

—Buenos días, Gonzalo.

—¿Me abre?

—Claro, no está secuestrado ni nada —se adelantó y giró el seguro, abriendo la puerta de par en par.

—Gracias.

—No olvide sus cosas.

Gonzalo regresó para tomar su maleta y salió para entrar por la puerta de al lado.

La cama estaba revuelta, había un desorden por todos lados y el lugar apestaba a mugre y... Sexo.

Era repugnante.

Furioso, depositó su maleta sobre la mesa y corrió al cuarto para tomar la ropa de Jessica que quedaba y la lanzó al patio en una lluvia multicolor de prendas minúsculas de todo tipo.

Ropa, maquillaje, todo voló por sobre el barandal. Los vecinos asombrados miraban desde abajo. Teresa reía divertida con la felina entre sus brazos. Sobre todo, cuando la dueña de toda esa basura llegó y vio su ropa interior regada por todo el patio.

—Esto se va a poner bueno, Mewi... —susurró en el oído de la gata.

—¡Gonzalo! —subió a toda prisa— ¡¿Qué estás haciendo imbécil?!

—¡Lárgate!

—¡Todos nos están viendo!

—¡No me importa! —siguió lanzando cosas.

—¡Entra y hablamos!

—¡No quiero hablar contigo, quiero que te largues de mi casa!

Jessica empujó a Gonzalo adentro, cerró la puerta y poco después, de la nada, comenzó a gritar cómo  si la estuviera matando, fingiendo que él la golpeaba. Se azotó ella misma contra los muebles de una manera salvaje, mientras él la veía inmovil, sin poder creer lo que hacía.

—¡Basta, Jessica! ¡Deja de hacer eso!

—¡Ayuda! ¡Alguien ayúdeme! ¡Me va a matar! —gritaba la Montenegro mientras se pegan no el puño en todo el cuerpo.

A pesar de verlo furioso tan solo un momento atrás, Teresa no creyó lo que pasaba a unos pasos de ella. Sin embargo, se dió cuenta de que no importaba cuánto pudiera gustarle el maestro, no lo conocía realmente y no sabía de lo que podía ser capaz. Salió de su departamento para ver qué sucedía y encontró a Jessica tirada, llorando, muy golpeada y rogando por ayuda.

Luego lo miró a él, no enojado, más bien confundido y asombrado. Había estado sin moverse en el mismo lugar mientras ella hacia su circo, pero eso Teresa no lo sabía. Solo presenció el resultado.

Sin embargo, había algo que no concordaba del todo en esa espantosa escena de violencia doméstica.

Más gente empezó a llegar y el asunto se hizo más grande cuando la policía arribó y se llevaron a Martínez arrestado y a ella en una ambulancia.

—¡Yo no te toqué, Jessica! ¡Di la verdad, no te toqué!

—Yo te amo, Gonzalo, ¿Porqué me hiciste esto? —decía mientras la bajaban en la camilla.

Teresa, luego de pensarlo unos minutos, corrió tras los policías que lo llevaban esposado a la presilla trasera de su propio pantalón.

—¿Puedo ayudarte de alguna forma, Gonzalo?

—¿En serio, te vas a poner del lado del agresor? —reclamó una vecina.

—¡Tú cállate, él no hizo nada! —replicó Teresa.

—¡Deberías apoyarla a ella, no al machito opresor!

—¡Cállate a la verga, tú no lo conoces! —se arriesgó a afirmar. Pero basada en lo que tenía meses escuchando, algo le decía qué todo ese penoso espectáculo que Jessica estaba montando, era mentira.

Esa distracción le impidió llegar a tiempo antes de que el auto patrulla se lo llevara.


El maestro no podía creer lo que le estaba pasando. Él, qué jamás le había levantado la mano a nadie, ni mujer ni hombre, estaba ahora en esa situación.

Parecía qué la vida se empeñaba en ponerlo a prueba.

Tampoco tenía idea de cuál era el mal que le había hecho a Jessica para que se portara de esa forma. Si no lo amaba, bastaba con irse, con hacer su vida con quién mejor le conviniera. No le iba a rogar ya, no le iba a impedir continuar con su camino. No había necesidad de hacerle el mal que le estaba haciendo ahora.

Jessica reía por dentro. Se lo advirtió y no le creyó. Pensó que sería muy fácil deshacerse de ella para empezar su feliz existencia junto a esa machorra infeliz. ¿Acaso creía que era estúpida? ¿Qué no se dió cuenta de las miradas y los encuentros que habían estado manteniendo? Gonzalo era suyo, así le repugnara la idea de acostarse con él otra vez, era suyo y no lo dejaría ser feliz con nadie más.

Preferiría verlo hundido, encerrado dónde esa maldita no pudiera alcanzarlo.











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