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19. A SALVO

Preocupada, bajó hasta la calle para ver si lo veía llegar por alguna parte.

Sería muy fácil dejarlo llegar y que la viera siendo la zorra que era en todo su esplendor, pero no quería que se desatara una tragedia  por su culpa. No sabía qué clase de hombre era ese, pero conociendo a esa clase de mujer, nadie bueno sería.

—Zorra asquerosa —pensó con una expresión de repugnancia en el rostro mientras oteaba los alrededores. Pero ¿qué le diría? ¿Cuál sería la excusa qué le pondría para interceptarlo sin que se diera cuenta? No sabía, pero tenía que alejarlo de ahí apenas lo viera.

A Gonzalo se le hizo raro ver a Teresa recargada en la pared. Era casi una ermitaña y rara vez salía de su apartamento cuando no iba a trabajar. Sonrió de forma automatica al verla, pero su sonrisa se borró al reconocer la camioneta negra de la supuesta «amiga» que solía recoger a Jessica.

Se detuvo en seco y se acercó para asomarse adentro, pero no consiguió ver nada de tan oscuros que estaban todos los vidrios.

Teresa se acercó para distraerlo.

—Buenas tardes —saludó nerviosa. 

—Buenas tardes, Teresa —intentó sonreír, mirando sobre los hombros de ella.

—¿Tiene un momento para hablar o viene muy cansado?

—¿Hablar? ¿De qué?

—De lo que sea.

—Teresa... ¿Pasa algo?

—¿Qué? No, nada.

Martínez caminó hasta la entrada del edificio y vio en dirección de su ventana.

—Solo quiero hablar...

Gonzalo la miró. Se veía preocupada, cómo si intentara decir algo, pero no supiera cómo hacerlo.

—Vamos entonces.

Se dirigieron juntos a una nevería a la vuelta de la esquina.

Se sentaron frente a frente en una de las mesas del interior. Necesitaba toda su atención.

Gonzalo no era tonto, intuía lo que debía estar pasando allá y aunque sentía mucha rabia, decidió permanecer con su vecina. Ella lo sabía. Él estaba consciente y era una situación muy incómoda.

No hablaron, solo esperaron varios minutos en medio de un silencio que pareció eterno.

—¿Me va a decir lo que pasa? —preguntó después de varios minutos.

—¿Qué se imagina que pasa, Gonzalo?

—¡Dígamelo!

—Ok, sin anestesia, la verdad aunque duela... —exhaló—. Hay un tipo metido con su... Con ella en el departamento y hace rato que están teniendo sexo.

Gonzalo se levantó furioso, pero era como si no pudiera moverse. Miró a la gente alrededor y volvió a sentarse.

Se cubrió la cara con la mano para cubrir las lágrimas de rabia que comenzaban a caer. ¡Era el colmo del descaro! En el fondo lo sabía, estaba seguro que se acostaba con otro, pero, ¿en su casa? ¡¿En su casa?!

Teresa no sabía qué hacer, se sentía culpable. Después de todo, no estaba cien por ciento segura, pero se oía todo. Jadeos, chancleteo, gemidos más falsos qué la vida de Jim Carrey en The Truman Show.

De forma intempestiva, Gonzalo salió de la nevería. Necesitaba aire, necesitaba respirar y nos lo conseguía, solo jadeaba intentando deshacer el nudo de la corbata sin lograrlo.

Teresa se colgó el maletín de modo que sus manos quedarán libres y salió tras él encontrándolo afuera, a unos pasos, recargado en la pared, intentando respirar.

Se sintió  molesta porque esa estúpida zorra plastificada no merecía tanto drama. Le deshizo el nudo de la corbata y se la quitó. Gonzalo salió corriendo en dirección a la vecindad con ella detrás, pero por más que lo intentó, él fue mucho más veloz.

Al llegar, ni la camioneta negra, ni Jessica, estaban en el departamento. Ni siquiera se habían tomado la molestia de cerrar la puerta, dejándola abierta de para en par, sin importarles que pudieran entrar a robar sus escasas pertenencias.

Bajó las escaleras como un automata y se perdió otra vez.

Teresa llegó y subió a su departamento para dejar las cosas y salir a buscarlo, pero fue inútil. Cerró la puerta de su vecino y se fue a esperar cualquier noticia en su sofá.

Dudaba qué ,después de eso, la infeliz se atreviera a volver y eso era lo mejor que podía pasarle al maestro. Pero tampoco podía evitar angustiarse pensando lo peor respecto a su paradero.

¿Los encontraría? ¿Le harían daño? ¿Le pasaría algo?

La gata saltó encima de la mesa donde estaba el maletín y se echó encima mirándola.

—¿Qué lo abra dices? —la felina emitió un sonido parecido a una afirmación.

Sorprendida, Teresa se acercó y la miró fijo esperando a que dijera algo más. La gata la vió con desdén y bajó de ahí.

—Pajumecha, Marimar, cada día más ezquizofrenica...

Se sentó en la silla y contempló el objeto un poco antes de abrirlo. Incluso, pasó la mano lentamente por encima, cómo acariciándolo. Se sentía tan firme cómo su pecho.

No era de hurgar en las cosas de otros, pero quería saber si había dentro algo que le ayudara a saber dónde encontrarlo o alguna pista de dónde podría estar.

Pasaban las once y él no había llegado. Adentro no había más que su laptop y papeles de la escuela cómo listas, plumones de colores y otras cosas.

Escuchó a alguien subir por las escaleras y se asomó por la ventana para ver si era él.

Efectivamente, era Gonzalo tambaleándose un poco por el fuerte estado etílico en el que estaba. Despacio, casi arrastrándose por los escalones, había llegado hasta la entrada de su casa, dónde se quedó parado sin ganas de entrar.

Desfajado, con el cuello de la camisa rasgado y la manga rota, estaba hecho un desastre, por lo que al dar un traspié, su zapato se enredó en la parte baja del pantalón.

De haber caído los tres pisos que lo separaban del piso de concreto, habría muerto sin  remedio, pero unos brazos fuertes se aferraron a su masculina cintura y una vez más, lo salvaron de caer.

Ebrio y aún furioso, en lugar de agradecer, gruñó y se quitó los brazos morenos de Teresa de encima.

—¡Otra vez tú! ¡Déjame en paz!

—Ibas a caerte.

—¡¿Y a ti quéééé?! ¡Déjame morirme en paz! ¡Deja de querer salvarme! ¡No te necesito!

—¿Por qué no entras? Está abierto.

—No... No quiero entrar ahí.

—Entonces entra acá, para que te duermas, vienes hasta el chiflo.

—¿Sigues? ¡No te quiero! ¡Ni siquiera me agradas! ¡No me caes bien, déjame en paz!

—Sí, sí, mañana te dejo en paz.

Abrió la puerta y lo empujó adentro.

—¿Me estás de secuestrando?

—Cállate. Ahí cabes en el sofá —lo empujó suavemente  para que cayera justo en dónde quería—. Ahí hay cobijas, hasta mañana.

Gonzalo se recostó, cerró los ojos y al poco rato se quedó dormido. Teresa cerró la puerta y se fue a dormir. Ahora estaba tranquila y podría hacerlo. Dormir, por supuesto.

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