13. PERFUME
La mañana siguiente, para beneplácito de Gonzalo, Teresa acudió a tomar el autobús. Era absurdo estar tan contento por un hecho tan cotidiano, pero era así y no hizo más por sobre analizar la situación.
Esta vez le tocó asiento a ella, pero él tuvo que ir parado justo enfrente...o mejor dicho, a un lado. Olía muy bonito y era imposible no notar el que su cadera estaba demasiado cerca de ella.
Desvió la mirada hacia arriba para detener esos pensamientos libidinosos que empezaban a apoderarse de su mente, pero era imposible cuándo semejante hombre estaba tan cerca ¡Tan cerca!
Es que Gonzalo Martínez parecía perfecto, incluso, con esa reciente discapacidad. Eso era lo de menos, el tipo era guapísimo, con su cabello oscuro rizado, sus enigmáticos ojos color turquesa y su voz... Tan suave, tan aterciopelada. Cómo una caricia en sus tímpanos.
El autobús, qué iba a toda velocidad porque tenía que checar llegada, frenó de forma repentina, provocando que varios usuarios trastabillaran y fueran a dar encima unos de otros qué estaban sentados. Por instinto, al ver qué el maestro estaba a punto de caer por culpa de un segundo en el que soltó el tubo, Teresa se aferró a su cintura para impedirlo. Avergonzada, se soltó, pero se puso de pie y lo hizo sentar en su sitio.
Desconcertado, Gonzalo la miró. Todo sucedió muy rápido, tanto que apenas si se dió cuenta del momento en el que se sentó.
—Ya me voy a bajar —sonrió y desapareció entre la gente hasta las salida.
Oh sí, a Titi le fascinaba estar ahí para él. Ser su heroína. Notó con alegría qué su perfume quedó impregnado en su ropa con tan solo unos segundos de contacto. Bendijo al chófer que casi los mató, por darle la oportunidad única de sentir su cuerpo firme y cálido junto al de ella.
Sin embargo, a Gonzalo le molestaba que la gente lo viera cómo alguien débil, disminuido y digno de compasión. Y con «la gente», se refería a su vecina, qué intentaba a toda costa resolverle la vida, pero nunca le permitía ser él quién le ayudara.
Es que su vecina parecía tan autosuficiente, cómo si fuera capaz de cualquier cosa por sí misma. Y la sintió, sintió esa fuerza, ese poder casi animal cuando lo rodeó con sus brazos.
Y le gustó.
—Buenos días, Gonzalo —lo saludó la directora, sacándolo de sus épocas fantasías.
—Buenos días.
—¿Te sientes bien?
—Sí, sí, solo, me hace falta mi café, pero —miró el reloj de la pared—, ya no tengo tiempo. Nos vemos después.
—Nos vemos.
Profesionalmente, no tenía queja alguna, Martínez cumplía con su trabajo a la perfección. Además, cada rincón de la escuela estaba vigilado con cámaras, por lo que cualquier evento sería monitoreado en tiempo real.
Lo que en realidad le preocupaba a la directora, era su tendencia a aislarse, a no entablar relaciones con el resto de sus colegas. Pocas veces lo vio interactuar. Solo llegaba, se sentaba en el mismo sofá hasta la hora de entrada y se marchaba en silencio.
Con los niños se llevaba muy bien, los disciplinaba con firmeza, pero sin ser demasiado duro y lograba captar su atención por periodos de tiempo prolongados. De hecho, su tiempo en clase, era el único en el que parecía feliz y sonreía.
Pero apenas terminaban las clases, el semblante sombrío regresaba.
Se sentía un poco culpable por estar tan al pendiente, pero no quería otro escándalo cómo el que tuvo con el maestro anterior al que Gonzalo estaba supliendo y que casi la envió a prisión.
Jessica revisó su teléfono por quinta vez esperando ver los desesperado mensajes de Gonzalo, pero, cosa rara, no había uno solo está vez y eso la llenó, no solo de dudas, sino de rabia. Algo raro estaba pasando y tendría qué volver a esa pocilga para averiguar de que se trataba.
En la tarde, unos treinta minutos antes de las tres, Gonzalo regresó a la vecindad. Con pasó lento y cansado, cómo el de un anciano, subió las escaleras con lentitud. Poco después llegó Teresa, quién al verlo, se quedó en una esquina peinando su melena cobriza, con los dedos y luego de esperar unos minutos, subió tras él.
Gonzalo escuchó unos pasos pero sabía que no eran los de Jessica. Conocía muy bien su forma de caminar y el sonido de sus tacones. Se detuvo, miró hacia abajo y se encontró con los ojos cafés de Teresa.
—Buenas tardes —saludó ella.
Gonzalo la miró con desdén, pero igual respondió a su saludo.
—Buenas tardes, Teresa.
—No se apure si no quiere, eh, esperaré aquí mi aguinaldo.
—Qué bueno qué me lo dice —caminó más despacio a propósito—. Por cierto, no vuelva a hacer lo que hizo está mañana.
—¿Está mañana? ¿Qué? —fingió no recordar el mejor momento de su día.
—En el camión.
—Ah. Oiga, pero se iba a caer.
—¿Y? Deje qué me caiga.
—Bueno, para la otra ya sé.
—No, no va a haber ninguna otra.
—Cómo si no manejaran cómo cafres todos los choferes.
Gonzalo se detuvo y la encaró.
—¡No quiero que me toque, ni qué me ayude, ni qué me preste cosas, ni qué me hable, Teresa! ¡¿No lo entiende?!
Ese exabrupto la tomó por sorpresa y la hizo enfurecer, por lo que contraatacó.
—¡Uy, no se le vaya a caer el recubrimiento de diamantes, sangrón! —rugió.
¡Y qué bueno que me dice, a la otra hasta lo piso!
—¡Teresa! —la detuvo sujetando su antebrazo
—¡¿Qué?! —alzó la barbilla, retadora.
Por unos segundos se quedó observando las facciones de su vecina, quién escupía fuego por los ojos. Al parecer, había conseguido, no solo enfurecerla, sino decepcionarla con su actitud.
Tal vez era lo mejor. Él lo sabía, sabía qué le gustaba, pero eso no podía ser. Por varias razones, valía más dejarlo de ese tamaño.
Fueron justo esos segundos de intensa cercanía, los que Jessica vio apenas entró por el portón.
—Gracias —dijo él.
Su voz decía una cosa, pero su mirada otra y fue esta la que consiguió tranquilizarla.
—De nada —respondió ella, se soltó y se metió a su casa.
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