No lo iba a negar, estaba aterrado y poco le faltó para salir corriendo cuándo la directora lo presentó ante sus nuevos alumnos.
El calor, los nervios y el exceso de ropa, lo estaban haciendo sudar mucho y su cara brillaba a causa de esto.
Conformada por niños de ocho años, mismos que no dejaban de verlo con insistencia -o al menos, esa era su percepción - su nueva clase pintaba para ser un desastre.
Intentó sonreír, pero aquello fue más como una extraña mueca de terror. Se obligó a tranquilizarse y devolvió el saludo.
La cosa empeoró cuando la directora se marchó a hacer sus actividades y lo dejó solo por primera vez al frente del grupo. Se quitó la bolsa donde llevaba sus cosas y la colocó sobre el escritorio. Moría de calor, pero no quería quitarse el saco.
Se sentía tan inseguro ahora, cómo si fuera el primer grupo de chiquillos frente al que tuviera que dar clases y ni siquiera recordaba cómo era antes. No podía por más que se esforzaba.
Se sentó tras el escritorio y sacó la lista y un plumón para escribir su nombre en el pintarrón. Empezaría por lo más sencillo: presentándose.
Carmelo no podía sacar a la fiera del supermercado de su pensamiento. Aún le dolía el golpe qué le dio y una pequeña cicatriz en el pómulo, se sumó a la que ya tenía y le atravesaba desde la boca hasta el lóbulo de la oreja.
Tanto lo obsesionaba ahora, qué recorría las calles en su búsqueda cada cierto tiempo, sin lograr encontrarla. Se imaginaba que debía vivir cerca.
El buitre, siendo vecino de Teresa, se negó a decirle lo que sabía acerca de su paradero y aunque ocasionalmente lo visitaba en la vecindad, el sicario trataba de que fuera en horas en las que sabía, ella no estaba en su casa.
Con Jessica podía hacer cuánto quisiera, pero Teresa, cómo bien sabía, no era ese tipo de mujer y no merecía estar cerca de semejante criminal.
Su principal trabajo ahí, era el de verificar qué Jessica cumpliera con la misión qué le había encomendado, por más pendeja qué le pareciera. Pero no era su jale cuestionar a su patrón, solo seguir sus órdenes.
En lo personal, Jessica le caía muy mal por presumida y vanidosa, pero sobre todo, porque no parecía batallar mucho para hacerle la vida miserable al maestro, quién sí le agradaba.
—Buenas tardes, señorita Jessica.
La aludida lo miró de reojo, ignorando su saludo. Detrás de ella, subió Teresa a la que también saludó y a pesar de no inspirarle ninguna confianza, le devolvió el saludo sin excesiva familiaridad.
Cuándo llegó a la parte donde Jessica estaba, qué era una muy estrecha por la que solo cabía una persona, a la primera de le ocurrió detenerse y sacar la polvera para maquillarse.
—Con permiso —dijo Titi, haciendo acopio de toda su paciencia, qué en realidad no era mucha y esperó unos segundos a qué se moviera, pero no lo hizo.
—¡Con permiso! —repitió más alto, asumiendo que no la escuchó la primera vez, obteniendo la misma respuesta.
—¡Me dejas pasar, por favor!
Si había algo que enloquecía de ira a Teresa, era ese tipo de gente. En un arranque le quitó lo que tenía en la mano, qué ahora era una máscara para pestañas y lo lanzó sobre el barandal.
—¡Óyeme, estúpida! ¡Ese Rimmel cuesta más de lo que ganas en un mes!
—¡Pues ve por él!
—¡Ve tú!
—¡No y quítate a la verga de ahí! ¡A pintarrajearse al salón, órale!
—¡Naca asquerosa!
—¡Quítate o te quito!
—¡Pídemelo por favor!
—Ya lo hice, dos veces y no te dio tu gana de quitarte.
—¿Ves por qué no soporto vivir aquí, Gonzalo? Pura gente violenta y sin educación —se quejó cuando lo vio subiendo la escalera detrás de Teresa.
—¡No, ni madre, te lo pedí por favor primero y adrede te quedaste a estorbar, no me vengas!
—Ven mi amor ¿Cómo te fue hoy en el trabajo? —dijo Jessica, extendiendo la mano para tomar la de él, quién se vería bastante confundido.
Siguiendo el juego de su novia, entró con ella a su departamento sin reparar, en apariencia, en la presencia de su vecina.
Titi esperó un poco y después subió a su casa. Al menos esa imbécil nalgas plásticas, había dejado de estorbar.
Ya adentro, la actitud de la Montenegro volvió a ser la misma de siempre, soltándolo de inmediato.
—¿En serio quieres saber cómo me fue hoy? —preguntó el maestro, pecando de ingenuo.
—¿Parece qué me importa? Sabes qué odio tu estúpido trabajo miserable. El día qué te decidas a trabajar en algo de verdad importante, hablamos.
—Me fue bien, muy bien —dijo orgulloso, ignorando sus palabras—. Al principio me sentí nervioso, pero al final de una hora, estaba todo mejor.
Jessica lo ignoró y empezó a teclear cosas en su teléfono de alta gama.
Gonzalo calló y salió de ahí. Era humillante. «Un trabajo de verdad». Seguía con eso. Se sentó en un escalón para ver el atardecer, lleno de tonos dorados, rosas y púrpuras. Era un espectáculo hermoso qué iluminaba sus ojos claros con los últimos rayos de sol. Teresa lo veía absorta desde algunos escalones arriba. Se disponía a lavar, pero parecía qué esos dos estaban empeñados en taparle el paso.
Pudo decirle que la dejara pasar, pero prefirió observarlo hasta qué el mismo se diera cuenta, cosa que no sucedió de forma tranquila, pues el barandal flojo de la derecha, donde estaba apoyada la canasta de la ropa qué pensaba lavar, hizo que éste se ladeara y tanto barandal cómo canasta, cayeron varios metros.
Ella también hubiera caído si un brazo fuerte y tatuado al estilo de las pandillas, no lo hubiera impedido, sujetándola por la cintura.
—Cuidado vecina, casi se va para abajo -dijo el Buitre apartándola del peligro.
—¿Está bien? —preguntó Gonzalo, apenado y sintiendo culpa por esa posible tragedia.
—Sí, sí, estoy bien, gracias. Voy por mi ropa. Gracias.
—Al menos no le cayó a nadie en la cabezota. Ya les había dicho que estaba suelto —comentó el sicario.
—Este lugar se está derrumbando.
—No le haga mucha confianza al otro, tampoco —advirtió y regresó al lugar qué habitaba.
A Gonzalo tampoco le inspiraba ninguna confianza el tipo. Tal vez estaba siendo prejuicioso porque en realidad, él nunca le había hecho nada, pero su aspecto y lo qué sabía sobre la gente de las pandillas, lo tenía inquieto. Además, la forma en la que vio a su vecina, no le agradó tampoco.
Abajo, Titi se apresuró a levantar su ropa interior, toda desparramada por el suelo.
Gonzalo bajó para saber cómo se encontraba. Despacio se acercó por atrás, mientras ella recogía sus panties.
—¿E-está bien?
—Sí, gracias.
—Perdóneme, fue mi culpa. Parece que solo servimos para estorbarle.
—Bueno, usted no sabía qué eso se iba a caer. Cosas qué pasan.
—Esperemos qué arreglen pronto eso, podría provocar una tragedia en cualquier momento.
—Ojalá...
—¿Ojalá?
—Qué lo arreglen.
—Ah.
Algunas prendas se habían quedado bajo el barandal de hierro, por lo que ella sin pensarlo siquiera, se dispuso a levantarlo.
—Déjeme ayudarle —ofreció Gonzalo y se adelantó.
—No, gracias, yo puedo, no está tan pesado.
Antes de que él lo intentara, ella, en un despliegue de fuerza bruta, apartó y colocó a un lado el pedazo de metal qué le estorbaba.
—¡Teresa, no haga eso, va a lastimarse! -la reprendió el maestro.
—Ah, yo puedo. Además, todavía traigo la faja.
—Sí, ya ví que puede. Pero yo también puedo.
—No lo dudo, pero si yo podía, para qué molestarlo.
—No habría sido ningúna molestia.
—¿Va a lavar algo? —preguntó, echando una prenda a la canasta azul de plástico en la que llevaba su ropa.
—No.
—Ah, bueno.
—¿Por qué?
—No, por nada, creí qué iba a ocupar esto.
—No. Me alegra qué esté bien.
—Gracias.
—¿Por qué no me dijo qué me quitara?
—No tenía prisa en bajar.
—¿Pero en subir sí?
—¡Ah, ya salió el peine! Sí, me estaba haciendo del baño y su...novia, me estaba estorbando.
—No tenía qué ser tan grosera. Una mujer no se ve bien diciendo esas cosas.
—Ah qué la chin... Se lo dije dos veces por la buena y no se quitó porque no le dió su perra gana. Y si alguien se portó grosera, fue ella y no voy a andar aguantando mamadas. Y me vale si no le gusta cómo hablo, así soy cuándo me hacen encabronar. Así qué, si tiene algo que reclamar, vaya y reclámele allá, a «madame nalgas plásticas».
A Gonzalo no le gustaban las confrontaciones, mucho menos, la gente tan agresiva y prefirió alzar la mano en son de paz y retirarse.
Titi se quedó tallando la ropa, enérgica, hasta lastimar sus nudillos con la piedra del lavadero. Le dió mucho coraje qué defendiera a la enana maldita, aunque era de esperarse. Esa vieja lo tenía embrujado. Vaya qué si eran tontos algunos hombres, qué entre peor los trataban, más les gustaba estar ahí.
Gonzalo subió, pero no entró al departamento. No quería ver a Jessica ni hablar con ella. Más bien se puso a jugar un momento con la gata, qué se paseaba por el interior de la ventana.
—Deberían matar a ese animal —dijo Jessica cuando salió y lo vió—. Solo molesta.
—¿A dónde vas?
—Me salió un trabajo. Al rato vengo
—¿Y las cosas?
—Ah, si, qué tonta —rio y regresó por la maleta dónde tenía sus instrumentos.
Gonzalo se acercó para despedirse pero ella lo esquivó cómo siempre y bajó rápido. Lo sabía, sabía qué lo haría y solo lo hizo para probarla. Se metió a poner orden en su casa.
El lunes siguiente, en la parada del camión, Teresa se dedicó a ignorar a Gonzalo, ni siquiera lo saludó. Cosa qué a él no pareció importarle, ya que ni el esfuerzo hizo por hacerlo tampoco. Pero además de su timidez habitual, Gonzalo ahora consideraba a su vecina, una persona muy ordinaria, problemática y conflictiva.
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