1. CAUTIVO
Quería destruirlo, desfigurarlo, inutilizarlo. Dejarle en la piel tantas cicatrices como pudiera. Pero no lo quería muerto.
Esas eran sus intenciones, pero cómo es bien sabido, para que las cosas salgan como queremos, tenemos que hacerlas nosotros mismos y el sicario parecía tener mucha flojera ese día y no cumplió al cien, los requerimientos de su patrón.
Gonzalo se sentía morir. Le habían machacado la mano derecha con un mazo. Solo esa mano. El Buitre lo miraba fijamente. Esperaba que la piedad no se le escapará por los ojos y sus compañeros de crimen se dieran cuenta. Tuvo que golpear su cara varias veces pretendiendo aplicar más fuerza de la que en realidad estaba utilizando.
Los militares llegaron en un convoy de tres vehículos camuflados en tonos arena y los tres criminales que estaban en el interior de aquel cuartucho, tuvieron que escapar. Las armas de grueso calibre salieron a relucir y cayeron dos, tres, cuatro delincuentes atravesados por las balas del ejército.
Gonzalo, apenas consciente, escuchaba las ráfagas esperando que alguna bala perdida acabará por fin con él. No quería morir, pero tampoco creyó que sobreviviría. Le costaba respirar y el sudor que provocaba la tela rasposa de la capucha que cubría su cabeza, hacía que le ardieran los ojos.
El Buitre escapó. No quería tener que ver con los soldados. Su trabajo estaba hecho y debía volver donde lo esperaba su jefe.
—¿Ya estuvo?
—No sé, patrón —dio una última calada a su cigarro y arrojó la colilla al suelo.
—¡¿Cómo que no sabes, pendejo?!
—¡Nos cayeron los washos! ¡No sé quién les avisó, pero los rafaguearon a todos! De milagro me escapé.
—¿Y el Gonzalo?
—Muerto, seguramente. El Mocos no deja títere con cabeza. Y si no fue él, entonces se murió en la balacera.
—¡Pero yo no lo quería muerto!
—¿Y qué quería? ¿Qué me regresara a rescatarlo? ¡Eran un chingo contra nosotros! ¡Cómo cinco trocas llenas de soldados!
El Buitre no entendía la obsesión de Carmelo, su «patrón», por un triste maestrito de primaria que nada tenía que ver con el crimen organizado al que pertenecían. Ni siquiera se dedicaba a vender merca, nada, solo un ciudadano común y decente.
—¡Bueno, ya, lárgate!
—Sí, patrón —respondió molesto el sicario.
Muchas horas pasaron antes de que Gonzalo despertara en la cama treinta y cuatro, del cuarto piso del Hospital General. Aún la anestesia no había perdido su efecto del todo y se sentía adormilado, pero adolorido. Sobre todo del lado derecho superior del cuerpo.
Jessica estaba concentrada en la pantalla de su celular. Después de cinco años de un noviazgo que se antojaba eterno, sentía que era su deber permanecer a su lado, por más que le desagradara la situación, el lugar y la gente.
Intentaba no verlo. Había cables de color diferente saliendo del pedazo de brazo que le habían dejado, que por cierto, se veía espantoso. Tenía el labio inflamado y una herida en la ceja. Se preguntaba si tendría que ser ella quien le diera la noticia de lo sucedido con su cuerpo.
Era repugnante. Había visto gente así antes y le horrorizaba la idea de convivir con alguien en esas circunstancias y ahora tendría que hacerlo por la fuerza.
Pensar que solo una semana atrás Gonzalo era perfecto. Joven, guapo, con un gran futuro. Pero ahora...
Teresa sufría en silencio. Gracias a las habladurías de las vecinas, se había enterado del secuestro de su vecino de departamento y los rumores eran todavía peores que la realidad. Algunas decían que le habían arrancado los globos oculares, otras que lo habían decapitado y dejado su cabeza en una esquina junto a una narco manta.
Arrojó una última tarima a la pila y corrió a encerrarse en uno de los baños para llorar solo de recordar. Cualquiera de esas posibilidades era horrorosa y le oprimía el pecho solo de pensar en que pudieron hacerle tanto daño a un hombre como él.
Y es que Gonzalo Martínez era para Teresa, mucho más que solo su vecino de al lado. Estaba enamorada de él. Lo estuvo desde la primera vez que lo vio subiendo con una caja llena de cosas y su mirada celeste se cruzó con la de ella por un par de segundos. Y sonrió.
Después se enteró de que él era maestro y que la voluptuosa mujer que había llegado con él, era su prometida. Y gracias a las delgadas paredes que separaban sus espacios, se enteró de otras cosas también. Cómo que la tipa era una escandalosa y le gustaba interpretar escenas pornográficas para que todos los vecinos se enteraran cuando se la cogía, así fuera de madrugada.
Asco era lo que le daba solo de verla, con sus nalgas enormes y los labios inflamados a punta de inyecciones de, sabría dios, qué. Le parecía no solo falsa, sino vulgar. Demasiado vulgar para un hombre cómo él, pero bueno, ya sabía que tratándose de sexo, los hombres no pensaban con la cabeza que tenían sobre el cuello.
Pero para Jessica, Teresa tampoco era santa de su devoción. Se le notaba a kilómetros lo arrastrada y cómo no disimulaba nada al ver a su novio. Pero conocía bien los gustos de él y esa fachosa no entraba en ellos.
Ninguna de las dos se molestaban en ser hipócritas y cada vez que se encontraban, si no se ignoraban mutuamente, se dirigían unas miradas que serían la envidia de una cobra de lo venenosas.
Gonzalo sabía lo que pasó con su brazo, y si no, lo imaginaba. Solo faltaba confirmarlo. Lo destrozaron, lo convirtieron en una masa de piel, huesos y cartílago. Ningún cirujano podría arreglar eso.
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