Habitantes de Litz
Un pedazo de metal, un simple pedazo de metal, cambió para siempre el destino de la costera ciudad de Litz.
Siendo un importante puerto, el más importante de Europa, los recursos que se pudieran extraer del mar y exportar a otros rincones del mundo constituían la base de la economía local, con las sardinas como producto estrella. El gran problema era que estas no duraban mucho tiempo frescas, en especial con los grandes viajes transoceánicos, y había que tirar toneladas de pescado podrido al mar. Eso fue así hasta que cierto joven de cabello dorado se presentó en la casa de un pescador con un trozo de latón.
Fue el inicio de la prosperidad.
De algo tan simple como un pedazo de metal bruñido surgió el recipiente perfecto para conservar el sabor y la frescura de las sardinas: la lata. Una vez que las sardinas de Litz comenzaron a hacerse conocidas en todo el globo, la demanda por ellas aumentó a niveles insospechados. Muchos comenzaron a trabajar con el pescador para ayudarlo a cumplir las demandas, y él logró amasar una considerable fortuna por las exportaciones que compartía también con sus vecinos.
El único problema fue que, para evitar la sobreexplotación de la sardina, tuvo que imponerse la veda.
Los coloridos vitrales que creó el artesano del pueblo le dieron nueva vida a la iglesia. Litz era un pueblo profundamente religioso, pero tras la renovación y ampliación de la iglesia, los curas se dieron cuenta de que no solo se requería fe para preservar el crecimiento del pueblo, sino también conocimiento. Por lo mismo, fundaron la primera escuela del pueblo, en la que enseñaban materias que iban desde la religión a las matemáticas y la historia.
―Amado Señor, te damos las gracias por todo lo que nos has dado, y te pedimos que le traigas prosperidad a nuestro pueblo. Amén.
Como era de esperarse, no todos los niños encontraron divertido el tener que ir a la escuela, incluso algunos se escondían en los pasillos procurando que ningún sacerdote los encontrara fuera de las salas; pero a otros los nuevos conocimientos que les daban les parecían sumamente interesantes, inspirándolos a ser más que pescadores, como lo eran los padres de varios.
El artesano que creó los vitrales también se vio beneficiado. La belleza de los diseños y su estética se convirtieron rápidamente en la comidilla del mundo artístico, por lo que muchos artesanos de otras regiones llegaron para aprender sus técnicas.
Guardado en una caja cerrada, estaba el origen de la inspiración: un diamante traído por Ark desde el desierto del Sahara y que le había comprado a unos mercaderes nómadas.
El doctor Emilio veía los expedientes de sus pacientes sentado en su oficina. En su rostro se percibía un aire de preocupación; con el crecimiento de la ciudad, la cantidad de gente pidiendo ser atendida había aumentado considerablemente. No entendía bien el por qué, pero lo atribuía al aumento del estrés entre la población.
«¿En verdad el progreso será tan dañino?».
Por suerte, ahora contaba con un asistente deseoso de aprender sus técnicas de sanación. No solo eso: su gran amigo Colón había llegado con nuevos remedios traídos desde el Nuevo Mundo, siendo el antifiebres el más solicitado.
De no ser por Ark, su motivación como médico no habría sido la misma. La desaparición de Colón lo había afectado sobremanera en su momento, pero tras su rescate, su ánimo volvió a ser el mismo. Esperaba, eso sí, no ser el único que se sintiera de esa manera.
«Tal parece que no bastará con simple medicina para sanar a la gente», pensó.
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