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Discípulos Blancos

La nieve caía sobre el poblado de Devota. Aislados del mundo, a sus habitantes no parecía importarles aquello. Lo único que anhelaban ansiosamente era el regreso de su líder, el doctor Berruga, quien había prometido crear un mundo utópico en el que la enfermedad y la muerte desaparecerían de la Tierra.

Por supuesto, solo a los creyentes en él se les permitiría vivir en ese nuevo mundo.

Los Discípulos Blancos, sus seguidores más fieles, se dedicaban a mantener viva su palabra. Todo aquel que quisiera ser iniciado debía conocer al revés y al derecho los detalles de la vida del científico, incluyendo su obtención del Premio Nobel de la Paz por sus investigaciones y la construcción de un laboratorio en donde dormiría hasta que las circunstancias fueran propicias para la nueva era de la humanidad.

―¡Alabado sea Berruga, nuestro líder y salvador!

―¡Alabado sea!

En plena plaza principal, un gigantesco retrato de Berruga miraba a todos con aspecto intimidante. Custodiando dicha foto, dos Discípulos Blancos, cuyas túnicas se confundían con la nieve. Los transeúntes miraban todo el cuadro con un tremendo sentimiento de respeto; cuestionar a Berruga era el peor crimen que podía cometerse en Devota.

―No puede ser... No... No...

En una residencia, un hombre lloraba desconsolado al lado de una cama. Yaciendo en ella estaba la que alguna vez fue su amada esposa. Una larga enfermedad se la había llevado después de meses de lucha.

―¿Por qué pasó esto? Se suponía que Berruga la salvaría... ¡Se suponía que lo haría! ¡¿Por qué?! ¡Nosotros confiábamos en él! ¡Confiábamos en él!

Como todo el poblado, ambos eran fieles devotos del científico y creían en su palabra ciegamente. Por lo mismo, él no podía creer que su mujer ya no estuviera más.

Lo que nadie en el pueblo sabía era que el mesías, el futuro líder del nuevo mundo, ya había despertado de su letargo y había muerto víctima de una de sus propias máquinas durante su enfrentamiento con Ark. Da igual la resistencia; la muerte siempre gana.

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