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Capítulo 33, parte I: Felices para siempre

Tres meses corrieron con acelero desde que se estableció la fecha del matrimonio de Emilia y Arthur, grandes preparativos se hicieron para el tan ansiado día, en el que la pareja de enamorados terminaría uniendo sus vidas finalmente. Emilia pasó tiempo viviendo en París, rentó un pequeño departamento para ella sola, no estaba cercas del museo, pero apreciaba el tiempo que transcurría en su traslado al trabajo, tomando en cuenta que mirar la ciudad por la ventana del taxi mientras la mente se le escapaba hacia el futuro, se volvió uno de sus pasatiempos favoritos. 

Con regularidad, pensaba en la idea de tener hijos lo más pronto posible una vez que estuvieran establecidos en Saint Rosalie, ese fue el lugar que ambos eligieron para vivir, puesto que William era un hombre viejo que no debían dejar solo, además las tierras necesitaban de la presencia de Arthur con frecuencia. Alejarse, le sería imposible.

Arthur, por otro lado, se encargó de preparar la que sería la nueva habitación principal, el lecho que compartiría con la mujer que eligió para amar toda la vida. Arregló cada detalle del espacio personalmente y luego de que Anna decorara los interiores con ese excelente gusto que la caracterizaba, el lugar quedó listo para ser ocupado por la nueva señora Bennett.

La casa se convirtió en un concurrido sitio por personas que querían conocer a quien fuera el hombre con el poder de reclamar el título de Conde de Shrewbury. Los recorridos de Orson dejaron de ser suficiente para los visitantes, ahora la fama de Saint Rosalie recaía en acercarse a la nobleza, pues de ningún modo, dejarían pasarla oportunidad de sentirse como tal, al lado de Arthur Benett, a quien le daba igual si le decían Conde o no. 

Debido a la fama que su persona causaba, decidió retirar las pinturas que le fueron hechas cuando aún pertenecía al siglo XIX, así dejaría de recibir elogios por parte de la morbosa comunidad curiosa. 

Sus días iniciaban con la ardua labor que el campo exigía: visitaba las tierras, observaba la cosecha y se cercioraba de que todo marchara en orden. Luego subía a esa camioneta que aprendió a conducir para recoger a Emilia cuando ella terminaba su jornada laboral. Pasaban el resto de la tarde juntos, la dejaba en la puerta de su departamento y volvía de regreso a Saint Rosalie.

Los fines de semana, Emilia dejaba París para tomar un descanso en aquellas tierras que la llenaban de felicidad.

—Nunca imaginé vivir en el campo —exclamó la mujer que tenía la cabeza reclinada en el pecho de su prometido.

Ambos mantenían las miradas enfocadas en el dulce atardecer que la naturaleza les ofrecía.

—¿Te preocupa? —preguntó Arthur empleando un dulce tono.

—No, claro que no. Todo lo contrario. Además, bien podría estar aquí, en París, Shrewsbury o Japón, siempre y cuando estemos juntos —confesó aferrándose al cuerpo de su amado.

Arthur sonrió sin que ella lo notara, le agradecía a la vida haberlo transportado 174 años para estar con la mujer que debía estar a su lado.

—Nos están esperando —recordó acariciando la maraña de pelo de Emilia.

—Dios, no quiero ser el árbitro de nuevo en esto. Te dije que buscáramos un sacerdote y un juez —soltó la mujer enfocando la mirada en el hombre.

Arthur encogió los hombros y negó con la cabeza.

—Lo siento, tú eres la novia.

—Mira que todo esto es para complacerte —dijo la mujer que se ponía de pie con la ayuda del caballero.

Luego Arthur la ayudó a subir a su caballo y él hizo lo mismo, pero en uno propio. Ahora Emilia, sabía montar tan bien como lo hacía Anna. Pareciera que había nacido para vivir en el campo, según las palabras de la misma francesa. 

Después de diez minutos de cabalgata, llegaron a la casona donde efectivamente eran  esperados por los padres de Emilia, Orson, Anna y el propio William, demandaban la presencia de la pareja de futuros esposos.

—¡Vaya, ya era tiempo! —recriminó William al tiempo que golpeaba su bastón contra el suelo.

Emilia sonrió para todos y se sonrojó luego de que su madre encontrara un par de ramas en el pelo castaño.

—¿Dónde se metieron? —preguntó mientras la ayudaba a limpiarse.

—En el campo, mamá. Esto es un campo —replicó Emilia al tiempo que alejaba su cabello de las manos de su madre.

William y Orson se vieron entre sí y soltaron risillas pícaras entre ellos, los dos presentían que su caballero andante se estaba portando como un adolescente.

—Bueno sí, anduvieron por ahí en el campo, ¿cuál es el problema? Ya son adultos —dijo Anna intentando calmar a los dos ancianos.

—¿Podemos terminar con esto? —interrumpió Emilia antes de que las discusiones entre todos comenzaran.

De inmediato todos tomaron asientos en el salón principal de la casona, Emilia y Arthur se miraron fijamente y dieron por comenzada aquella batalla campal que discutían desde que se iniciaron los preparativos matrimoniales.

—El cuarteto de músicos estará presente en la ceremonia y luego amenizará el banquete —comenzó Ruth con una enorme libreta que tenía en las manos.

—¿Un cuarteto? —cuestionó William de inmediato—. Con eso no se puede bailar.

—Otra música no es apropiada, estamos hablando de una ceremonia íntima y refinada.

Ruth se sentía complacida con las preparaciones que hasta el momento tenía planeadas.

—¡Absurdo! ¡Tenemos que celebrar que estos dos dejaron de ser unos tercos solterones!

—William, no empecemos de nuevo —reparó Arthur con un tono severo. Era igual que reprender a un niño malcriado y berrinchudo.

—Pero lo que dice este viejo costal de huesos es verdad —agregó Orson, entrometiéndose en la discusión con ambas manos extendidas.

Arthur y Emilia tenían todo un comité para organizar su boda sin que lo hubieran solicitado.

—Podemos usar el cuarteto en la ceremonia religiosa y luego algo más divertido para la comida —intervino Emilia, luego de resoplar el aire.

—¿Qué hay de los bocadillos? —preguntó Ruth de nuevo—. ¿Probaron los canapés que he traído?

—Son deliciosos, madame —dijo el novio con total educación.

—¡Son un asco! Se quedaron pegados en mi dentadura, observen —soltó William, mostrando un par de dientes.

—¡Qué asco, William! ¡No hagas eso! —exclamó Anna al tiempo que el resto hacía muecas.

Sin embargo, como la mujer dramática que era Ruth, pegó un brinco de su asiento, cerró su cuaderno y gritó furiosa.

—¡No puedo con esto, Emilia! Me reusó a organizar una boda con él. —Señaló al hombre con total disgusto.

—¡Mamá!

—Es mejor, la organizaré yo, esas ideas son anticuadas y mira que el anticuado es mi bisabuelo. —William sonrió y apuntó a Arthur, no tenían sentido sus palabras, pero el resto parecía ignorarlo.

—Sí que has enloquecido, Arthur no es tu bisabuelo —recriminó Orson en un grito.

—Pero sí lo es...

—Si te sigues portando mal, no participarás en la organización de esta boda —intervino Arthur con los brazos entrelazados y una mirada severa.

—¡Pongamos una fuente de camarones junto a dos esculturas de hielo! Una con la cara de Emilia y la otra de Arthur —añadió el anciano con cierta satisfacción en sus ideas.

—¡¿Camarones en un viñedo?! —cuestionó Ruth exaltada.

—Son mejores que esos canapés pastosos que has traído.

El resto estalló en gritos, alegatas y peleas. La boda de Arthur y Emilia se convirtió un verdadero problema de organización, dado que todos querían aportar algo. Todos eran felices con la idea de una gran boda, todos menos Emilia. Ella sólo pensaba en ese futuro que estaba desesperada por vivir, dos o tres niños corriendo por doquier y un apuesto caballero compartiendo sus mañanas y sus noches. Era ese su sueño dorado.

No obstante, ahora tenía una boda que organizar, misma que se salía de control debido a la gran cantidad de ideas que había en el aire. Con cada reunión familiar, la situación parecía empeorar, ¿qué sería de las navidades, cumpleaños o del resto de los eventos familiares?

Arthur habló, acercándose de Emilia para que esta emergiera de sus pensamientos, esos que seguían perdidos en el futuro.

—Será mejor que elijas tú —susurró al oído de la novia.

Emilia asintió y meditó la situación por breves segundos. Luego se puso de pie, tomó el cuaderno de su madre y observó la enorme lista que tenía en las manos. La joven tachó algunas cosas y colocó una palomita en otras. Quería decir algo, pero el escándalo no le permitiría ser escuchada, miró a Arthur y este se encogió de hombros y sonrió con total cinismo. Era como si el embrollo de la boda fuera su castigo por haberse negado infinidad de veces a casarse con él. No obstante, Anna supo que Emilia quería decir algo y esta soltó un chiflido que los dejó mudos a todos.

—La novia quiere hablar —emitió satisfecha.

—Gracias, Anna —dijo Emilia con una especie de semblante que se debatía entre salir corriendo y el de afrontar lo que le tocaba, luego volvió los ojos al cuaderno y tomó aire para hacer saber sus decisiones—. Tendremos la ceremonia y el banquete en el risco. Descorcharemos Champagne y obviamente el vino que se produce aquí. Quiero el cuarteto en la ceremonia y una banda divertida en la celebración después de la comida para que William nos muestre sus mejores pasos. 

Los miró a todos de reojo y era como si de la nada todos estuvieran de acuerdo, puesto que el silencio continuaba en la habitación, siendo la voz de Emilia la única que se escuchaba.

»Para la comida serán tres tiempos con dos elecciones de plato fuerte, pueden ser carnes rojas y pescado. Por ningún motivo quiero mi rostro en una escultura de hielo, William. Tampoco llegaré montada en un caballo Orson, ni quiero doscientos invitados, mamá. Y sí, usaré un vestido blanco, pero yo y sólo yo lo elegiré, cariño —soltó con una fulminante mirada en Arthur.

Todos se vieron, buscaban algo que pudieran refutar, pero todo parecía estar bien para ellos.

—¿Por qué Arthur quiere ver tu vestido? —cuestionó la madre con una ceja arqueada.

—Es tradición que el novio envíe el vestido de su novia —respondió Arthur con total naturalidad.

La prometida del enorme hombre abrió grandes los ojos, recordó que era una de las clásicas tradiciones durante la era victoriana, pero después de más de cien años era una costumbre por completo extinta. Ahora Emilia debía buscar una excusa para aquella inusual respuesta que no debió salir de los labios de su futuro esposo.

—¿Tan difícil era aceptar fugarnos? —pregunto observando a su prometido.

—No aceptaré menos que el matrimonio —resolvió el caballero exhibiendo su dignidad.

—A Arthur le gustan las viejas costumbres del siglo XIX, mamá.

—Sí, lo hemos notado ya —declaró el robusto hombre que era Jacob desde las profundidades de la sala. Había preferido permanecer al margen de toda discusión que tuviera que ver con la boda de su hija. Entregarla en el altar, como se supone debía ser, era lo único que él esperaba.

—De cualquier modo, el vestido será sólo de mi elección —aseguró la novia, luego respiró hondo.

—¡Puedes usar una sábana encima si quieres, siempre y cuando tengan hijos a la mayor brevedad! —recriminó Orson con la mirada en Anna.

—¡Papá, ya hablamos de esto! —soltó la pelinegra con las mejillas sonrojadas—. Con el trabajo en el viñedo me es imposible pensar en un bebé por ahora.

—¡Olviden los niños y el vestido, la fuente de camarones es muy necesaria! —dijo William en un grito.

—¡Oh, no! Aquí vamos de nuevo —declaró Emilia con la mano en la cabeza.

—Will, tendremos una fuente de camarones, pero será lo último. Ya no habrá solicitudes. Anna, ¿podrías hacerte cargo? —intervino Arthur después de ver el rostro de Emilia al borde del colapso.

La pelinegra asintió con una completa sonrisa, luego caminó hacia Ruth para solicitarle el cuaderno lleno de preparativos y proveedores. La madre estaba renuente a soltar la libreta, pero luego de un par de insistencias por parte de todos, la señora Scott terminó por liberarlo a sabiendas de que esa era la elección de su hija.

Emilia sonrió para su madre, estaba feliz de compartir dicho momento con sus padres, pese a que la organización de la boda se había convertido en un fastidio. Esperaba que después de esa última batalla, las cosas se simplificaran para todos, ahora sólo quedaba esperar la fecha marcada en el calendario para la que todavía faltaban cerca de dos meses.

Tanto Arthur como Emilia se mostraban desesperados, sentían que el tiempo pasaba lento; no obstante, fue el único momento en el que las apretadas agendas de ambos lograron coincidir. Así, Arthur tendría más tiempo para Emilia y la castaña podría prescindir de unos días laborales.

—Lamento todo esto —dijo el caballero que había acompañado a Emilia hasta el comedor donde degustarían la comida preparada por Sylvie, la jovencita que cuidaba de William.

—Era de esperarse, somos muy diferentes, nuestro entorno también lo es.

—Sí, pero no deberían ser las cosas así. Lo compliqué mucho —expuso el caballero tomando la mano de Emilia.

—Ya es tarde para lamentos, además también quiero ser tu esposa y nuestras familias deben aprender a convivir —reflexionó ella con una ligera mueca en la cara.

—En el siglo XIX las mujeres solían dejar a su familia luego del matrimonio. Sobre todo, cuando había mucha distancia de por medio.

La mujer arrugó la frente y lo miró extrañada.

—¿Planeas que haga eso?

—No, en absoluto. Tus padres me adoran —aseguró el hombre con tremenda sonrisa.

Aun cuando Emilia lo negara, sabía que lo que su prometido decía era cierto, los Scott estaban complacidos con la nueva felicidad de Emilia, sin importar que esta llevara el nombre de Arthur Benett o Francia. 

—Es cierto, mamá adora tus bromas y papá muere por llevarte con él a Shrewsbury y mostrarte con la sociedad. Sin mencionar que cree que debes participar de nuevo en el torneo de esgrima. Perdiste la oportunidad de defender el título hace tiempo.

—Oh, no. No haré eso. —Manoteó con la mano—. Soy el mejor, no tiene caso.

Ella rodó los ojos y sonrió de nuevo, ese hombre no tenía remedio.

—Debería odiar tu arrogancia, pero en vez de ello, me gusta.

—¿Arrogancia? No es eso. Es confianza en mi persona —expuso acomodando el cuello de su camisa.

—Sí, un tremendo exceso de confianza —emitió entre rizas.

La comida resultó ser más agradable luego de que todos dejaran de lado el tema de la boda, los bebés o la fuente de camarones que reclamó William. Ahora las conversaciones se dirigieron más hacia el progreso que existía en el negocio familiar, las inquietantes investigaciones de Emilia sobre un nuevo ejemplar llegado al museo y las ideas que Anna tenía para convertir la casa en una acogedora posada de lujo. Orson hacía hincapié en que se debía invertir una importante cantidad de dinero, pero tanto William como Arthur se negaron a hacer cambios significativos en el legendario lugar que pertenecía a los Bennett.

Quedó claro que muchas cosas cambiaron desde aquella época; no obstante, Arthur todavía sentía cierta nostalgia cada vez que recordaba su antigua vida, esa que decidió dejar en el pasado, ya que jamás volvería a vivirla. Para él, todo eso sería un dulce recuerdo que debía olvidar.

Los meses pasaron y un perfecto día iluminado surgió. Arthur miraba el amanecer desde la orilla del risco; sin embargo, el despertar de ese día se sintió diferente al resto. El espacio que celosamente Arthur visitaba fue decorado para la ceremonia que se celebraría ese día en Saint Rosalie. Se apreciaba montada una bonita estructura en forma de arco que sería llenada por flores blancas, de un costado acomodaron sillas y mucho más al fondo una pista de baile donde William haría alarde de su talento como bailarín.

El caballero que bajó del caballo, no podía imaginar lo que debía esperar el dulce día de sus sueños, aunque nada de lo que desconocía importaba, en unas horas, Emilia sería su esposa. Volvió la mirada hacia el hermoso espectáculo otorgado por la naturaleza y después de que el cielo terminara por aclarar, decidió que era hora de volver a casa.

En su ingreso, se topó con un camino de gente que movía flores de un punto a otro, un chef solicitaba a su gente que bajaran todo del camión donde arribaron los alimentos e instrumentos. Los jardineros que contrató Orson lograron un bello trabajo con la entrada de Saint Rosalie, todo era tradicional desde el punto de vista de Arthur. Estaba feliz.

Anna, quien caminaba por todos lados con una libreta en la mano, se encontró con Arthur en su llegada.

—¡Debes estar bromeando! —expresó la mujer que le miraba de pies a cabeza.

—¿Ahora qué hice? —cuestionó el caballero con ambas manos en el aire.

—¡Te metiste en el campo! ¡Te dije que no lo hicieras! Ve a tu habitación, toma una ducha.

—Es temprano todavía, puedo ayudar con algo.

—No, todo está bajo control. Déjame a mí organizar esto —dijo la francesa con una sonrisa, mientras lo empujaba escaleras arriba.

—Bien, iré a ver a Emilia —respondió el caballero que continuaba observando a la gente pasar.

—¡Oh, no! ¡De ninguna manera harás eso! —intervino reteniendo a su amigo. Emilia estará bien, Fausto y Wendy llegaron hace un momento y su madre llegará pronto.

Arthur soltó el aire y detuvo sus toscos movimientos.

—Entonces, ¿qué haré yo?

—¡Nada! Sólo, sé el novio. Ve a tu habitación, lee algo y luego toma un baño. Lo necesitas —comentó Anna después de fingir que el hombre olía mal.

Miró a Arthur sonreír y ella hizo lo mismo.

Eran más de las dos de la tarde, la ceremonia estaba programada para dentro de unos minutos, nació un ligero golpeteo en la cabeza de Arthur que le hacía sentirme más que impaciente, ya no quería seguir en su habitación con el nerviosismo encima, necesita saber de Emilia, aunque fuera a través de la puerta. Reajustó las mangas de la fina camisa que Anna compró para él y luego colocó por encima el saco del costoso traje que usaría para ese día. No era similar a los que vestía en el siglo XIX, aquellos eran hechos a su robusta medida, pero dado que nunca se dio el tiempo para ir al sastre, el traje que Anna trajo para él, estaba bien. Miró el elegante porte que lucía frente al espejo, meneó el cuello y caminó hacia la salida con la insignia de buscar a Emilia.

En esa ocasión, la novia ocupaba un espacio que adaptaron para ella, la castaña ignoraba por completo que Arthur estuvo preparando una habitación para que fungiera como la principal, una bonita recámara que ocuparían ellos a partir de ese día.

Él caminó hasta donde sabía que la encontraría y golpeó la puerta llamándola por su nombre. En el acto, escuchó los ruidos tras de esta, ni Fausto o Ruth permitirían que el novio mirara a su novia antes de la ceremonia.

—¡Arthur, ¿qué se supone que buscas aquí?! —vociferó Fausto sin abrir la puerta.

—Es evidente mi intención por hablar con mi... prometida —explicó.

—Cariño, debes esperar a la ceremonia —agregó Emilia con la puerta todavía cerrada.

—Yo... necesito saber que estarás ahí.

Arthur escuchó el cuchicheo en los interiores de la habitación, miraba para todos lados como esperanzado de que la puerta fuera abierta por la misma Emilia. Era su primera boda y ella insistió tanto en brincarse el momento, que el nerviosismo le jugaba sucio a sus miedos.

La puerta fue abierta de golpe, interrumpiendo los pensamientos del varonil hombre, Fausto apareció con una grata sonrisa de oreja a oreja.

—Hola, grandísimo guapo. Tienes suerte de no ser gay porque yo ya habría saltado sobre ti —dijo señalándolo con el dedo—. Emilia te envía esto...

El legítimo Conde ancló sus ojos en un papel doblado con delicadeza, lo tomó aceleradamente y lo abrió, reconoció la letra al instante, era la letra de su Emilia. Su amada Emilia.

Querido futuro esposo.

Te conozco tan bien que sabía que insistirías en hablar conmigo el día de hoy. Preparé esta carta anoche, con la intención de que la leyeras antes de nuestra boda, suena algo anticuado, pero sé que lo prefieres a un mensaje por el teléfono.

No hagas caso a tus nervios o preocupaciones, no temas no encontrarme en el altar. Acudiré a ti como tú lo hiciste conmigo. Viajaste 174 años para que pudiéramos estar juntos. La vida cometió un error y nos puso en siglos diferentes. La misma vida solucionó el problema y te trajo a mí.

Yo siempre estaré en el momento indicado, a la hora pactada, en el lugar acordado.

Te ama, tu Emilia.

Arthur levantó los oscuros ojos de la carta sin notar la enorme sonrisa que le acompañaba. Estaba tan enamorado que no había manera de ocultarlo.

—¡Arthur, aquí estás! Vamos, que ya es tiempo —declaró Jacob apareciendo junto a Orson.

El hombre dobló el papel y lo guardó en el bolsillo del saco.

—Dígale a Emilia que la esperaré —dijo a Fausto y luego caminó junto a Orson para encontrarse con William escaleras abajo. Era momento de partir a su propia boda. 

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