Capítulo 31: Redención
Presa de una situación que se le salía de las manos, Emilia no tuvo más remedio que regresar a la casona, donde seguramente se encontraría con todos, exceptuando la presencia del orgulloso caballero. Entendía que, con dificultad, lograría ocultar el hecho de que estuvo llorando, tampoco pasaría desapercibido el enojo que cargaba consigo y ni hablar del corazón roto, ese que Arthur seguía esquivando.
Apenas fue avistada, las miradas de todos se posicionaron sobre ella, esperanzados por la idea de una reconciliación; sin embargo, la solitaria figura de Emilia evidenciaba su derrota en el amor, Arthur y ella continuaban siendo parte de un debate sentimental cuyo final parecía estar lejano.
Tanto William como Orson suspiraron con tristeza, Anna se lamentó en silencio y los padres de Emilia sintieron el dolor que acompañaba a su hija, no querían volver a verla en esa situación ni un minuto más a pesar de que aquello no estaba en sus manos.
—¿Lo encontraste? —preguntó William con nulas expectativas.
—Lo hice, pero él no quiere saber de mí —respondió desviando la mirada. El rojizo que rodeaba sus ojos y nariz era algo que con toda seguridad tendría en el rostro, aun cuando no había tenido la oportunidad de confirmarlo por sí misma en un espejo.
—El muchacho está confundido —soltó Orson intentando salvar la situación.
Emilia levantó la mirada, las palabras de Orson le golpearon duro, podría soportar cualquier cosa menos el hecho de que él estuviera confundido.
—¡No está confundido! —declaró cansada de darle la razón—. Arthur es terco, arrogante y orgulloso, son esas las razones por las que no quiere que me acerque.
—Creo que lo mejor será que nos vayamos y ya después podrás hablar con él, hija —dijo Ruth, caminando hacia la castaña.
A pesar de ello, Emilia se negaba a retirarse aceptando su derrota. Estaba enamorada y creía con firmeza que Arthur sentía algo igual por ella. No se detendría, no se iría a ningún lugar sin haber solucionado las cosas con el caballero. Al menos hasta que este le dijera a la cara que no la amaba.
—Bueno, William, ¿dónde dormiremos? No tenemos un lugar a dónde ir —dijo en medio de una fugitiva sonrisa.
Tanto Orson como William sonrieron con alevosía a sabiendas de que se habían salido con suya.
—¿No hay alguien que nos lleve a la ciudad? —interrogó Michael con ambas manos en la cintura.
—Lo siento, los muchachos ya se fueron y el camino es largo, pero aquí hay un par de habitaciones que pueden ocupar. No están listas todavía para recibir huespedes, pero pueden quedarse sin problemas.
—Si no hay más remedio —expuso el rubio resignado a padecer la noche.
—Bien, entonces le pediré a Sylvie que se encargue —señaló Anna con una sonrisa igual a la de su padre.
—Emilia, hija, quisiera que me acompañaras a dar un pequeño paseo por el jardín —expuso Ruth con los brazos entrelazados, mientras el resto se disipaba por el resto de la casa.
La joven intuía que su madre intentaba tener una conversación con ella, por lo que asintió sin problemas.
Pequeños pasos que se sincronizaron atravesaron el jardín frontal que estaba bellamente iluminado por el claro de luna. Una pequeña brisa fría las hizo estremecerse, pero era lo suficientemente soportable para que se diera ese momento madre e hija que requerían.
—¿Vale la pena tu insistencia, Emilia? —preguntó la madre.
La hija no la miró a los ojos, en vez de ello enfocó su atención en una de las plantas y asintió con la cabeza.
—Sí —respondió destrozada.
—Es guapo y tal parece que ahora tiene dinero, pero no crees que piensas que estás enamorada de él por su supuesta cercanía con los Bennett.
—No es el dinero, el título o lo guapo que pueda ser, lo que me interesa de él, madre. Arthur es... mi hogar.
Ruth la miró a los ojos, mas no terminaba de entenderla.
»Recuerdas que cuando era chica, visitaba el castillo y jugaba a que era mi hogar.
La madre sonrió, amaba tanto verla feliz que se le volvió una rutina llevarla a la universidad siempre que podía, así pasaría las tardes jugando en el castillo.
—Era difícil sacarte de ahí.
—Arthur es mi hogar. Él es ese castillo, esa historia, un caballero del siglo XIX, un científico, un Conde, un hombre y el amor de mi vida. Me enamoré de su estúpido pañuelo, de sus anticuados modales, de sus agradables charlas, me enamoré de sus excesivos cuidados para conmigo y su profunda mirada. —Relamió sus labios y continuó—. Somos tan diferentes que casi es una tontería esto que siento.
Ruth sonrió y acarició una mejilla de Emilia.
—Hija...
—Mamá, yo no sé si realmente estoy haciendo lo correcto, pero cuando lo dejé salir de la casa aquella vez que me enojé con él, me arrepentí de no haber ido tras de él para arreglar la situación. Permití que mi orgullo y terquedad eligiera por mí y terminé perdiéndolo —declaró la castaña con el palpitante corazón y las manos sudorosas—. Yo... Yo no puedo volver a cometer el mismo error hasta no estar segura de que no debemos estar juntos. Sé que somos muy diferentes, pero lo amo
—Emilia, hija. Las diferencias entre dos personas que se aman no son una limitante para estar juntos. Míranos a tu padre y a mí, somos opuestos en todo.
Los ojos cafés de Emilia se humedecieron de pronto, su madre estaba dándole su apoyo para luchar por Arthur, suspiró hondo y abrazó a Ruth con fuerza, agradecía las palabras que la mujer le brindó.
—Nosotros sólo queremos tu felicidad, así tenga el nombre de Arthur Bennett, París o cualquier otro.
—¡Gracias! —replicó en una sonrisa con los sentimientos a tope. Luego de aquello, sus ánimos de lucha serían mayores, puesto que tenía el apoyo de Michael y ahora el de sus padres.
Ambas mujeres caminaron de regreso entre sonrisas ya abrazos, esas que siempre reconfortaban a Emilia.
Tiempo más tarde, ocuparon sus lugares en el comedor principal de la casona, Emilia tenía la mirada perdida en el plato que reposaba frente a ella, Orson y William no paraban de celebrar el éxito de la inauguración de su sociedad. Michel, por otro lado, optó por refugiarse en la bebida, lo que él pensaba que sería un fin de semana con Emilia, terminó por ser un extraño plan para reconquistar a Arthur, por otra parte, Ruth y Jacob se limitaron a saborear los alimentos y escuchar de cerca las anécdotas que involucraban el resurgimiento de Saint Rosalie.
Después de la cena, Emilia caminó por el salón principal de la casona, un lugar genuinamente decorado con elegantes tapetes, viejas pinturas y platería manchada. Una gran chimenea enmarcaba la sala y sobre esta, figuraba la pintura del último Conde. Los ojos de Emilia estaban fijos en dicho retrato, mientras Michael parecía sentirse intimidado por la mirada del emblemático hombre.
—El parecido de Arthur y el Conde es impresionante —dijo Michael con una ceja arqueada.
Emilia desvió la vista de la pintura y mostró una delicada sonrisa para Michael.
—Creí que insistirías en salir de aquí —mencionó olvidándose de la pintura.
Aquel encogió lo hombros al tiempo que le palpitaba el corazón.
—Si en algo sirvió este viaje, fue para terminar de comprender que te perdí. El rechazo duele, y mucho, no quería que pasaras por esto —repuso con una sincera curvatora en los labios que pocas veces expresaba.
—¡Gracias! —soltó la joven con los ojos húmedos.
—¿Por esto? —inquirió el rubio que no terminaba de comprender lo que hacía.
—Sí, por esto y por todo lo bueno que tuvimos —expuso Emilia colocando una mano suya sobre el hombro del exprometido.
Michael vio de reojo el tacto y notó que ella ya no sentía el más mínimo afecto romántico por él. Ahora lo miraba con otros ojos.
—Sí, creo que... Pudimos haber logrado más, pero tal parece que estas... enamorada de él —dijo señalando la pintura—, bueno, no de él exactamente, no es el legítimo Conde, ¿verdad?
Emilia sonrió de nuevo, cuanta ironía había en la vida que la puso en el mismo camino que el hombre que admiró por muchos años.
—No, claro que no —emitió burlona—. No existen los viajes en el tiempo, Michael.
El momento de complicidad se rompió cuanto Orson entró acompañado de William, ambos ancianos, con la cara de decepción tras haberse enterado por medio de los trabajadores que Arthur se había internado en las profundidades del campo. Encontrarlo en medio de la oscuridad, sería prácticamente imposible. Además, el día fue largo para todos. La gran mayoría requería descansar.
—No creemos que vuelva esta noche —confesó Orson.
—¿Ya lo ha hecho antes? —preguntó Emilia, intrigada por las acciones de Arthur, puesto que el tiempo que vivió a su lado, se comportaba de un modo más racional.
—Sólo la vez que le pedí que solicitara el título. Se molestó tanto que se internó en el campo, pasó la noche afuera y volvió para el desayuno, me dijo que lo había pensado lo suficiente y que tenía más razones para no hacerlo que para hacerse del título.
—¿Aún se puede solicitar el título? —cuestionó Michael con la ceja arqueada.
—Se puede, pero Arthur se niega a hacerlo —declaró William.
—Él debe imaginar que estoy aquí con esa intención —expuso Emilia, después de reclinarse sobre una silla.
—¿Por qué? —cuestionó Orson.
—Porque antes lo presioné para que lo hiciera, creí que podría salvar el castillo de esa manera. Además, supone que yo sólo lo utilicé con ese fin —dijo agachando un poco la cabeza.
—¿Lo hubieran logrado? —inquirió William con la incertidumbre en el rostro.
Michael negó con la cabeza de inmediato, él mejor que nadie sabía que todo esfuerzo sería en vano.
—Nada de lo que Emilia o Arthur hubieran hecho lo habría logrado, la mesa directiva ya tenía planes para la fortuna que se ganó con todo lo que perteneció a su... familia —respondió señalando a Will.
—Da igual el castillo o el título, Arthur desapareció porque él está aquí —incriminó Orson señalando la presencia de Michael—. En varias ocasiones aseguró que ustedes dos tenían una relación y que Emilia lo rechazaba porque prefería estar con él.
—Si eso fuera cierto, yo no estaría aquí sufriendo. En vez de ello, estaría en una luna de miel o algo así —respondió Michael con ambas manos en la cabeza.
—Ok, los Scott ya están instalados en su habitación, pero hay malas noticias para ustedes dos —interrumpió la dulce Anna apareciendo en la habitación—. La otra recámara disponible parece que está ocupada por algunas aves y sus nidos. Al parecer William dejó la ventana abierta por algunos días, ¿cierto, Will?
—Olía demasiado a pintura fresca —asintió el anciano satisfecho con su acción.
—Bueno, entonces, tal parece que Emilia y Michael podrían...
—Emilia puede ocupar este sofá y yo me quedaré en el suelo, al parecer —interceptó Michael, observando la alfombra en la que se encontraba de pie.
—¿Dónde está la habitación de Arthur? —preguntó Emilia, omitiendo el ofrecimiento de Michael.
—Arriba —respondió casi en el acto William.
—Me quedaré ahí, de todos modos él decidió no ocuparla por esta noche —mencionó con un tono de ironía—. Michael puede usar el sofá.
Este se encogió de hombros a sabiendas de que por más que discutiera con ella, esa era una pelea que no ganaría.
Emilia fue llevada a la habitación de Arthur, donde pasaría la noche. A Michael le proporcionaron una manta caliente y una almohada para que este buscara ponerse cómodo en el sofá del salón donde aún residía el cuadro del Conde, debido a ello, el rubio optó por dormir del lado contrario al retrato que parecía seguirle con la mirada.
Así mismo, Emilia intentó dormir en vano, el espacio le gritaba el nombre de Arthur. No pudo evitar husmear entre sus cosas, oler su ropa y abrir unos cajones. Incluso se encontró con una nueva especie de diario, él seguía tan apegado a sus viejas costumbres que no le pareció extraño encontrarlo. Abrió una de las páginas y en ella se describían las ideas que Arthur tenía para Sant Rosalie, escribió sobre la siembra de la uva y también sobre las viejas prácticas que su padre le enseñó. En otra página, el hombre plasmó todo lo que Orson le enseñó sobre labranza, riego y sistemas más industrializados. Era contagiosa la emoción que manifestaba en cada línea.
«Siempre le gustó aprender», pensó Emilia.
Pasó a una nueva página donde el caballero hacía mención sobre los deseos de William por adoptarlo para que este llevara su apellido, de nueva cuenta sería un Bennett legítimo y, por ende, tendría derecho a solicitar el título, mas no quería hacerlo a pesar de que William insistía en aquello. Emilia se vio reflejada, ella hizo lo mismo, igual que lo hizo el padre de Arthur y ahora lo hacía el anciano.
¿Tan difícil les era entender su deseo por otro tipo de vida?
Una página más fue leída, en la que aparecía el nombre de Emilia, quien se puso temblorosa, nerviosa, fuertes palpitaciones aparecieron, cayó de sentón sobre la cama con el diario en las manos, puesto que Arthur expresaba claramente sus deseos por ella.
Mi amor por Emilia se convirtió en mi castigo, uno que debo padecer cada día con cada palabra que me la recuerde. Por las mañanas al abrir los ojos imagino su mirada, mientras labro la tierra están sus historias, con cada bocado de alimento surgen esos insípidos platillos, pero por la noche sólo llega el recuerdo de sus besos, mientras mis manos imaginan la tersa piel que una vez me permití acariciar.
Sí, estoy seguro, el amor que siento por Emilia es mi castigo por haber hecho a un lado mi lugar como Conde, me negué tantas veces a la absurda idea que ahora debo pagar por mis errores. Soy un simple hombre atrapado en un siglo al que no pertenece y que, para colmo, está perdidamente enamorado de una mujer que no puede corresponderme.
Ella es tan sublime, que incluso siendo un Conde me sentiría inferior a su lado. Tenía la vaga idea de que mis atenciones y mis caricias podrían acercarnos, aunque con dificultad sería así, somos tan diferentes que me parece absurdo que lo piense. Es mejor dejarla ir, dejarla libre para que siga su camino, mientras que yo, desde lejos, sigo padeciendo las inclemencias de mi amor por ella.
Contempló lo tonto que fue suponer que él tenía una relación con Anna, esos dos eran simples cómplices, pero no del tipo de cómplices que fueron ella y Arthur, sino que más bien se trataba de una amistad. Él seguía enamorado de ella, aun cuando él negara que existiera una oportunidad de estar juntos, pero sí había una esperanza.
Ahora sólo debía esperar a verlo para manifestarle todo lo que sentía. Estaba decidida a repetírselo cada día de su existencia hasta que la declaración de amor lograra su cometido.
Finalmente, Emilia se quedó dormida sobre la cama que le daba calor y cobijo a Arthur durante las noches, reposó su cabeza sobre la almohada, encogió su cuerpo acercando sus rodillas a su cabeza y se permitió soñar con el amor donde se involucraba a un caballero del siglo XIX.
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