Capítulo 29: Poder de convencimiento
Emilia seguía sin habla, reconocía que existía un Bennett en el mundo, se trataba del más importante de ellos, el dueño del título de Conde de Shrewbury, pero no lo diría, puesto que se suponía que vivió muchos años atrás. Nadie creería en la absurda idea de un viaje en el tiempo, aquello fue confuso incluso para ella y el mismo Arthur.
Imaginó lo dificil que sería para ella, reencontrarse con Arthur como dueño de Saint Rosalie y legitimado como un Benett. Prefería dejar dicha idea de lado, mintiendose así misma sobre la posibilidad de que William fuera el único Benett.
—¡El dueño de esta propiedad me dijo que no pertenecía a los Bennett de Shrewsbury! —gruñó en su lucha por recomponerse de la noticia.
Orson sonrió notablemente, William siempre hablaba sobre la falsa tesis de Emilia.
—Am... bueno, él le mintió —resolvió con ambas manos en la cintura—. Aunque siendo sincero con usted, aquí todos sabíamos que él venía de una familia noble, tal vez si hubiera preguntado a los alrededores, se lo habríamos confirmado.
—No, eso... Ya no importa, dejé el castillo —dijo Emilia mientras sacudía la cabeza, luego se resignó a la ausencia de Arthur en la campiña—. Mejor dígame, ¿por qué estoy aquí exactamente, señor Roy?
—Solo creímos que le gustaría ver este lugar recuperado, ¿qué le parece? —El viejo extendió ambos brazos, satisfecho con su labor—. Oh, también agradeceríamos su opinión sobre algunos retratos que tenemos en el interior de la casa.
Emilia se encogió de hombros, algo dentro de ella quería pensar que existían otras razones.
—De acuerdo, le ayudaré con eso.
—Entonces, vamos. Hagamos el recorrido. —Orson se mostró sonriente y luego señaló a las espaldas de los flamantes invitados.
Anna asintió junto a su padre, dijo un par de cosas al micrófono y luego les señaló el camino a los Scott y su invitado para que se acercaran hasta donde el pequeño Jeep estaba preparado.
—Tenemos dos tipos de recorridos, uno es en este último modelo o en esos preciosos caballos, ustedes elijan.
Orson tenía fama de derrochador, por lo que tanto caballos como vehículos fueron verdaderamente atrayentes para las visitas de Saint Rosalie.
Michael quería aceptar la cabalgata, pero Ruth y Jacob ya habían mostrado su incomodidad por los caballos, según ellos, la edad ya no se los permitía, aunque Emilia desaprobaba la absurda idea que tenían de sentirse viejos todo el tiempo. Aun así, tanto Emilia como Michael estaban a punto de subir al Jeep cuando escucharon a Orson mencionar que el menor de los Bennett llegaba a sus espaldas. La curiosidad de Emilia no se haría esperar, necesitaba confirmar la veracidad de las noticias de la falsa extinción de la familia Benett, por lo que, presa de sus nervios, detuvo todo movimiento.
La castaña miró a un hombre a lo lejos, al tiempo que escuchaba a Orson llamarle por su nombre.
—¡Arthur, ven aquí, muchacho!
Los ojos de Emilia se hicieron grandes mientras la respiración se agitaba. Arthur. Acababan de mencionar el nombre que tenía atrapado en su cabeza desde que llegó a Saint Rosalie, no pudo evitar considerar que se trataba de un sucio truco de su mente, de ninguna manera podría ser el mismo hombre con el que ella vivió, no debía tratarse del legítimo Conde. De ser así, ¿cómo? ¿Cómo demonios, lo consiguió?
—¿Arthur ha dicho? —preguntó pasmada.
No obstante, toda respuesta era innecesaria, él apareció frente a ella con la intimidante mirada, su alborotado cabello y ese singular porte. Era innegable su presencia.
—Sí, Arthur Bennett, ¿lo conoces? —preguntó Orson pese a que conocía bastante bien la respuesta, su invitación fue una simple excusa para que terminaran en el mismo espacio.
Emilia ignoró todo intento de comunicación por parte de Orson, Michael o sus padres, quedó pasmada cuando vio al apuesto caballero del siglo XIX dirigirse hacia ella. Los pies le temblaban, el corazón palpitaba con acelero, incluso se sintió como una adolescente enamorada.
Por su parte, Arthur, no podía creer que fuera ella, fue tanta su incredulidad que sus pies fueron directo y en un paso acelerado que no detendría. Emilia, su Emilia, estaba ahí. Imaginó tantas veces ese momento donde ella se diera cuenta de todo lo que había logrado, estaba listo para impresionarla como un verdadero Conde enamora a una a mujer, pero ahora que ese lejano sueño era una realidad, lo único que quería era estrecharla con su cuerpo para hablarle de lo mucho que aún la amaba.
—Emilia —dijo en un susurro que le salió del alma.
—¿Tú eres el sobrino de...? —fue lo único que Emilia logró soltar.
—William, sí. Él es mi tío y Orson es nuestro socio —informó el hombre con los ojos enfocados nada más en ella.
—¿Socio? —interrumpió Michael—. ¡Es ridículo! Es casi seguro que este hombre le llenó el oído con mentiras, señor Roy.
Arthur despegó sus ojos de los de Emilia para ver a Michael y el lejano sueño de amor que renació en un instante, se apagó con la presencia del exnovio de su amada. Una mirada repulsiva desplazó el enamorado semblante que tenía.
—Di lo que quieras, Michael. Orson y William saben todo sobre mí.
—¿Saben de tus engaños? —cuestionó el rubio con la saña en la voz.
—Michael, por enésima vez, ya te dije que yo le pedí que mintiera sobre su verdadera identidad —intervino Emilia con una voz de reprimenda—. Arthur sólo hizo lo que yo le pedí. Es evidente que él ha recuperado su apellido.
Emilia mantenía la mirada firme en Arthur.
—Quién diría que lo dicho por Emilia fuera real, ¿eh? —soltó Jacob congraciado con la historia que Emilia contó sobre el origen de Arthur.
—¿Real? —vociferó Michael en un grito. De ninguna manera dejaría que Arthur se saliera con la suya, no ahora que por fin parecía renunciar a Emilia. No sería su esposa, pero tampoco la quería ver con Arthur—. ¡Este imbécil convenció a Emilia de semejante mentira!
No obstante, Arthur enloquecía cada vez que lo escuchaba poner el nombre de Emilia en sus labios, era un mentiroso, un tramposo y una falsa persona.
—¡No me faltarás el respeto en mi propiedad!
Fue apenas un parpadeo lo que tardaron en entender lo que sucedía, Arthur soltó un golpe sobre Michael, uno que le dejó derribado en el suelo con la mano acariciando su recién magullada quijada. Tanto Orson, como Anna y Emilia se pusieron en el centro de ambos, evitando así un agravio mayor. Arthur parecía desprender fuego desde su interior, el golpe que soltó fue saboreado como nunca antes pudo hacer.
—Es evidente que hay problemas que se tienen que solucionar antes del recorrido —indicó Orson al tiempo que mantenía sujetado a su socio.
—No debimos venir —interrumpió Michael intentando llegar al brazo de la castaña—. ¡Vamos, Emilia!
No obstante, Emilia no saldría de ahí sin las respuestas que necesitaba y tampoco Arthur la dejaría ir, no como sucedió la última vez donde sólo la vio desaparecer con Michael.
—¡No! ¡Vete tú si quieres! Yo me quedaré aquí —respingó ella con la mirada fijada en el apuesto caballero que tenía de frente.
Por primera vez, Arthur prefirió ignorar los deseos de todos, las acusatorias miradas de los Scott, el descontento por parte de Michael y la traicionera felicidad de Orson; evidentemente, el hombre movió las cartas a su antojo para que terminaran reunidos en un mismo espacio. A pesar de aquello, para Arthur sólo importaba Emilia, ella manifestó su interés por quedarse y no sería él quien la corriera del lugar, pese a que todo parecía estar de cabeza.
—¿Por qué no nos calmamos todos? Necesitamos relajarnos, tomemos ese bonito recorrido y dejemos que Emilia y Arthur hablen —indicó Ruth a sabiendas de que probablemente su esposo la recriminaría por ello.
Sin embargo, Jacob se apresuró a asentir, él al igual que su mujer, sabían que su hija estaba lejos de olvidarlo, verla vagar por la vida sumergida en su soledad, era incluso más doloroso para ellos de lo que fue para ella.
—¿Podemos hablar ahora? —preguntó Emilia sin haber retirado la mirada suplicante de Arthur.
El hombre de las respiraciones profundas, tenía claro que debía calmarse antes de acercarse a Emilia en una íntima conversación. De no haber estado Michael junto a ella, ni siquiera la hubiera cuestionado, en vez de ello, la hubiese besado por horas, por días, por una vida. Aunque, no fue así, Michael sí estaba junto a ella, igual a quien se siente de dueño de su cariño y eso lo arruinó todo. Los celos se apoderaron de todo su cuerpo y pensamientos.
—Tengo algunas cosas por hacer —soltó tajante.
—¡Por favor, necesito que hablemos! —intervino la joven dando un par de pasos hacia él con la única intención de que este le regalara la vida entera.
—Ve con Orson, yo necesito estar solo por ahora—. Se negó con el nulo deseo del diálogo.
El hombre subió a su caballo, buscando alejarse de Emilia, pero la mujer no lo dejaría ir tan fácil; sin reflexionarlo, se puso de frente al animal para impedirle el paso.
—¡Quiero que hablemos ahora! —gritó exasperada—. ¡Me lo debes!
Arthur la vio con esas ansias de subirla al caballo y llevarla lejos de aquel lugar, de ningún modo la lastimaría o le haría recriminaciones, en ese instante ni siquiera recordaba las razones por las que se separaron, eran nada más esos labios y esa piel en lo que pensaba. Pasó un año imaginando todo lo que le diría el día que la volviera a ver, pero no sería en ese instante, no en ese su primer encuentro.
—Te buscaré más tarde —respondió y echó el animal hacia atrás para evitar golpear a Emilia. Luego salió cabalgando a paso veloz.
—¡Arthur! ¡Arthur! —gritó la castaña con la clara desesperación en la voz.
Pero a él simplemente no le importó, se fue golpeando el caballo como si fuera una vil bestia.
Orson sacudió la cabeza, le quedó claro que el heredero de los Bennett estaba más que furioso. Únicamente lo vio así en dos ocasiones y en ambos casos se trataba de Emilia.
—Hija, ¿por qué no vas a asegurarte de que Arthur no cometa alguna insensatez? Yo me encargo del recorrido para nuestros invitados —dijo con una voz pasiva que buscaba tranquilizarlos a todos.
Anna asintió, le entregó a su padre el equipo de comunicación que portaba con ella y corrió en busca de un caballo para salir detrás de él, con suerte, y lo alcanzaría antes de que este se refugiara en las tierras repletas de buenas uvas.
Emilia la vio salir tras el rastro de Arthur, una parte de ella quería seguirle el camino, ¿qué poder tendría la tal Anna sobre el caballero como para hacerlo calmar? Ella era bonita y millonaria, probablemente el ideal para Arthur, tomando en cuenta su nacimiento en el siglo XIX y su posición como heredero del más grande título de Shrewsbury. Eran celos, Emilia sintió una enorme cantidad de celos.
Molesta con Michael, Arthur y Anna, subió al dichoso Jeep que se suponía debía calmarla; sin embargo, no tenía ganas de admirar la belleza del campo, por ahora su mente sólo divagaba en el orgulloso caballero que se adueñó de su ser por más de un año.
El campo era hermoso, un lugar digno de un Conde y de los Bennett, Orson les habló sobre todo lo que Arthur logró con tan poco tiempo: las uvas, las cosechas, los vinos y sobre todo sus maravillosas técnicas de siembra; según Orson, esas fueron la base de todo. El vino era exquisito, dicho desde los padres de Emilia, quienes degustaban y cataban con total felicidad, Michael, por otro lado, fingía que ya nada le importaba, era únicamente una hipócrita sonrisa lo que Emilia notaba en él.
—¿Te duele? —preguntó en dirección a Michael, mientras cataban vinos.
El rubio la miró de reojo, agachó el rostro y suspiró para sí mismo.
—No creo que el golpe me duela tanto como otras cosas —respondió aprovechando la ausencia de los padres de Emilia.
Ella sabía a lo que se refería, pero evitaría a toda costa la incómoda conversación que no quería tener con su exprometido.
—Debes dejar de provocarlo.
—¿Por qué lo prefieres, Emilia? —escupió de tajo y sin limitaciones. Quería hablarle sin rodeos o trucos.
La pregunta de Michael la tomó por sorpresa, levantó la cara y ahí estaban esos orgullosos ojos azules de los que una vez se enamoró, tiempo atrás tuvieron la habilidad de hacerla sentir amada, pero ahora sólo miraba una clara desesperación.
—No es una preferencia.
—Entonces cásate conmigo. —Posicionó su mano sobre la de ella.
—Es amor... Michael —interceptó sacando su mano que quedó atrapada por debajo de la de él—. Por más tonto que parezca es... amor. Nada más eso.
—¿El hombre te miente y tú te enamoras? —replicó molesto.
—Tal vez los hombres mentirosos son mi debilidad, tú también me mentiste en más de una ocasión.
—Lo siento, ¿sí? —Pasó un par de dedos por su sedosa cabellera rubia—. Me equivoqué, ahora lo entiendo, aunque no tienes por qué seguirme castigando por eso.
—¿Castigando? ¿Michael, tú piensas que yo te estoy castigando? —interrogó con un naciente fuego en la mirada.
»Ya tienes la dirección de la universidad, mi departamento está cerrado, el castillo es un tonto edificio de diseño, subastaste todo mi trabajo y también te deshiciste de mí... yo solo quiero... ser feliz lejos de Shrewsbury, quiero estar lejos de ti —explicó ella con más odio que dolor.
»Aún así, ¿crees que te estoy castigando porque me enamoré de otro hombre? —Lo miró fijo, para hacerlo entender cada palabra que saldría de su boca—. Arthur llegó a mi vida después, cuando tú ya no estabas ahí.
Las palabras fueron crueles, directas y frías, una tempestad que le azotó la cara sin que lo viera venir, su Emilia, dejó de ser suya hace mucho tiempo y recién lo había notado. Sería difícil declararse perdedor, incluso ridículo aceptar que fue un idiota suplicando un perdón por más de un año. Emilia golpeó fuerte y directo en el ego de quien estaba acostumbrado a lograrlo todo.
Michael respiró hondo, tragó grueso y asintió para la castaña, permaneció estático por breves segundos y luego se reincorporó sobre su propio asiento, fingiendo que no estaba a punto de perder el control. Quería responder sin haber encontrado las palabras exactas para hacerlo, dio por hecho que la presencia de Arthur en sus vidas fue la separación definitiva de ambos. Había confusión, quería aclarar las cosas, pero Ruth gritaba su nombre desde un risco con hermosa vista a París.
El rubio terminó mordiendo uno de sus labios, miró a Emilia con profundidad y luego caminó hasta donde los Scott aguardaban. La joven se limitó a mirarlos como esa bonita familia que parecían, entendía que, para sus padres, Michael era más que un simple amigo, tal vez algo como un sobrino o incluso podían reflejarse en él. Michael era igual a ellos a su edad, un visionario que quería cambiar el mundo, probablemente hubiera sido el hijo perfecto para ese par; no obstante, la tenían a ella, una desastrosa mujer con el corazón roto.
Por otra parte, en medio de los grandes terrenos de uvas, existía una pequeña cabaña que usaban para guardar parte de la maquinaria, herramientas e instrumentos de medición. Arthur llegó hasta ese punto con la única idea de estar a solas con sus pensamientos, tenía dos opciones frente a él, la primera era la de proteger su orgullo y ego a fin de mantenerlos intactos y lejos de Emilia; o bien, podía caer de rodillas frente a la mujer que amaba. Era amor, no lo podía ocultar más, nunca sintió otra cosa por ella que no fuera eso, sin mencionar las ansias que ella despertó en él por tenerla a su lado, tocarla y besarla en todo momento. Nunca sintió eso, ni siquiera en el siglo XIX donde el sólo hecho de estar en un mismo espacio con una mujer, podría representar grandes sensaciones.
Los pensamientos se le interrumpieron cuando escuchó los cascos del caballo que Anna montaba, ella se mostró tranquila y relajada igual que siempre, nunca se le veía alterada y esa era una de sus mejores características, según Arthur.
—¿Qué te pasa? —preguntó la hija de Orson, apenas se bajó del pura sangre inglés.
—¿Por qué está aquí? —interrogó, frustrado, sin siquiera voltear a verla.
—Papá lo hizo, ella me mostró su invitación y noté que fue mi padre el que la envió —respondió Anna subiendo dos escalones que la acercarían al Conde.
—¿Por qué? —cuestionó una vez más el caballero.
—Las intenciones de William y mi papá son buenas, Arthur —replicó la pelinegra un tanto congraciada con la idea—. Al menos tienen que hablar.
—¿No has visto lo bien acompañada que ha venido? —Arthur elevó la voz, golpeando la vieja cerca que hace tiempo quería reparar—. No me necesita si trae con ella al tipo que la engañó. ¡Él sí la engañó!
Anna lo miró gritar y golpear un par de cosas, estaba exasperado, casi fuera de control.
—¡Hey, calma! —dispuso con ambas manos en el aire como señal de paz—. Arthur, todos vimos cómo quería hablar contigo. Además, ¿qué sentido tiene que lo haya traído?
La sangre le hervía, una mueca apareció en la cara junto con esos nudillos que estaban blanquecinos de tanto ser oprimidos.
—Quería mostrármelo y hacerme saber lo feliz que es con él —reprochó.
—¿Qué? —Anna, con dificultad, lo miraba como el mismo hombre que conoció meses atrás—. ¡No! Ella ni siquiera sabía que estabas aquí. Mi papá y William lo planearon.
Arthur lo negó, nada de lo que le dijera, le convencería de lo contrario.
—Pudo haberlo averiguado, yo no creo en las coincidencias.
—Coincidencia o no, está aquí y tienes que hablar con ella.
El enfurecido hombre levantó la mirada y se encontró con el semblante relajado de Anna. Ella siempre sabía encontrar las palabras adecuadas para calmarlo, era casi un don.
—Lo haré. Hablaré con Emilia para decirle que se tiene que ir. —Resopló con dichos pensamientos que le provocaban dolor.
—¿Es eso lo que quieres? —preguntó la pelinegra, ignorando su descontento.
—Sí. No. Bueno, no lo sé. —No tenía la respuesta, ni siquiera sabía lo que vendría en su vida una vez que ella cruzara la puerta de Saint Rosalie—. Emilia es... única. Al menos para mí.
Anna lo miró y sonrió, reconocía que el hombre estaba perdidamente enamorado
—Todos somos únicos, Arthur. No hay dos personas iguales en este planeta.
—Sabes a lo que me refiero —soltó sonrojado con el hecho de aceptarlo—. Ella era un sueño para mí, uno que en mi antigua vida jamás alcanzaría, luego hice ese extraño viaje y terminé en su mundo, el de ella. Cuando abrí mis ojos la tenía de frente, me desmayé y acabé en sus brazos. El miedo desapareció. Mientras estuviera con ella, todo estaría bien. Me permití amarla, protegerla aun cuando sabía que era un error. Somos tan distintos por la diferencia de edad y yo ni siquiera tenía una identidad.
—Nunca me has contado exactamente de dónde vienes —reclamó Anna, recargándose sobre una pequeña cerca de madera vieja.
Arthur sonrió para sí mismo y levantó la vista en dirección al campo.
—Si te lo dijera, no me lo creyeras.
—¿Por qué no? Inténtalo —cuestionó con insistencia—. He hecho mis deducciones: sé que no vienes de prisión, al menos tendrías un tatuaje; no eres un fantasma, ya que puedo tocarte y tampoco eres un oportunista, tu parecido con el Conde es una locura, pero ¿de dónde vienes en realidad? ¿Ella lo sabe?
—Sí, lo sabe —asintió, ocultando la mirada.
—¿Y te ayudó? —interrogó Anna con delicadeza.
—Sí, lo hizo.
—Y según tengo entendido, tú le mentiste sobre tu nombre real —agregó Anna buscando los ojos del caballero.
Este se enderezó de inmediato y puso su total atención sobre su única amiga.
—¿Quién te lo dijo?
—¿Tú quién crees? —cuestionó ella entre sonrisas—. Ese par de viejos no se guardan nada. Además, William también me mencionó que en realidad eres su... bisabuelo o algo así.
Arthur arrugó la frente, William no se callaba nada y ahora lo considerarían un loco por hablar de su viaje en el tiempo.
—Es cierto —respondió el hombre en un susurro.
Anna le miró fijo, contempló sus facciones y movimientos; era evidente, lo supo casi desde que lo vio por primera vez.
—Debía serlo, pero no lo fui. Eso fue lo que Emilia no me perdonó —confesó cabizbaja—. Llegué a ella y le di el nombre de mi hermano, igual que hice en el siglo XIX con todo el condado y mi familia. Les mentí.
Anna hizo una expresión de sorpresa y luego soltó el aire. Parecía que ella también estaba decepcionada.
—Ignoro tus razones, pero debiste ser sincero, al menos después de haberte enamorado, digo... dices que ella te ayudó sin poner en duda tu viaje por el tiempo. ¡Eso es cosa de locos, Arthur! No es algo que puedas ir compartiendo con todos. Sin embargo, creyó en ti, aceptó tu situación y te ayudó. Supongo que se ha ganado la oportunidad de hablar contigo, hoy o mañana, pero tienes que hacerlo.
El caballero lo supo, Anna lo convenció una vez más, igual que siempre hacía con todo, ella era para él como una conciencia desde que la conoció. Finalmente, terminó por asentir y estrecharla en un abrazo al tiempo que fijaba la mirada en el ocaso.
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