Capítulo 25: Amor y olvido
—Entonces, le dije que no volveríamos a vernos y que se olvidara del sexo casual —soltó Wendy con grandes ademanes de las manos.
Emilia rodó los ojos, esos siempre eran los romances en los que su amiga se metía.
—¿Y qué te dijo? —inquirió.
Wendy dejó de lado la comodidad y echó el cuerpo hacia el frente.
—Que no le importaba, que para eso tenía a su esposa. ¿Lo ven? Se atrevió a gritármelo a la cara —vociferó Wendy después de beber del martini seco que tenía sobre la mesa.
—Sabías bien que era casado, Emilia te lo dijo y nunca te importó —aseguró Fausto mientras extendía la mano al cantinero.
El jovial empleado se acercó a los tres amigos que aguardaban sentados en la barra y rellenó los vasos de los mismos. Fausto le miró directo a los ojos y este sonrió para él.
—Dijiste que no te enamorarías y aun así caíste —expresó Emilia ya en estado de ebriedad.
—Soy una mujer soltera de cuarenta años —expuso la pelirroja con ambas manos en el aire y las piernas entre cruzadas—. ¿Qué esperaban?
—¡Que tuvieras más fuerza de voluntad! —recriminó Fausto, cansado de los mismos consejos que su amiga nunca escuchaba.
—Bien, aun así, yo no pagaré la cuenta, que la pague Fausto, su caso es peor —repuso Wendy negando con la cabeza.
El moreno puso la boca en forma de O y clavó una acusatoria mirada en Wendy.
—¿Disculpa, mi reina? Mi caso es apenas la décima parte de lo que has hecho tú —declaró olvidándose del cantinero.
—Te convertiste en el cajero automático de un mocoso de veinticinco años —dijo Wendy con los ojos en su amigo.
—En mi defensa, parecía de más edad y creí que tenía la sustentabilidad necesaria para pagar sus propias vacaciones —aseguró colocando una mano sobre su pecho y dando fuertes parpadeos.
—¡Exacto! El hombre te mintió —reafirmó la mujer señalándole con la mano.
—Al menos no me enamoré y no pagaré la cuenta, Emilia nos invitó. Estamos ebrios hasta la coronilla porque ella quería desahogar sus penas —explicó apuntando a la castaña.
Los sonidos de la banda que tocaba en la tarima del bar, hicieron que Emilia se acercara a sus amigos para poder escucharlos con mayor precisión.
—Pero a mí no me usaron como un cajero, yo solo...
—Te engañaron antes de la boda, cariño —intervino Fausto colocando su mano sobre la de ella—. En definitiva, tú ganas.
—¿Boda? —cuestionó con el ceño fruncido—. No estoy aquí para sufrir por Michael, yo extraño a Arthur.
Wendy rodó los ojos, apenas escuchó a Emilia.
—Ahí va de nuevo...
—¡Te mintió, digas lo que digas, el tipo te mintió! —interrumpió Fausto.
Wendy puso una cara de exasperación, pasaron la última hora explicándole a Emilia que lo que hizo Arthur fue aprovecharse de su inocencia.
—Es claro que lo hizo —aseguró la pelirroja al tiempo que tomaba la nueva bebida que recién solicitó.
Emilia no terminaba de aceptar la imagen que sus amigos tenían sobre Arthur, ellos desconocían la verdad, puesto que no tenía manera de explicarles que su enamorado era un viajero del tiempo, un caballero real del siglo XIX y no uno cualquiera, sino que se trataba de un conde.
—¡Deberías odiarlo, Emilia! —soltó Fausto.
—Y eso intento... pero no puedo —respondió la amiga en un puchero.
—Es que ni siquiera lo intentas...
—¡Sí lo hago, pero no es tan fácil! —Dejó que su cuerpo se derritiera prácticamente sobre la barra, como si las fuerzas se le hubieran escabullido fuera del bar—. Todos los días intento odiar la anticuada manía que tenía de tomar mi mano para besarla, la absurda manera de ponerse de pie cada vez que me veía entrar a la misma habitación en la que estaba él. Necesito odiar esa necesidad suya por tenerlo todo tan pulcro y perfecto, igual que la vez que aprendió a cocinar para preparar el desayuno, incluso quiero odiar cuando se comía todas las aberrantes comidas que cocinaba para él.
Detuvo sus palabras con el deseo de suprimir el sentimiento que ya no podría negar. Suspiró hondo, mordió uno de sus labios y volvió la vista hacia ese par que la observaba.
»Aprendió a cambiar un neumático para que yo me despreocupara de eso y dormía en el sofá de mi departamento para no faltarme el respeto. Se negó a que todos supieran de su existencia en mi casa para que nadie me juzgara y después de todo eso, me resistí a casarme con él.
—¿Te propuso matrimonio y le dijiste que no? —emitió Wendy con los enormes ojos puestos sobre Emilia.
La castaña asintió con un claro puchero.
—Eso es lo único que realmente odio... Odio haberle dicho que no.
—¡Ay, Emilia! ¡Siempre lo arruinas! —expresó Fausto con uno de sus clásicos ademanes.
Emilia mostró una interrogativa, puesto que no parecía entender las acciones de sus amigos.
—Pero si me acaban de decir que debería...
—¡Estás enamorada, mujer! —recriminó Fausto—. Hasta el tuétano.
Emilia levantó la mirada y miró a ambos amigos, estaba a punto de soltar el llanto, no le importaba que la vieran hacerlo, en dicho momento necesitaba a Arthur a su lado, no había nadie más que quisiera que se le acercara con una servilleta de tela para limpiarle el rostro. La mujer sintió los labios temblorosos y dejó que un par de lágrimas salieran sin que le importara que el resto de las personas de la barra, la vieran en semejante estado.
—¡Fausto, mira lo que ocasionas! —soltó Wendy colocando la cabeza de su amiga sobre su hombro.
—Oh, no. No me culparás, mejor pidamos la cuenta y llevemos a Emilia a su casa.
—¡No! ¡No me quiero ir a mi casa! Ahí está su fantasma —interrumpió Emilia con el rostro todavía escondido en los brazos de Wendy.
—No digas eso, Emilia. —Fausto colocó una mano sobre la espalda de la deprimida mujer.
Ella levantó levemente la cara, suspiró hondo y volvió el rostro a todos lados.
—¡Quiero seguir bebiendo y llorando, y luego de eso beberé más!
Los amigos se vieron entre sí, sabían que la noche sería larga, más de lo esperado. Fausto hizo una mueca con la cara y le dijo al cantinero que sería otro día, puesto que esa noche tendría que dedicársela a su adolorida amiga.
Lejos de Shrewsbury, en Francia, Arthur permanecía sentado sobre la esquina de su cama con la oscura mirada en la ventana, pasó tiempo desde su llegada a Saint Rosalie, fue bien recibido por William y ansiaba reiniciar su vida en ese su nuevo hogar; no obstante, había un dolor en el pecho que le provocaba quebrarse, uno que le hacía sentirse vulnerable y débil. El nombre de Emilia resonaba en su cabeza a cada instante y el recuerdo de verla junto con Michael era como una daga perforándole el corazón. ¿Debía olvidarla? No, tenía la obligación de hacerlo, únicamente de esa manera lograría despertar cada mañana para seguir con su vida lejos de donde se suponía debía estar.
Una punzada en el corazón le provocó que se frotara el pecho por debajo de la camisa que estaba ligeramente desabotonada, la luz de la luna atravesaba la ventana, incitándolo a salir a caminar por la otoñal noche. Se puso de pie, tomó el único abrigo que tenía y se lo echó encima para obedecer al llamado de la luna, no sin antes hacer una rápida parada en la cocina y robar una de las botellas de extraño licor que William almacenaba en una gaveta empolvada. Abrió la puerta y en el acto percibió el frío viento que le erizó la piel, a pesar de aquello, prefería padecer la arrogancia del clima a continuar recordando a Emilia. Finalmente, levantó el cuello del saco y caminó hasta la caballeriza donde solía dormir Marie, la yegua que reposaba la pata lastimada.
El caballero miró al animal y supo que esta tenía la misma sensación que él, por lo que hizo una pequeña fogata para ambos y colocó una cálida manta sobre Marie. Los ojos del animal, más que agradecimiento, mostraban compañía para el vulnerable hombre, ese que parecía lamentarse al ritmo de la fogata recién encendida. Descorchó la botella y bebió directo de ella, olvidándose de todo acto de educación que le hubieran enseñado siglos atrás. Ahora, era solo él con sonido de las llamas consumiendo la madera, los esporádicos relinches de Marie y el ruido provocado por su propio llanto. El descomunal lamento que se permitió soltar con la idea de purgar su alma, esa que necesitaba alivio, esa que requería sosiego. Arthur Bennett, jamás estuvo enamorado, pero esta vez era presa de sus propios sentimientos.
—No me puedo permitir amarla. —Se recriminó a sí mismo limpiando la bebida de sus labios—. No a ella que no hizo, sino incitarme a salvar una opulenta propiedad que ni siquiera le pertenecía, junto con un sobrevalorado puesto sin sustento. Sin mencionar la de veces que me utilizó para provocar los celos de ese despreciable hombre.
Bebió de nuevo, suspiró hondo, limpió el llanto y habló de nuevo.
»Ella no es nada sin su poco delicada sonrisa y su cabello despeinado, la desagradable comida que preparaba a pesar de los preocupados intentos por mejorarla para mí, tampoco me interesan esas largas piernas o la inapropiada forma que tenía de vestir. Mi Emilia; no, la señorita Scott, no tienen ningún valor sin la inteligencia y fuerza que la caracteriza, aunque por dentro sea una inocente niña consentida.
El hombre miró a la yegua y limpió el rostro con la manga para luego volver a beber de la fría botella. Buscaba embriagarse, creyendo que el alcohol le daría el olvido.
»Ella no es para ti, Arthur. No necesita de un caballero o un Conde, no quiere a un hombre que le bese la mano y que use un fino pañuelo de tela. Ella merece a alguien que le dé las llaves de un castillo y pueda salvar su trabajo soñado. Lamentablemente, para mí, ese no soy yo, no en este siglo donde no soy alguien.
Arthur agachó un poco la cabeza, ese sería el último día que se permitiría sentirse derrotado por el amor de una mujer. En algún momento de su vida, Emilia fue un sueño vuelto realidad, uno que en el siglo XIX no hubiera manifestado o imaginado alcanzar, puesto que solo podía aspirar a un matrimonio ventajoso con una noble mujer de fina educación. Ahora, en su nueva vida, tenía que aceptar el hecho de que la había perdido, Emilia se convertiría en ese bello recuerdo que almacenaría para siempre en su interior.
Arthur bebió hasta quedarse dormido al lado de la fogata, esa noche en medio de la caballeriza junto a Marie, no soñó con su pasado o su presente, la sola presencia de la mujer en su mente fue la que le acompañó para darle calidez al placentero recuerdo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro