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Capítulo 18: Un triunfo y una derrota

Emilia tenía frente a ella, el panorama que en otras desagradables ocasiones imaginó: John y Michael se enfrentarían. La pantalla instalada para la ocasión, mostraba el rostro y el puntaje de John, quien se encontraba en primer lugar, seguido del actual campeón, cuya fotografía evidenciaba toda la altivez que era capaz derrochar.

El torneo se resumía a un último encuentro: un hombre de cuarenta y cinco años que enfrentaría a otro más de treinta y ocho años, ambos de imponente presencia, con la arrogancia suficiente para asegurarse vencedores.

Emilia respiraba grandes bocanadas de aire desde el sitio en el que se suponía presenciaría el evento, una parte de ella quería salir corriendo para ver el combate desde la plataforma montada a un lado de la pista, misma que fue reacomodada para la presentación de la disputa por el campeonato. Sin embargo, dicho deseo fue colapsado bajo la idea de observar desde las gradas, así no alteraría la evidente concentración que John demostró en sus anteriores encuentros.

Los esgrimistas aparecieron sobre la pista y con ello, el público aplaudió; ambos figuraban uno al lado del otro de pie, con el equipo por encima y las rigurosas armas a sus costados, aguardando el momento preciso en el que pudieran batirse en duelo para sobrepasar el deseo de suprimirse el uno al otro. No obstante, aquello tendría que esperar al término del aburrido discurso del presidente de la sociedad de esgrimistas del condado.

Por su parte, Michael no soportaba la idea de continuar permaneciendo callado, comenzaría con su combate a su modo, haciendo uso de su virtuosa lengua y olvidándose del sable.

—¿Puedes creer que al fin llegó el tan ansiado momento, John? —preguntó con saña.

John no dijo una sola palabra, era tal su concentración que prefería mantenerse alejado de las provocaciones de Michael.

»Hace algunos días, mandé un correo a la universidad de Stanford y la respuesta me llegó anoche.

John volvió la mirada, esta vez algo parecía ser cierto y no era sólo el palabrerío de Michael que constantemente lo atosigaba.

»La respuesta fue tal que quedé helado —continuó un despreocupado Michael—. La cosa es, que no existe un tal John Thomson en Stanford.

—Cometieron un error —bramó John con la mirada en el público.

El rubio sonrió igual que si estuviera modelando para una revista de esgrima y enseguida negó con un ligero movimiento de cabeza.

—No, John. El error lo cometiste tú al haber creído que me quitarías lo que con mucho trabajo conseguí.

John no frunció el entrecejo, aun cuando por dentro añoraba retirarse la hipocresía y abatir al falso de Michael.

—Yo no te quite a Emilia, ella ya no quería nada contigo —manifestó aparentando tranquilidad.

—Esas son las estupideces que una mujer dice cuando busca hacerse del rogar. Emilia sabe que lo mejor para ella es casarse conmigo.

—¿Te sientes muy seguro? —preguntó el viajero del tiempo, aunque en dicho momento sí volvió el rostro hacia el de este.

—Por supuesto, ella me lo dijo —confirmó con tremenda sonrisa—. Me ha dado una segunda oportunidad desde el día que salimos a comer juntos, ¿lo recuerdas?

La voz del presidente de la sociedad fue reemplazada por el particular sonido de los aplausos, el pecho de John se expandía grande al tiempo que la sonrisa cínica de Michael era notable.

—¡John Thomson! —escuchó el caballero de la voz del presentador, tragó saliva y dio un paso hacia el frente fingiéndose despreocupado.

—Ella no perdonará lo que le hiciste al castillo —aseguró John luego de volver a su lugar.

—Oh, eso es una simple guerra que tenemos los dos. Ella dijo que se pasearía contigo hasta que le regrese el castillo y la academia, me está castigando por mi equivocación, pero al final de cuentas, volverá a mi lado cuando le devuelva su sobrevalorado trabajo. —Meneó el cuello como si estuviera haciendo calentamiento—. Así ha sido siempre, sólo que tú no estabas aquí para saberlo. Ella siempre regresa a mí.

El presentador vociferó el nombre del siguiente oponente empleando un grito.

—¡El actual campeón, Michael Miller!

Michael disfrutó aquel momento cargado de gloria, su sucio trabajo ya estaba hecho. Bajo esas circunstancias, John no tendría cabeza para enfrentársele, ¿era verdad que Emilia le había mentido? ¿Lo utilizó para molestar a Michael? ¿Ese era el plan que ella tenía para salvar el castillo? El hombre quería conocer la verdad de la propia voz de la mujer. Quería correr a buscarla para hablarle, aunque el tiempo se les había terminado, el combate estaba a punto de iniciar y este tendría que recuperar la concentración como fuera posible.

Les dieron las últimas indicaciones y ambos esgrimistas se colocaron el equipo, presentaron armas y acudieron a la pista para colocarse en posición de ataque. Todo el torneo acabaría en un total de cinco asaltos de tres minutos cada uno, el primero en llegar a los cuarenta y cinco puntos, se coronaría como campeón.

—¿Listos? —preguntó el árbitro.

Los dos asintieron, quedándose en completo silencio.

»¡Ataquen!

Un verdadero duelo se desató en cuanto aquella palabra fue emitida, John dio un paso hacia enfrente y Michael retrocedió buscando esquivar la estocada que su contrincante estaba buscando. Los primeros dos minutos se fueron entre un ir y venir de ambos, un baile de esgrimistas como en pocas ocasiones se concedía. De un momento a otro, la chicharra sonó, enseguida, la careta de John se encendió de color verde y la luz de Michael apareció en rojo.

—¡Punto! —gritó el árbitro señalando el lado de John.

Michael se dio media vuelta, golpeó su careta y volvió a la posición de ataque con la idea de reiniciar el duelo lo más rápido posible.

—¡Bien hecho, John! Perdón por llamarte así, pero desconozco tu verdadero nombre —soltó en una voz lo suficientemente baja para que el árbitro no lo escuchara.

—¡Ataquen!

John tenía tantos deseos de cerrar la boca de ese hombre, que estaba a nada de dejar el sable por un lado, para acabar con él con sus propias manos; no obstante, se recordó a sí mismo que era un caballero y no jugaría tan sucio como lo hacía su enemigo. En medio de sus pensamientos, vio venir un toque que logró evitar, si esto no fuera esgrima y en vez de ello fuera un duelo real, Michael ya hubiera muerto, pero para su infortunio las cosas no eran así. De nuevo escuchó sonar la chicharra, aunque esta vez, era el tiempo el que se les había terminado. John no podía negar que Michael estaba siendo el más difícil combatiente que tuvo durante el torneo a pesar de la sucia trampa que este usó para sacarlo de concentración.

Caminó a un costado, tomó algo de agua y volvió la careta a su lugar, Fernando se acercó a él para decirle un par de cosas que John estaba decidido a ignorar, puesto que también se había encargado de entrenar a Michael. Fue entonces, donde recordó su técnica, la misma que Fernando quiso actualizar debido a lo antigua que esta era.

«Michael la desconoce», pensó y escuchó de nuevo la reacción de ataque.

Ese particular sonido que los zapatos hacían cada que iban de adelante hacia atrás, era lo único que se percibía en el espacio, los cientos de ojos de los espectadores estaban sobre ellos, siguiendo cada movimiento que ambos daban. Pasado el minuto y medio, John escuchó la chicharra luego de sentir la punta del sable de Michael.

—¡Punto para Michael! —declaró el árbitro levantando la mano izquierda.

El campeón celebró para sí mismo, decidido a ganar la contienda. Fueron así los siguientes minutos entre celebraciones y reclamos. Luego de tres asaltos, John seguía por encima de Michael, pero no tenía una amplia ventaja, eran apenas dos puntos lo que los separaban de la victoria.

Por otro lado, Michael recibió tarjeta amarilla después de haber intentado conectar puntos fuera de los lugares asignados, estaba tan molesto con el árbitro que incluso le dedicó un par de insultos que aquel fingió no haber escuchado.

John lo supo, Michael quería ganar así fuera con trampas.

—¿Por qué no te comportas como un caballero, Michael? ¡Deja la farsa y pelea limpio! —sugirió John con altivez.

—¡Tú no vendrás a darme clases de honor, idiota mentiroso! —espetó al tiempo que se iba sobre él.

En tan solo un parpadeo, ambos hombres habían soltado los sables para irse cuerpo a cuerpo; sin embargo, fue el árbitro quien se interpuso una vez más entre ellos.

—¡Si esto vuelve a suceder, los dos serán expulsados! ¡Quedan advertidos! —declaró mostrándole a los duelistas una tarjeta amarilla.

Michael soltó un par de palabras para sí mismo y luego buscó el sable que aventó a uno de los costados, John hizo lo mismo, respiró hondo e intentó sosegarse. Ya no se trataba sobre la búsqueda de concentración para ganar limpiamente, era más el hecho de la rabia y coraje con la que lidiaba, no la contenería, en su lugar utilizaría esos sentimientos para vencer a su adversario y acabar con el sucio combate que Michael desarrollaba. 

Desde la tribuna, Emilia difícilmente creía lo sucedido en la pista, la careta estaba haciendo mal el trabajo de ocultar el desprecio que existía en los ojos de esos dos hombres.

—¡Se van a matar! —emitió en un grito con las manos sobre la boca.

—¡Emilia, por Dios! Estás exagerando, hija. Es la pasión por el deporte —aseguró el padre, al tiempo que señalaba la pista.

Sin embargo, la castaña estaba decidida a acercarse para interceptar cualquier posible guerra que pudiera surgir apenas se les terminara el tiempo. Se puso de pie y comenzó a caminar entre la gente para aproximarse hasta donde le permitieran estar.

—¡Ataquen! —escuchó y sus ojos marrones se fueron sobre la enorme pantalla que mostraba el combate.

Ahora John hacía uso de su hermosa técnica, aprendida durante su adolescencia en Francia. Michael, con dificultad, lograría intuir lo que su oponente buscaba lograr. Los esgrimistas se unieron en el centro de la pista y antes de que la chicharra sonara, Emilia sintió su teléfono sonar, pensó en evitar la llamada, pero luego de ver que se trataba de Jenifer, prefirió no hacerla esperar.

—Estoy algo ocupada, ¿es importante? —gruñó con el teléfono en la oreja.

—Sí, doctora Scott, tenemos grandes noticias —emitió la alumna efusiva—. La mujer de museo de Francia nos ha respondido a una de las preguntas que le hicimos la última vez que hablamos con ella. Ya sabemos cómo diferenciar a los gemelos Bennett.

Emilia frunció el ceño, ¿acaso ese era el momento para saberlo? John y Michael protagonizaban un duelo de esgrima que estaba pronto a salirse de control.

—¿Es mediante la firma de Lorens? —preguntó sin remedio.

—No, son los guantes —aseguró de una—. Hay registros que nos dicen que John Bennett se cayó de un caballo en Francia durante una carrera. Él tenía una cicatriz que le deformó la mano izquierda, por eso en los retratos siempre usa guantes. ¿Recuerda la cantidad de guantes que había en el castillo?

—Sí, pero Jenifer, ¿eso cuándo fue? Porque en el castillo hay unos retratos donde aparece el Conde sin guantes y la firma de Lorens está ahí —cuestionó Emilia intentando pasar entre la gente.

—Se los habrá quitado. El registro dice que sucedió a los diecisiete años, antes de volver a Shrewsbury.

Una enorme corazonada le estaba haciendo pedazos el alma, el pecho se le expandía y los ruidos a su alrededor parecían cada vez más lejanos, las piezas se unieron y lo comprendió todo, aun cuando una parte de ella negaba la verdad que estaba frente a sus ojos.

—Gracias, Jenifer —siseó Emilia con la mirada perdida, luego colgó el teléfono al tiempo que se quedó estática.

Los sucesos de su alrededor le parecían nublados, lentos, como si estuviera encerrada en una extraña burbuja transparente. Un estruendoso momento le interrumpió los pensamientos, volvió los ojos a donde estaba el reloj y luego vio el marcador que definía la victoria para John. El hombre que salió de la nada y que tantas habladurías causó se había coronado como el nuevo campeón de esgrima de ese año.

Emilia corrió a la tarima mientras miraba a su novio soltar el sable, quitarse la careta y sacarse los guantes. Los ojos se le fueron directo a las manos del hombre buscando aquella supuesta cicatriz que evidentemente no estaba ahí. John odiaba los guantes, no los usaba, no tenía ninguna marca en la mano izquierda, tampoco sufrió ese accidente, como la mujer de Francia declaró.

—¡Emilia! —gritó el caballero con la misma cara de espanto que ella tenía.

—¿Dónde está tu cicatriz? —cuestionó ella en un alarido con los ojos rojos.

John quedó pasmado, tragó saliva y después habló.

—¿Qué cicatriz? ¿De qué hablas?

—¡Emilia, este hombre es un falso! ¡Su nombre no es John Thomson como te hizo creer, ni siquiera trabaja en Stanford! —intervino Michael en medio del bullicio de la gente.

La castaña relamió sus labios y miró a Michael, tenía el mismo rostro de incógnita que portaba John. El rubio le mostró a la castaña la impresión del correo electrónico que recibió por parte de la universidad y comprendió aquello de lo que hablaba. Sin embargo, eso no tenía importancia, esa era una mentira que ella misma tejió.

—¡Emilia, tenemos que hablar! —declaró John interrumpiendo la lectura de aquel documento.

Al igual que ella, él también necesitaba respuestas.

La castaña retiró la mirada de la hoja que dejó caer al suelo sin la menor importancia. A su alrededor aun existía el bullicio que apagaba sus voces en apenas percibibles. 

—¡Me mentiste! —recriminó con la decepción en la voz.

—No, no te mentí —declaró tomándola del brazo—. Yo de verdad soy John Be...

—¡Por Dios, deja ya de mentir y dime la verdad! ¡Dime quién demonios eres! —reclamó Emilia soltándose del agarre.

Michael parecía satisfecho en medio de la discusión que los dos estaban teniendo. Por otro lado, John levantó las manos para tallar el rostro, no quería perderla, estaba obligado a hablarle con la verdad a pesar de que ese no era el mejor momento para hacerlo.

—Arthur... —soltó sin agregar el apellido, puesto que Michael seguía escuchando con atención.

Un estallido de aplausos, opacó el momento en el que Jhon decía su verdadero nombre, pero ella pudo leer los labios sin problema. 

—¡Yo confié en ti! —emitió con la frustración apoderándose de ella y luego salió corriendo rumbo a las escaleras.

Atravesó una puerta y el escandaloso festejo quedó casi apagado para sus oídos. 

—¡Emilia! ¡Emilia! —gritó el corpulento hombre que buscaba detenerla.

—¡¿Todo este tiempo fuiste el Conde y me mentiste?! —reclamó nuevamente ya estando lejos de todos—. ¿Por qué no fuiste claro conmigo desde el principio?

—Yo no nunca fungí como Conde, ese era mi hermano. Él sí lo hizo. Cambié mi lugar con él —declaró, sintiéndose humillado, igual a un cobarde.

Emilia llevó una mano a su boca, ahora su furia se manifestaba en una cara roja acompañada por pequeñas lágrimas de dolor. El diario comenzaba a tomar forma desde ese ángulo, las peleas, la rivalidad, los deseos del supuesto Conde por sacarlo de su vida.

—Emilia...

—¡No te me acerques! —dijo dando un par de pasos hacia atrás—. ¡No quiero que me sigas mintiendo! ¡Me mentiste y le mentiste a Shrewsbury, le diste la espalda a tu gente para que esta muriera de hambre gracias a la codicia de tu hermano!

—No solo fui yo el mentiroso, Emilia —reprochó igual de enfurecido que ella—. ¡Tú también lo hiciste al haberme pedido una relación, mientras le dabas a Michael una segunda oportunidad!

Todo estaba de cabeza, pero la crudeza de las palabras de Arthur no era otra que la verdad saliendo a la luz.

—¿De qué hablas? Yo no le di... —Detuvo cada palabra cuando recordó el trato al que no le dio importancia, aunque era cierto, de su boca salieron los mismos vocablos el día que almorzó con Michael.

La expresión de la mujer se lo dijo todo a quien ahora fuera Arthur Bennett. La respiración profunda, el silencio y la vergüenza ocultada bajo la evasión de sus ojos.

—¡Lo ves! ¡Entiendes que no fui el único que ha mentido! ¡Es verdad que me utilizabas para recuperar tu trabajo junto con un castillo que no te pertenece!

—¡Yo no te utilicé! Yo de verdad quería tener un noviazgo contigo...

—¡Sí, claro! Solo hasta que el imbécil de Michael te regresara el castillo —espetó apuntando hacia donde se suponía que el rubio se pavoneaba.

—¡Ya basta! —demandó la castaña con el llanto apoderándose de ella—. ¡Por mí puedes pensar lo que quieras! ¡Tú iniciaste con las mentiras hace más de ciento ochenta años!

Arthur sacó el pecho y endureció el semblante.

—Puede ser, pero yo no jugué con tus sentimientos como tú hiciste con los míos, yo sí te amo —aseguró mirándola a los ojos.

La puerta que daba hacia la salida fue abierta por Fernando, interrumpiendo la pelea que la pareja tenía.

—¡Hey, campeón! Te necesitan adentro para la premiación. Ya habrá tiempo de celebraciones con Emilia —aseguró el entrenador.

Emilia exhaló, escondió el rostro y se dio media vuelta para salir huyendo. Arthur se quedó estático por breves segundos y volvió la cara a donde Fernando aguardaba. Por breves segundos quiso irse contra Michael para terminar de sacar su enojo; sin embargo, el idiota no era su prioridad.

—Discúlpame con todos, me ha surgido un inconveniente —informó el caballero y salió dando zancadas en busca de Emilia.

Tenía muchas cosas para decir sin las ganas de quedarse con ellas en su pecho.

—¡John! ¡John, no puedes hacer eso! —indicó Fernando a sabiendas de que su esgrimista no se detendría.

»¿Y ahora qué hago? —se preguntó golpeando las manos sobre el cuerpo.

El nuevo campeón corría escaleras abajo buscando alcanzar a Emilia, pero eran muchas las personas que se acumularon en el vestíbulo del gimnasio. En su camino, recordó el lugar exacto en el que el auto de su novia fue estacionado, tal vez si iba hacia este, lograría retenerla, puesto que ella tenía que saber la realidad de las cosas para que no lo viera como alguien que se acobardó ante un título nobiliario. Por otro lado, también estaba dispuesto a demandar esas explicaciones que su todavía novia le debía. No, no lo dejaría así, no se burlaría de él como estaba seguro de que hizo junto con Michael.

Miró el carro de Emilia aún estacionado, aunque ella no apareció por ningún lado. Aguardó por más de treinta minutos, pero la mujer nunca llegó, simplemente lo evitaba. 

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