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Capítulo 13: Inevitable despedida

—¡La cita fue un desastre! —soltó Emilia después de beber de su bebida.

Transcurrió el resto del fin de semana y ahora estaba en la universidad, compartiendo una mesa de la cafetería con sus amigos, el tema central no era otro que su nueva relación con John. Fausto y Wendy tenían tantas dudas y sugerencias que no pudieron esperar para después del trabajo. Sin mencionar, que Emilia debía salir prácticamente corriendo con la insignia de recoger a John a su salida del entrenamiento.

—¿Por qué? ¡¿Qué tontería hiciste, Emilia?! —recriminó Fausto echando el cuerpo hacia atrás en una incómoda silla de madera.

Las mejillas se pusieron rojas, los labios se apretaron y la pena, por decirlo todo, le estaba costando un revoloteo en el estómago que amenazaba con devolver el desayuno.

—Dios, apenas si puedo contarlas —expresó haciendo una mueca—. Derramé vino sobre mi vestido blanco...

—¿Cuál? ¿El tipo sastre o el de lavandera? —interrumpió el moreno con la mirada en ella.

Emilia rodó los ojos, ese hombre solía quejarse de la vestimenta de ambas mujeres siempre que podía hacerlo.

—¡El de lavandera, Fausto! —exclamó en un alarido—. Era fin de semana, no iba a usar un tipo sastre.

—Gracias a Dios ese vestido se echó a perder —resolvió aquel levantando las manos al cielo como señal de agradecimiento.

—¡Qué pena! Imagino que después te lo quitaste —agregó la pelirroja con esa notable picardía que siempre tenía en la cara.

—¡No es lo que tu mente sucia está pensando! —gruñó Emilia con el rostro descompuesto ante la suposición de Wendy.

Si bien, las relaciones íntimas no eran un tema que Emilia desconociera, con John esperaba una relación lenta, ya que él era un hombre que viajó del pasado cuyas arraigadas costumbres eran, por mucho, anticuadas.

—Nunca haces cosas emocionantes, ¿por qué hubiera sido diferente?... Mejor síguenos contando, ¿qué más sucedió?

La historiadora respiró hondo y reacomodó su cuerpo en la silla.

—Igual que siempre, él estuvo pulcro y perfecto con sus modales, mientras que yo fui torpe todo el tiempo. Luego de la cena, salimos a caminar...

—¿Con la mancha en tu vestido? —recriminó Fausto arrugando la frente.

—¡No, la mancha se quedó en el auto! —bufó Emilia con una mirada fulminante para Fausto, quien reía descaradamente para su amiga.

—¡Ay, Emilia! No seas gruñona. Te saldrán arrugas.

—¿Qué más sucedió? —preguntó de nuevo Wendy, esta vez alzando la voz, puesto que le urgía saber si la cita llegó a un punto más íntimo.

—Hablé de arte y lo aburrí, después le pregunté por sus antiguas novias —dijo con una falsa y tímida sonrisa en la cara.

—¡¿Te respondió?! —inquirió la de cabello rojizo.

—Me habló de una mujer que prefirió casarse con su hermano.

Fausto llevó las manos a la boca y Wendy hizo un puchero: el hombre tenía una herida con la que Emilia debía lidiar. No obstante, ese era el menor de los problemas.

—Eso es cruel, John debe sentirse frustrado con respecto a eso —soltó Wendy.

La castaña asintió con un brutal movimiento de cabeza, bebió aceleradamente del té y volvió a la plática como quien tiene más para decir.

—Pero la cita no terminó ahí... nos relajamos un poco y eso me llevó a mencionar mi periodo —sonrió sonrojada—. Debieron ver su reacción, se molestó bastante... Hasta me llamó indecente.

Fausto hundió la cabeza entre sus manos y Wendy se dejó caer sobre la mesa. En definitiva, la cita fue un desastre.

—¡Eres un caos! ¿No recuerdas cómo tener citas? —reclamó el moreno.

—Es que todo con él... es difícil. Es un caballero anticuado. Incluso tuve que robarle un beso —dijo en un puchero.

—Ah, eso sí me interesa. ¡Nuestra Emilia ha crecido! —gritó Wendy.

Dicho grito llegó a los oídos de Peter, el chismoso amigo de Michael se acercó clandestinamente a la mesa donde se encontraba Emilia. Sin embargo, Fausto y Wendy notaron su presencia tras las plantas que se supone lo cubrían. Los amigos de Emilia, con rapidez, decidieron seguir el juego y cuchichear con el suficiente volumen para ser escuchados por Peter, así este, podría ir con Michael a contarle todo. 

Varios minutos después, el alarde fue tal, que aquel no se contuvo y salió disparado para compartir las nuevas noticias que incluían el ya famoso encuentro en el torneo de esgrima.

Para las horas vespertinas, el nombre de Emilia, su relación con John y el encuentro entre el diplomático Michel con el nuevo novio de la historiadora, era el chisme que se convirtió en patrimonio cultural de la universidad, era casi una especie de conocimiento general que nadie debía ignorar.

Por su parte, Emilia comenzaba a perder el interés en todo aquello que se decía sobre ella, en realidad ya le daba igual, el beso robado que tomó de John la mantuvo con la cabeza en las nubes, sin dejar de sentir la sensación que el suave toque de los labios le proporcionó. Sí, en un principio fue ella quien tenía el control de la situación, pero luego de un par de segundos, el hombre recobró el conocimiento e hizo presencia absoluta en el encuentro. 

Un largo suspiro escapó de su pecho al tiempo que una ligera sonrisa se le dibujó en el rostro. Miró su reloj, por alguna razón estaba deseosa por volver a ver al caballero, quería saber sobre su día en la esgrima y tal vez repetir la cita. 

Buscando un modo de pasar el tiempo, volvió los ojos a donde reposaban los viejos diarios del Conde, tomó uno de ellos e intentó concentrarse en algunas páginas antes de marcar su salida.

Diario del conde Arthur Bennett

Hay una pintura mía y de mi hermano en la biblioteca del castillo, el señor Lorens se ha encargado de ella al igual que de todas las pinturas de los antiguos Condes. No deseo que sea él quien pinte a mi hermano, este es mi condado, no el de él. Pareciera simple vanidad, pero en esa pintura que he de mandar quitar, he encontrado mayores diferencias que similitudes entre ambos. Fuera del físico en donde somos idénticos, nuestras ideologías son por completo diferentes, casi como si él fuera un simple plebeyo y no el hijo de un Conde. 

Él, constantemente piensa en el pobre y no en los beneficios propios, piensa en la labranza para aumentar la producción de alimentos, piensa en el futuro como si pudiera ser parte de él. 

El hombre tiene sueños, incluso más de los que debería tener, ya que renunció a todo por el solo hecho de verlos realizados. 

No, qué tonto ha sido, yo jamás hubiese cometido semejante error, y es por eso que nos diferenciamos. Nuestros ojos miran diferente, nuestras mentes piensan distinto y nuestros actos no son los mismos. 

Yo soy el realista y él un simple soñador.

El corazón de Emilia se aceleró sin que lo notara, eran unas cuantas palabras las que había leído y se le formaba ese inmenso hueco que le hacía sentir que algo estaba mal. Era como si el Conde, no solo hubiese competido con su hermano, sino que, de algún modo, quería desplazarlo. 

¿Por qué la insistencia arrogante por sacarlo de su vida? 

Con toda seguridad, podía deberse a esos escasos siete minutos que le dieron el título a él y no a John. Sin embargo, John no sentía anhelos por ser un Conde, se le notaba en el rostro cada que Emilia lo mencionaba. No manifestaba ningún tipo de deseo o posesión del mismo. Todo le era demasiado extraño. También estaba esa parte que hablaba sobre una renuncia, ¿a qué cosa renunció John para la realización de sus sueños? ¿A la mujer que amó, tal vez?

Emilia necesitaba darles respuestas a sus preguntas, se puso de pie de inmediato y caminó hasta la biblioteca del castillo. No recordaba haber visto ningún cuadro donde ambos gemelos estuvieran juntos, aunque sí se percató de la firma del señor Lorens en todas las pinturas del Conde, con excepción de uno solo, lo que le decía, que posiblemente, el hombre que estaba en esa pintura no era en realidad Arthur Benett, sino John.

Luego de cerciorarse de que el retrato de los gemelos no estaba en la biblioteca, caminó hasta la recámara principal, donde reposaba colgada la supuesta pintura del jefe de la familia. Se acercó a ella para verla con detenimiento y en efecto, ella no se había equivocado, en ese cuadro aparecía la firma de otro hombre. 

Suspiró hondo y notó que la fecha establecía noviembre de 1828. Emilia reconocía el año como el mismo donde los hermanos volvieron de Francia para que Arthur tomara posesión del título a petición de su padre. Con apenas veintidós años, la vida de ambos cambió inesperadamente luego de la enfermedad de aquel que les dio la vida.

Tomando en cuenta aquellos datos junto con el diario, Emilia dedujo que el hombre de la pintura no era el Conde, sino John. Un error que debía corregir; sin embargo, no se culpaba a sí misma, los hermanos Bennett eran tan parecidos que con dificultad podía distinguirlos uno del otro. Enseguida, decidió regresar a su oficina, se hacía tarde para recoger a John, aunque, una inquietud en su interior le hizo revisar un par de pinturas más. Esas que mostraban los finos rostros de dos gemelos de apenas diez años de edad. 

Llegó al pasillo donde las figuras eran iluminadas y notó el mismo error que vio en el anterior lienzo. Aquella que estaba catalogada como Arthur Bennett no tenía la firma del señor Lorens, pero esta sí aparecía en la que se suponía era de John Bennett.

La historiadora arrugó la frente, el error no fue cometido por ella, pero pudo ser notado con anterioridad. Era común que cada miembro de la realeza tuviera su retratista favorito, igual a este caso con el señor Lorens. Era absurdo no haberlo pensado.

—Mañana iré al museo de Shrewsbury. —Se dijo tomando en cuenta que debía resolver todas sus dudas.

Enseguida miró su reloj de muñeca para notar lo tarde que era, salió corriendo del castillo donde solo quedó el eco provocado por los tacones de Emilia golpeando el piso.


—¿Qué tal la esgrima? —preguntó, apenas miró a John subirse al auto.

—He aprendido algunas cosas nuevas —respondió sin alejar la mirada de Emilia.

—¡John, me sonrojas! —expresó ella—. Vea al frente, por favor.

—Lo haré, aunque debo decirle que mi mente sigue pensando en usted —aseguró con total naturalidad.

—¿Te parece difícil tutearme? Algunas veces lo haces, pero otras ya no.

—Lo sé y entiendo que debo intentarlo. Me es complicado dejar de lado todo lo que se me ha enseñado.

La mente de la mujer volvió a las líneas que recién leyó antes de salir del castillo, instintivamente, mordió un labio y luego se atrevió a preguntar.

—John, estuve leyendo el diario de su hermano.

El caballero arqueó una ceja y puso sus ojos sobre el camino.

—Has estado haciendo eso desde hace varios días —pronunció con ironía.

—Bueno, sí, pero encontré algo que su hermano ha mencionado. Él dice que renunciaste a todo con tal de cumplir tus sueños. Conozco esos sueños, pero ¿de qué renuncia habla?

John volvió el rostro hacia el paisaje que estaba a través de la ventana, como quien intenta ocultar el dolor a través de sus ojos. Había cosas que el caballero escondía y así era como debían seguir.

—Mi hermano no hace referencia a algo en específico.

—¿Cómo? —cuestionó ella arrugando la frente.

—Él habla sobre ciertas frivolidades como las fiestas, las mujeres, asuntos nobiliarios, nada en especial.

La mujer asintió a sabiendas de la gran molestia que le causaba a su novio, lo vio en su rostro, en sus ojos y en el tono de su voz, creyó mejor no preguntar más.

—¿Le gustaría ir conmigo a un museo?

—Por ahora preferiría descansar, si no es molestia —replicó con cierta frialdad.

Ninguno de los dos volvió a mencionar algo, cenaron con normalidad y luego John se quedó dormido en el sofá mientras leía un libro de física cuántica.

Emilia le miró realmente cansado, sonrió para sí misma, le retiró los zapatos y subió sus pesadas piernas al sofá, finalmente lo cubrió con la manta que ahora estaba impregnada al aroma del caballero y apagó las luces.

Resignada, entró a su habitación, hubiera querido pasar más tiempo con él y repetir ese beso que ella le robó. John no volvió a besarla desde entonces, muy probablemente tendría que ser ella de nueva cuenta quien diera el paso. Optó por dejarlo pasar y se sumergió en la internet, buscando todo tipo de información sobre el pintor Jeffrey Lorens y los otros retratistas de la época. Debía comenzar a fundamentar sus datos si quería corregir el error de etiquetación de las pinturas.

Para la mañana siguiente, el ruido de una licuadora encendida le interrumpió el sueño, Emilia abrió los ojos con pereza después de la larga noche que pasó leyendo en su computadora. El cuerpo pesaba y los ojos se resistían a ser abiertos, volvió el rostro al tiempo que estiraba una mano hacia la mesita de al lado para tomar su celular.

«5:32 am»

—¡¿Qué?! —gritó luego de ver la hora que su teléfono marcaba—. ¿Por qué prendió la licuadora a esta hora? 

Luego agudizó sus sentidos, sintiendo un aroma que venía de la cocina.

—¡Maldición! ¡Este hombre quemará mi casa! —expresó molesta mientras se ponía de pie para abrir la puerta de la habitación.

El ruido de un tutorial de cocina, la licuadora encendida y unos sartenes siendo golpeados, abrumó a Emilia al grado de querer regresar a su recámara, fingiendo no haber escuchado nada. No obstante, tenía que averiguar lo que intentaba hacer el enorme hombre que apenas si cabía en la pequeña cocina. La castaña se limitó a verlo trabajar a discreción, no había modo de que se percatara de su aparición. Enseguida, el sonido de la licuadora se detuvo y John tomó la extraña mezcla de coloración blanca que tenía en el recipiente de vidrio.

—¿Qué hace? —cuestionó la mujer y en el acto, el caballero pegó un brinco tras haberse espantado por la presencia de Emilia.

Con el rostro y la ropa cubierta por el líquido blanco, intentó abrir los ojos y notó la poca ropa que Emilia traía encima, de nuevo se echó hacia atrás y bloqueó la mirada, provocando un desastre mayor a su alrededor.

—¡Emilia, tu ropa, por favor! —demandó.

—John, ¿estás bien? Estás cubierto de esta cosa blanca —dijo limpiándole la cara con una servilleta de tela que tomó de la mesa.

—Estoy perfecto, puedo hacer esto por mí mismo. Podrías... vestirte, por favor —insistió el caballero tomando la tela que Emilia pasaba por su rostro.

John logró abrir los ojos y vio la amplia sonrisa que Emilia tenía.

—¡Emilia!

—¡Ya voy! Enseguida vuelvo, iré a cubrirme de pies a cabeza —bufó congraciada por el momento que pasaron en la cocina.

Desde su habitación, la mujer siguió escuchando el ruido que provenía desde la cocina, al tiempo que imaginaba el desastre que más tarde tendría que limpiar. Se vistió con un traje estilo sastre de pantalón color azul, peinó su cabello y usó un poco de maquillaje, últimamente se le habían acabado las escusas para cubrir su rostro con todo aquello que le ayudaba a camuflar su tristeza, esa ya no existía.

Ya estando lista, salió de su habitación y se encontró con un par de platos servidos en la mesa, había huevos cocinados con algo de verduras y tocino, una taza de café y enseguida algún tipo de pan que estaba lejos de un tostado perfecto. 

John despertó esa mañana con la idea de hacer el desayuno para ambos, ella solía prepararlo algunas veces y otras tantas comían algo en la universidad; sin embargo, ahora tomaban caminos separados, ya que John se preparaba para el torneo de esgrima y requería estar bien alimentado.

—Pudo haber esperado a que yo me levantara —dijo la mujer después de ver los platos servidos.

—Decidí que era mi turno de cocinar —resolvió el caballero que extendía una silla para ella.

Emilia dio un largo suspiro después de tomar su lugar, ¿qué tan mal podría estar la comida cuando ella era pésima en el arte culinario? 

Sin respingar, cogió el cubierto que tenía a un lado y llevó algo del plato a su boca. Pese al gran desorden y al desastroso encuentro de Jhon con la cocina, aquel platillo tenía buen sabor, en definitiva, se podía mejorar, pero sí eran mejores que los huevos que Emilia solía preparar.

—Me gusta —expresó luego de haber degustado. 

John estaba complacido e hizo lo mismo que la castaña. 

»¿La cocina también fue parte de su preparación como lord?

—No, de ninguna manera podría ser parte, para eso teníamos servidumbre. La señora que aparece en el celular fue la que me enseñó —explicó refiriéndose al tutorial que miraba mientras cocinaba.

—Entiendo... pero entonces... No le gusta mi comida —advirtió ella fingiendo un puchero.

Los ojos de John se hicieron grandes, Emilia lo puso en aprietos, pero él conocía la respuesta más educada.

—Su comida es excelente, es solo que ya hace demasiado por mí.

Emilia soltó una risa despreocupada, tenía claro que no existía persona que apreciara sus platillos, pero, ¿qué podía hacer con respecto a ello? 

Intentó con más de tres cursos de cocina y nunca lo logró, era inútil, ese era un talento que no poseía, casi como bailar.

—Sé que mi comida es pésima. Debo disculparme por eso, pero nunca logré aprender. Lo que he preparado para usted, es lo más decente que le puedo ofrecer.

—Sus talentos van más allá de la cocina, Emilia —interrumpió el hombre con cierto tono de caballerosidad que rara vez olvidaba.

—Bueno, le diré que esos videos son un éxito, porque este desayuno está muy rico. Aunque, ¿qué era esa cosa blanca que terminó sobre su cara? —preguntó la castaña.

—Un tipo de crema con la que debía cubrir los huevos, pero la mayor parte terminó sobre mí —aseguró John mostrando la servilleta que uso para limpiarse.

—Creo que debemos tener estas cosas siempre a la mano —comentó Emilia, puesto que ya eran parte de su relación. 

Momentos más tarde, Emilia dejó a John en el gimnasio donde este practicaba y se fue directo al museo, esperando encontrar algo de información sobre los dos retratistas que se encargaron de plasmar a John.

Un caballero delgado y cabellera blanca, aguardaba en la entrada del museo con un reloj de bolsillo en su mano. La manecilla le decía que era tiempo de abrir las puertas al público. Colocó el elegante objeto en el bolsillo de su saco a rayas discretas, acomodó la corbata azul marino y giró la llave que quitaba el cerrojo de la puerta de aquel viejo edificio.

Emilia entró prácticamente chocando con todo y escurriendo agua con el paraguas que intentaba cerrar sin éxito alguno. Lo sacudió buscando desatorarlo, pero fue inútil, únicamente logró salpicar el traje del gerente del museo.

—Señorita, está usted llenando de agua el piso —dijo el educado hombre de nariz respingada, luego de dar un par de pasos hacia atrás y sacudiendo el agua que Emilia le echó encima.

—¡Dios, lo siento! —expresó asomando la cabeza por sobre el paraguas—. Es esta cosa la que no quiere...

—Señorita, pudiera usted dejar de sacudirlo... —pidió el tipo con la palma extendida, así evitaría ser salpicado por el agua. 

—Sí, espere... Lo pondré por aquí —resolvió mientras lo dejaba abierto en el piso a un costado de la puerta.

Luego volvió la mirada y se encontró con el rostro del hombre que no se veía nada feliz.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó.

—Soy Emilia Scott, historiadora de la universidad de Shrewsbury. Trabajo en el castillo —dijo extiendo la mano.

El hombre fijó los ojos en los guantes mojados de la castaña y evitó estrechar lazos con ella.

—Ya recuerdo su nombre, imagino que ha venido a revisar los detalles del traslado de los objetos del castillo.

Los ojos de Emilia se hicieron grandes, había algo que no entendía.

—¿Traslado?

—El señor Miller nos habló sobre la colección de la universidad, estábamos por acordar una cita para ir a comprobar las condiciones en las que se encuentran las piezas y organizar los detalles del traslado —informó con total frialdad—. ¡Oh, pero qué caballero tan considerado, ya veo que decidió enviarla a usted!

La mujer frente a él estaba helada, la decisión prácticamente fue tomada a pesar de las incontables propuestas que ella hacía para salvar tanto al departamento de historia como el castillo de Shrewsbury. Sin importar nada, Michael acordó el traslado de las piezas omitiéndole la información.

—¿Mencionó que era una posibilidad? —preguntó esperanzada de que aquello fuera muy malentendido.

—No creo que fuera solo una posibilidad. Él, más bien, me dio una fecha.

Emilia ahogó un desgarrador llanto al tiempo que padecía un dolo en el estómago. Puso ambas manos en el abdomen y continuó con el proceso que la debilitaba. 

—Ya veo —siseó con total tristeza, agachando la mirada y sacando los húmedos guantes de sus temblorosas manos—. Señor Vaughan. —Observó el gafete que colgaba del cuello del hombre de elegante traje—. Antes de hablarle de la hermosa colección que cuido en el castillo de Shrewsbury, necesito revisar algo de información que requiero para corregir unos posibles errores de etiquetado.

El aludido arqueó una ceja y rodó los ojos.

—¿Qué tipo de errores?

—Sé que puede sonar tonto, pero los hermanos Bennett era muy parecidos.

—Eran gemelos, señorita Scott.

—Evidentemente, lo eran —espetó molesta por la respuesta—, pero no hay manera de saber con exactitud quién era quién con una simple visualización en las pinturas.

—¿Ha verificado los registros?

—Oh, mire, qué brillante idea, jamás se me hubiera ocurrido —emitió sarcástica—. Sí, lo hice, el problema son las pinturas no registradas o errores que incluso en los documentos persiste la información.

—¿Y por qué cree que están mal catalogadas?

—El retratista Jeffrey Lorens, era el artista encargado de pintar al Conde. Aunque, las etiquetas están volteadas, el Conde Arthur fue pintado por alguien desconocido y los retratos de John Bennett fueron realizados por el mismo Jeffrey Lorens.

El gerente de cara respingada asintió, confirmando dicha información.

—He visto algunas imágenes y ambos caballeros eran muy parecidos.

—Lo son... Bueno, eran —dijo autocorrigiéndose puesto que el hombre la mirara extrañado.

—Tenemos algunas pinturas de Lorens, puede verificar que la firma coincida, también tenemos escasos retratos de los hermanos Bennett. Planeamos ampliar la colección gracias a la donación de la universidad para la que trabaja.

Emilia tragó grueso, le dolía saber que los planes por acabar con su departamento estaban prácticamente ejecutados, un golpe a su corazón. Imaginó muchas cosas, pero la mayoría no tenía relevancia en aquel día en el que era guiada a donde encontraría las referencias que solicitó.

—Es aquí —afirmó el encargado, señalando un espacio prácticamente vacío, solo un par de estantes sin mucho para mostrar—. Como verá, estamos preparándonos para recibir la colección.

Emilia observó a su alrededor, pese a que el espacio era elegante, de ninguna manera cabría ahí la cuantiosa cantidad de objetos que tenía en el castillo.

—Necesitan una sala el triple de grande a esta, no creo que los artículos de la familia Bennett quepa completa aquí.

—Oh, no se preocupe por eso —resolvió agitando una mano en el aire—. He seleccionado solo las piezas que nos interesan. Será apenas un cuarto de lo que hay en el castillo.

—¿Qué sucederá con el resto? —se atrevió a preguntar a sabiendas de que la respuesta le dolería todavía más. 

—Será subastado a coleccionistas privados.

Los ojos de Emilia se humedecieron en el acto, quería permitirse caer de rodillas, permitiendo que su frustración surgiera; sin embargo, esa debilidad no la vería Michael, ni el gerente del museo, quien seguramente ya había caído en los encantos hipócritas de su exprometido.

—Echaré un vistazo y tomaré algunas fotografías —informó con la temblorosa voz.

—Solo no use el flash.

—¡Lo sé! —espetó ya molesta por la arrogante presencia de quien no tenía la culpa de sus problemas.

Caminó por el espacio que albergaría solo una cuarta parte de los maravillosos objetos que conocía bastante bien, no quería desprenderse de ellos, mucho menos del castillo o de ese espacio llamado oficina que adoptó como suyo. El polvo de los diarios que tantas alergias le causaban, la escasa iluminación, el olor a humedad en el sótano, las telas viejas y los adornos oxidados por el pasar de los años, eran parte de ella misma. 

No, nada sería tan apreciado en su nueva residencia. Incluso tenía mayor apego por dichos objetos que el que hubiera sentido la familia Benett, para ellos, eran simples decoraciones o utensilios de su vida diaria, ni siquiera notaban que estaban ahí. Sin embargo, para Emilia, todo aquello era arte puro, su trabajo, su pasión por la historia, sus tesoros.

Respiró hondo y caminó a hacia uno de sus cuadros favoritos, ese donde aparecía la familia completa, los Bennett en una sola pintura. 

Años atrás, Emilia habló de la posibilidad de trasladarla al castillo, ella consideraba que no había mejor hogar para la pintura, pero la universidad rechazó su solicitud, puesto que habría que pagar un traslado, un valuador, un seguro y adecuar el espacio para su preservación. 

—Si fuera una joya o una verdadera reliquia, entonces podríamos considerarlo—. Fue lo que los miembros del comité dijeron.

Emilia no logró persuadir a quienes tomaban las decisiones; no obstante, mantenía su postura clara ante su deseo por cuidar de la pintura de la familia Bennett. Creía que su belleza se regía en gran parte, por la unión que la familia demostraba, estaba el líder de los Bennett en el centro, rodeado por la Condesa de Shrewsbury y su hermano John. Así mismo, también aparecía la madre de los gemelos y Lady Olivia, la hermana menor de John a quien casaron a la escasa edad de los dieciséis años con un vizconde. Algunos primos del Conde vivían con ellos, mas no figuraban en la imagen familiar de los Bennett.

Con la cristalina mirada puesta sobre aquella obra de arte, Emilia suspiró una bocanada de aire que le permitiera sosegar parte de su frustración. Desvaneció todo sentimiento doloroso cuando analizó la sustancial pintura que tenía enfrente firmada por Lorens. La estudió con paciencia y luego tomó la fotografía que requería. 

Su vista fue de la firma a donde John, ¿cómo podía siquiera pensar que ese atractivo caballero de la época victoriana se había convertido en su nuevo novio?

—Debo estar alucinando —se dijo, pero apenas volvió la mirada a su mano, se percató de la joya que no estaba en su dedo anular. 

En definitiva, nada de lo que vivió era parte de una alucinación.

Volvió a la pintura y notó los guantes que usaba el Conde, tenía puesto un traje de gala, era obvia la presencia de la elegante prenda que debía estar ahí; sin embargo, John no los traía pese a que el traje era igual.  

«Tal vez a John no le gustaba utilizarlos», pensó. 

Finalmente, decidió ignorarlos y caminó hacia el siguiente retrato, una donde nada más aparecía el último Conde. Tenía la oscura mirada, la perfecta barba delineada, los guantes y la firma de Lorens. En realidad, los problemas de Emilia no tenían mucho que ver con la identificación de los gemelos, sino con todos esos escritos que el Conde Arthur tenía en su diario.

Se percató de unas páginas que eran exhibidas bajo una vitrina y decidió revisarlas, se trataba del título nobiliario donde aparecía el nombre de Arthur Bennett y por lo bajo su firma. Sin embargo, había algo que le causó cierto desconcierto a la historiadora, la caligrafía era diferente, la firma plasmada en el papel que lo acreditaba como Conde de Shrewsbury, no era para nada similar a la que ella estuvo viendo en los diarios que John le entregó.

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