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Capítulo 1: Un nuevo día


Había un ligero temblor en las manos de la mujer que permanecía sentada en el asiento tras el volante, respiró hondo, buscando poner control al ataque de pánico que parecía surgir. Pasó al menos veinte minutos en el interior del carro que seguía parado en el parqueadero; sin embargo, tenía miedo de enfrentar su nueva realidad, esa que quería suprimir de su vida por completo.

«Calma, tú puedes» pensó con la mirada puesta en el retrovisor. 

Comenzó a tararear una canción para sí misma y la calma estaba por volver, ahora sólo debía arreglar el maquillaje corrido que tenía en el rostro, debido a los últimos minutos que perdió llorando y sumergida en su autocompasión.

A pesar del esfuerzo, los amargos recuerdos volvían con cada palabra mencionada en la canción que sonaba en la radio. De nuevo el llanto descomunal surgió. 

Recordó el bonito vestido de novia que tendría que recoger ese día para nunca ser usado, las visitas a los proveedores del banquete para hacerles saber sobre la cancelación de su boda, y ni hablar sobre las reservaciones hechas para su viaje de bodas por París.

Aquellos fugitivos sueños de convertirse en la señora Miller estaban acabados. 

Los amargos recuerdos la llevaron hasta el momento en el que irrumpió en la oficina de su prometido.

—¡De ninguna manera me casaré contigo! —Fue lo que ella dijo y azotó la puerta de la oficina donde encontró a su novio enterrado entre las piernas de su secretaria.

Los gritos de un par de alumnos en el estacionamiento, la alertaron de la hora, tenía que salir del automóvil y olvidarse de su pena. Buscó la cosmetiquera que traía en su bolso e inició a pintar un rostro falso sobre su piel. Finalmente, tiñó de carmín los carnosos labios donde delineó una diminuta sonrisa. Era tiempo de pensar en ella, decidió salir del auto para evitar que el mundo sintiera pena por su tragedia.

Atravesó los jardines de la universidad de Shrewsbury consumida por el nerviosismo de que alguien hiciera preguntas poco congruentes, luego ella se imaginó terminando en llanto. No, eso no debía suceder nunca. Al menos no en público o cercas de ese lugar.

—¡Emilia! —escuchó la mujer de cabello castaño.

Los ojos se le abrieron grandes y de inmediato aceleró el paso, como quien no desea ser interrogada.

—¡Emilia, espera! ¡Sabes que no puedes esconderte de mí! —expresó un hombre alto y moreno que corrió en dirección a la mujer—. He tenido que tirar mi café para poder alcanzarte, ahora tú me invitarás uno —bramó.

—¡Fausto Vallejo, me ocasionaste un terrible susto! —declaró con el pecho expandido.

—Sé que así fue, vi tu cara de pánico y tu acelerado paso.

 Ella reacomodó su cabello, el cual se había desordenado por la carrera. 

—Te he dicho que dejes de pasear por la universidad con tazas de café, esto no es el patio de tu casa. Usa un termo.

—No desvíes la atención hacia mí, mujer. —Negó con el dedo—. Sabes que amo ser el centro de todo, pero esta vez no puedo tener el reflector sobre mí. Dime, ¿cómo estás?

Emilia encogió los hombros e hizo una ligera mueca con el rostro.

—Tan bien como se podría estar. En realidad, no lo sé.

—¡Dios, estás aquí! Jamás creí que tendrías el valor de volver —soltó Wendy, una escandalosa mujer de cuarenta años de edad que corría sosteniendo papeles que casi caían de sus manos. 

—Paga la apuesta, Wendy —intervino Fausto, extendiendo la mano. 

Aquella le miró con descontento al tiempo que le hacía una mueca de desagrado. 

—Te pagaré, siempre te pago —respondió.

—Apenas si puedo creer que ustedes sigan haciendo apuestas sobre todo lo que sucede en mi vida. —Emilia colocó una mano en la cintura en medio de la reprimenda—. No soy la protagonista de una telenovela.

—No te tomes esas atribuciones, amiga. No serás nunca la sirvienta que se casa con el millonario —negó Fausto con los característicos modismos que realzaban su homosexualidad—. Tu caso es aburrido, Michael no te merecía e hiciste lo correcto.

—Ves demasiadas telenovelas turcas. Yo mejor me voy a mi oficina, los veo para el almuerzo —aseguró Emilia entre sonrisas.

Ambos amigos asintieron, no sin antes darle un abrazo de bienvenida a Emilia.

»¿Abrazo de bienvenida? ¿Bienvenida a dónde? —cuestionó.

—Bienvenida a la soltería, es claro —respondió Fausto, al tiempo que Wendy lo confirmaba con brusquedad.

En un intento de broma, Emilia sacudió la cabeza con aires de ofendida, ya que eran evidentes las intenciones de sus amigos por hacerla sentir mejor; enseguida dio medio giro sobre sus talones para continuar el camino a su oficina.

Después de varios minutos que fueron atormentados por encuentros con personas poco cercanas, finalmente llegó al frente de su característico espacio personal, se trataba de una oficina instalada en el interior de un enorme y solitario castillo ubicado dentro de los terrenos de la universidad. 

Emilia enseñaba historia, además de encargarse de la restauración del hermoso castillo estilo barroco que se había convertido en un museo para los visitantes e historiadores; no obstante, las visitas a aquel lugar, habían descendido de manera alarmante, por lo que la mayor parte del tiempo el lugar estaba vacío.

Entró al pequeño despacho decorado con bonitas fotografías de la edad media hasta la era victoriana. Algunas pequeñas figuras miniaturas de los clásicos castillos, adornaban su escritorio. A su costado, residía un librero de madera oscura repleto de libros, mismos que ella había aprendido a coleccionar por su importancia o vejez; sin embargo, no solo se trataba de títulos que hacían referencia a la historia de la edad media o victoriana, sino que también, había antiguos ejemplares con escritos poéticos que pocas personas podían apreciar. 

Emilia había aprendido a amar cada diminuta historia que le contase la verdadera identidad de las flamantes familias del siglo XV al XIX, sobre todo, lo que tuviera que ver con el conde de Shrewsbury. No obstante, ella no tendría cabeza para títulos nobiliarios o castillos, al menos no ese día que prometía ser de los peores en su vida. 

Los pensamientos la emergían a la profundidad de su mente, ahí donde abundaba la indecisión y los temores, después de todo, era una mujer soltera de treinta y cuatro años con un compromiso recién roto.

El teléfono sonó y de inmediato miró el nombre de Michael Miller en la pantalla, instintivamente arrugó la frente. Lo detestaba, más que a nadie, más que a cualquier persona.

—¿Qué quieres? —preguntó luego de responder el teléfono de mala gana.

—Emilia, amor. Me han dicho que has regresado a la universidad. Iré a verte en este instante.

—No, Michael, si acepté quedarme no fue por tu insistencia. Lo hice porque luché bastante por este puesto.

Para la mala suerte de Emilia, Michael no sólo era su exprometido, él también fungía como su jefe: el subdirector académico de la universidad y un honorable miembro del consejo de decisiones de la escuela superior.

—¡Por Dios, mujer! No puedes seguir molesta por lo mismo. Ya han pasado semanas.

—¡Y pasará más tiempo, Michael! ¡Adiós! —gruñó colgando la llamada.

Fijó el furioso semblante donde reposaba el marco de madera con la fotografía de ella junto a su exprometido, la tomó con fuerza y lo lanzó por la ventana que estaba a uno de los costados del escritorio, eran apenas las nueve de la mañana y el día prometía ser eterno.

De pronto, escuchó un ruido que provenía desde las afueras de la oficina y que le hizo olvidarse de la llamada, era como si su imaginación le estuviera jugando un pequeño truco con el objetivo de mantenerla ocupada. De inmediato, pequeños y pausados pasos la llevaron hasta el centro del majestuoso castillo que era el de Shrewsbury, aunque por ahora, era solo el ruido de sus tacones lo que provocaba eco en el lugar. 

El personal seguía de vacaciones, aquello debía estar vacío. La mujer encogió los hombros luego de no haber encontrado señales de la presencia de alguien en el castillo, así que decidió regresar a su labor.

De nuevo el estrepitoso sonido y esta vez no había duda, alguien estaba husmeando entre las pertenencias del castillo que una vez perteneció a los Condes de la localidad.

—¡¿Quién está ahí?! —gritó la mujer, esperando una respuesta—. ¿Hola? Esto es propiedad privada. ¡Llamaré a la policía quien quiera que sea!

Prosiguió con su camino, siguiendo los pequeños ruidos que parecían cada vez más reales. Al menos ahora estaba segura de que no se trataba de una invención de su mente, sino de algo existente y atemorizante.

El sonido de la herrería golpeando el piso era evidente, fácil de percibir. Emilia se percató de que hacían falta partes de la imponente armadura de acabados dorados que adornaba una de las salas de exhibición del museo. Era posible que aquello estuviera provocando el estruendo, alguien la había tomado con la extraña idea de robarla; sin embargo, la armadura era pesada, por lo que el ladrón optó por dejarla.

Las pisadas de Emilia se volvieron cada vez más lentas y temerosas, pero a pesar de ello, había algo en su interior que le hacía querer encontrar a quien se había atrevido a entrar al que consideraba su castillo.

—¡¿Quién está aquí?! —emitió provocando eco en el castillo—. ¡Salga ahora! Deje lo que ha tomado y no tendrá problemas con la policía.

—¿Por qué tendría problemas con la policía por vagar por mi casa? —cuestionó un hombre de  complexión grande, se había colocado las partes faltantes de la armadura que por el momento seguía incompleta.

Emilia se volvió y de inmediato, notó la espada con la que el hombre la señalaba, además del yelmo y el visor que este traía puesto. Ella tragó saliva, dio dos pasos hacia atrás con lentitud, emitiendo apenas un par de vocales mal sonadas.

—Yo, Ammm —balbuceó temerosa—. Soy la persona que cuida de este lugar. Esta no puede ser su casa.

El hombre no le quitaba la mirada de encima, a sus ojos era una mujer extraña. Su vestimenta, su cabello y cada movimiento, le parecía estar divagando por el fuerte golpe que se dio en la cabeza minutos atrás en el sótano del castillo. Cuando despertó, notó que todo era diferente. 

—¿Dice que cuida de este castillo? No la recuerdo en absoluto —declaró sin dejar de apuntarle con la espada—. No puedo confiar en usted cuando aparece frente a mí tan... ligera de ropa.

La vio de los pies a la cabeza con un aire de superioridad.

—¿Ligera de ropa? No comprendo —negó ella mientras se observaba a sí misma.

El corpulento hombre trastabilló luego de dar pasos hacia atrás para terminar cayendo sobre el suelo. La mujer notó la sangre que comenzaba a gotear desde el interior de la careta de la armadura, era evidente que estaba malherido. Dudó un par de segundos antes de decidir si debía correr o ayudar a quien yacía en el suelo, lo vio soltar el arma y de inmediato acudió a su lado.

—Déjeme ayudarle —dijo para que se recompusiera.

El hombre permitió que ella le tocara y le brindara el pertinente auxilio que requería.

—¿Por qué se ha puesto la armadura? —preguntó ella con total curiosidad.

El rostro del desconocido seguía oculto bajo la armadura, por lo que Emilia no sabía si este se sentía mal o todo era una trampa.

—Las preguntas las hago yo, mujer. Aunque, le diré que me sentí en peligro y creí que era pertinente hacerlo —confesó relajando la voz.

Emilia le recargó la espalda sobre la pared y con delicadeza comenzó a quitarle las diferentes partes de la armadura que el hombre quiso usar. Dejó para el final el yelmo con el visor, puesto que de ahí provenía la herida.

La sorpresa fue grande, ya que, frente a ella, estaba un apuesto hombre de cabellera negra y penetrante mirada oscura. Emilia entreabrió los labios y volvió los ojos hacia una de las paredes de aquel salón donde figuraba el retrato del último Conde de Shrewsbury. El conde Arthur Bennett.

Más que extrañada, Emilia parecía confundida. ¿Por qué un hombre con semejante parecido al Conde, apareció de la nada en el castillo de Shrewsbury? 

Por limitados segundos le pareció que imaginaba cosas fuera de la realidad, oprimió los ojos más de dos veces, pero el supuesto ladrón seguía siendo el mismo. Luego de aquello, la mujer volvió en sí y se limitó a fingir que no la abrumaba la imponente mirada que el herido le ofrecía.

—Me incomoda que una mujer en su condición me atienda. ¿Podría usted llamar a un médico? —preguntó con una mueca en la cara. 

Emilia salió de su trance, sacudió levemente la cabeza y volvió la vista hacia la cabeza del hombre. 

—¿Un médico? Sí, por supuesto, iremos con uno. La herida parece ser delicada, incluso le ha provocado delirios.

—¿Delirios? Entonces debe ser la razón por la que la imagino prácticamente desnuda.

Emilia dejó de inspeccionarle la herida para ver de nuevo sus ropas. Decidió omitir aquello que él decía referente a su supuesta desnudes, pues estaba claro que el golpe fue grave.

—Vamos... Iremos con un médico de inmediato —indicó la mujer para ayudarlo a ponerse de pie.

Ella intentó equilibrar los pasos del hombre que era realmente grande y pesado, a su lado lucía frágil y diminuta, a pesar a ello, continuó ayudándole hasta que lograron salir del castillo. En dicho momento, él sintió la intensidad del clima y la luminosidad que el sol ofrecía, pequeñas ráfagas de viento le hacían sentirse expuesto, ya que no tenía idea de si se trataba del viento, de la herida o de lo sucedido horas antes en el sótano. Sabía que, la próxima vez, trataría de tener mayores precauciones, sólo si había una siguiente vez. Vio personas, demasiadas, todas vestidas con coloridas ropas, ya no se trataba de prendas íntimas, era algo diferente, luego estaba todo ese ruido, le parecía exagerado, el mundo le daba vueltas, todo giraba, la debilidad le vencía y entonces terminó en el suelo a las afueras del castillo.

—¡Oiga, despierte...! —Fue lo último que el hombre herido alcanzó a escuchar. 


Hola a todos los que de algún modo han llegado hasta aquí. Primero quiero agradecerles por las lecturas, votos y comentarios.

Segundo, mencionarles que esta es una bella historia que les dejará un muy dulce sabor en su delicado paladar literario. 

Sin más, los invito a darle hacia abajo para continuar.

Felíz lectura. 


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