Recuerdos
La vida en el condado de Umiza había sido la misma desde que tenía memoria.
Las personas, sus trabajos y las hermosas locaciones de la zona jamás cambiaron.
Es raro para algunos ponerse a analizar eso, sin embargo para mí no lo es.
Me encadené tanto al trabajo que perdí las nociones de varios conceptos, entre ellos el amor.
Recordé a Angelica Valentina.
Ella era la joven con la cual me había topado cientos de veces y siempre estaba en un mal estado de salud.
Desde que la vi en un estacionamiento, me percaté de que probablemente tenía sentimientos por ella.
Pero antes de hablar sobre ello me gustaría tener el honor de poder relatar un poquito de antiguos encuentros esporádicos de la vida.
Si no mal recuerdo, la primera vez que me encontré con ella fue hacía enésimos años.
Ella era una niña y yo un adulto que apenas estaba lidiando con la vida.
Los dos estábamos dentro de una plaza.
Ella acompañada y yo solo porque había salido para comer algo, así como para distraerme.
Cuando paseaba, hallé a una familia de cuatro que estaba saliendo de un restaurante.
La menor de las niñas traía consigo un peluche y al salir del sitio donde almorzó, lo dejó caer en el piso.
Ella no lo notó hasta que estuvo lejos de él.
Mis oídos casi morían debido a los fuertes gritos que la pequeña lanzó a modo de berrinche.
Nadie hacía nada, ni los padres.
Los ascendentes le dijeron a su hija que le comprarían otro juguete, pero ella se negaba.
Como ese drama familiar había durado mucho, decidí dejar de ser un observador y fui por el objeto preciado.
Para mi infortuna, la familia se retiró antes de que pudiese devolver el peluche a su dueña original.
No me quedé de brazos, hice lo que pude para encontrar dónde residía la pequeña y devolví lo que tenía.
Después contribuir a la situación, solo podía pensar en que la niña llamada «Angelica» todavía no sabía de lo cruel que podía ser el mundo.
El tiempo pasó posterior a eso y por segunda ocasión, la vida me mostró a la menor de aquella familia.
Ella estaba un poco más grande, más o menos como en la pubertad y yo me volví más viejo.
Ambos estábamos merodeando por las calles del pueblo, porque era fin de semana.
Me encontraba con mi pareja en el momento en que escuchamos que una menor de edad estaba molesta por no poder patinar en la calle al igual que su hermana.
La jovencita se quedó a centímetros de sus padres hasta que ellos le permitieron patinar.
Tan solo me limité a observar lo que sucedía en aquella familia porque me generaba curiosidad.
Sin embargo, mi novia me regañó ya que estaba actuando de forma anormal y estaba atrayendo miradas.
Ignoré su comentario.
Dejé de observar al sentir que era necesario.
Por alguna extraña razón, estar con la mujer que me acompañaba no era lo mismo que cuando estábamos más jóvenes.
Evadí el hecho de que podía haber una traición de su parte y me quedé con ella.
Tal vez era claro que mi pensamiento no era erróneo, mas no estaba listo para aceptarlo.
Había transcurrido varios años.
Me encontraba solo (por el momento).
Iba de camino al trabajo.
Su cabello largo rojizo meneaba con el viento.
Su ropa primaveral se apegaba a sus ojos azules.
Era tarde para llegar a la oficina.
Mi vestimenta era un traje formal.
Ella me saludó con una sonrisa.
Agradeció que mi figura se viera diferente cada vez que nos topábamos.
—Elegante como siempre —destacó con bella voz.
—Muchas gracias, Angelica —contesté.
—¿Me ayudaría con las...? —preguntó olvidando cómo respirar.
La conecté a su pequeño aparato portátil.
—¿Mejor? —la observé.
—Sí —asintió, acomodando la cánula nasal que estaba en ambas fosas nasales.
—¿Cómo has estado? —tomé sus compras.
Las metí en la parte de atrás de su auto.
—Muy bien, ¿cómo ha estado? —cerró la cajuela.
—Atareado con el trabajo. No dejan de llegar clientes a la firma —respondí.
La plática así se cortó porque sus padres llegaron.
Para no incomodarlos me fui.
Angelica llegó corriendo a darme mi maletín.
Le di las gracias.
Vi que se quitó su cánula y apagó su máquina.
Me dirigí al trabajo.
Terminó la jornada, regresé a casa para almorzar, bañarme y sentarme en la sala ver televisión.
Así se repetía la misma rutina a excepción de que no siempre me encontraba con Angelica.
Dicho suceso no se daba en el mismo lugar ni con la misma ropa y mucho menos a la misma hora.
El mes siguiente nos encontramos de nuevo.
Salía del trabajo, vestido con un traje gris en vez de ser negro (como el mes pasado).
Entré a la misma plaza para hacer las compras.
Tenía mucha hambre, así que antes de ir al supermercado almorcé comida tailandesa.
Tiré la basura en el bote.
Me volteé.
Angelica con sus diecinueve años, me observó.
Sentí que me sonrojaba.
—Hola —me saludó sonriendo.
—Hola, Angelica —devolví el saludo.
—¿Qué haces aquí? —me cuestionó.
—Haciendo las compras —miré su vestido floreado.
—¡Son las 4 de la tarde! —dijo—. Creo que deberías cocinar en las noches y llevar la comida al trabajo.
—No sería mala idea —pensé—. ¿Qué haces sola en la plaza?
Hizo una pausa.
Creí que tendría un ataque.
Me tocó la mano diciendo que estaba bien.
—Empiezo a dominar esto —soltó—. Vine a la plaza para comprar pinturas.
—Conozco el puesto indicado —quise ayudar.
—¿Qué tal si me llevas ahí y te acompaño al mercado? Mis padres y mi hermana salieron del pueblo para llevarla a una conferencia. Ella hizo un descubrimiento científico —agregó mirando todo menos a mí.
Comenzamos a tomar paso al negocio de mi amigo Ciro Jenkins.
Ella tomó mi maletín.
Metió mis dedos entre el manubrio de este.
—Eres muy olvidadizo con tus cosas.
—Solo cuando estoy contigo —dije en voz baja.
—¿Dijiste algo? —alzó sus cejas.
—Llegamos —canté—. Pasa... ¿Ocurre algo?
—No fui a la conferencia para quedarme contigo. No es coincidencia que nos encontráramos esta vez.
—Me quedo corto de palabras —pronuncié.
Se avecinó a besarme en los labios.
Le respondí el gesto.
La aparté de mí por nervios.
Compró lo que quería.
Fuimos al supermercado.
Me explicó que planeaba quedarse en casa durante lo que duraba el viaje de su familia.
Me preguntó si me podía quedar con ella.
Asentí con la cabeza cuando me lo pidió.
Estábamos en la sección de lácteos.
Le compré un yogur bebible de fresa y un rol de canela.
Pagué las compras.
Empezó a sufrir los síntomas del Pulmón Frío, una rara enfermedad respiratoria que hacía que los pulmones vaciaran por completo el oxígeno que contenía.
Para controlarse tenía que conectarse a un tanque de oxígeno combinado con dos medicamentos fuertes.
Actúe enseguida.
Le coloqué todo, pidiéndole que se calmara.
El cajero nos vio con preocupación, le ofreció agua a Angelica.
Ella la tomó.
Nos sentamos en las bancas junto a las bolsas plásticas llenas de productos.
Le pasé su yogur y su rol para que lo comiera.
—Te agradezco que me ayudes —se apenó—. Pocos son quienes lo hacen.
—Descuida, no me molesta —le acaricié su mejilla que estaba pálida tras el ataque que pasó.
Se le formaron ojeras prominentes.
No quería que las viera.
Le alcé la mirada.
Bajé mi mano.
Ella me la colocó de nuevo en su mejilla.
—Llueve —concluyó—. Podemos pedir un taxi.
Nos subimos al primer taxi que nos hizo caso.
Las compras sonaban en la cajuela en los instantes en los que la velocidad aumentaba.
El conductor miraba el cuerpo de Angelica.
Le di mi saco para que así el asqueroso dejara de verla. Amenacé al taxista.
Bajamos las compras en mi casa.
—Fue lo último en guardarse —dije depositando el último producto en su respectivo anaquel.
Se iba a quedar aquí toda la noche y gran parte de la mañana siguiente.
—¿Qué quieres hacer? —se me insinuó.
—Mira, no nos conocemos mucho —aclaré.
—Quiero que me abraces, nos metamos bajo cobijas en el sofá y veamos una película que yo quiera.
Hice lo que me propuso.
De cena pedimos pizza vegetariana porque fue al acuerdo al que llegamos.
Se hizo tarde.
Nos aliviamos de habernos bañado antes.
Solo nos teníamos que dormir en el sofá.
Apagué la televisión.
Cerré los ojos.
Supe que se acostó encima de mí porque lo sentí.
La abracé con un brazo.
Le di las buenas noches.
No me respondió, se había dormido.
Con cada momento en que nos encontrábamos, ella empeoraba.
Ese encuentro fue el último.
Dejamos de coincidir.
Solo esperaba que no muriera.
Encima de todo eso, sentía que desperdiciaba mi vida, pues no estaba con la mujer indicada.
Ojalá esta tortura amorosa se acabara porque me cansé de las mismas mentiras.
Las personas de mi edad raramente apostaban por relaciones informales.
Gente como yo, quería seriedad, fidelidad y compromiso...
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