28 de octubre de 2025
Si mis cuentas no me fallaban, hoy era el día que tanto había esperado.
Me desperté por una pesadilla en la cual el nacimiento de mis bebés no fue posible.
—Solo fue una pesadilla —miré mi panza, deseando que los pensamientos negativos se esfumaran.
Me hacía falta René.
Su ausencia estaba marcada hasta el cama porque las sábanas tenían impregnadas su perfume favorito.
Trastabillé al sentarme.
La cánula pasaba medicamento y oxígeno, pero la emoción la tenía yo.
Respiré lentamente porque no podía creer lo que pasaría cuando mis niños decidieran nacer.
—Pronto seré madre —entré en crisis.
«Después de varios años, tras muchas caídas, llantos sin consuelo, dolores y más», acerté.
Hice mi rutina matutina para visitar a René ya que le habían hecho la cirugía.
No se suponía que fuera sola, pero estaba tan emocionada por reencontrarme con él que no esperé a nadie.
Apenas ingresé al hospital me reconocieron.
Después, me llevaron a la habitación de mi esposo.
Lo vi allí, acostado, pálido, sobre pensando la vida, perdido, somnoliente y herido.
Me acerqué.
Acaricié su mejilla.
Le serví un vaso con agua y se lo di.
Él bebió el líquido con mi ayuda.
A él le temblaba la mano.
—Oh, señor Cárdenas —llamó la enfermera—. Parece que ya vio que tiene visitas.
Él la miró.
—No son visitas. Son las estrellas de la constelación de mi corazón que siempre han estado conmigo, aunque, no las viera todo el tiempo.
La enfermera se conmovió y sonrió.
Ella le dio la bandeja con comida y medicina.
A mí explicó cómo administrar sus medicamentos.
—Gracias a todos —dijo sin fuerza—. Son mis luciérnagas y se los agradezco de todo corazón, los amo.
Solo por su comentario noté que nuestros allegados estaban en el cuarto.
René comió poco a poco en lo que nuestros conocidos se iban, sabiendo que estaba en buenas manos.
—Me quedaré —confirmé—. ¿Quieres saber algo del embarazo?
Ladeó su cabeza.
—Va a ser cesárea —usé una voz profunda para que me tomara enserio.
—Estarás bien, cariño.
Intercambiamos miradas.
Recordé que debía revisar cosas de la universidad.
—Necesito irme.
Accedió.
No quería hablar al respecto del parto.
Mi pesadilla no salía de mi mente.
«La espera terminó, Angelica. No hay nada de qué preocuparse. René está siendo atendido, tú también... ¡Están en buenas manos!», me animé.
—Lo sé —respondí a mi pensamiento.
Subí al camión que pasó.
—¿Angelica?
La voz se me hizo conocida, al virar hacia donde estaba me percaté de que era Rita.
Ella se cambió de asiento para estar conmigo y juntas fuimos a la universidad.
Mi amiga se quedó conmigo durante mi corta estadía debido a que no era prudente que estuviera paseando por todos lados como si tuviera la condición.
—Estamos cerca de tu casa —Rita me cedió su botella con agua—. Dos minutos más.
Continuamos caminando hasta que llegamos a mi casa, entré, ella esperó a que revisara y me dejó al saber que no había riesgo.
Seguí un ritual estricto para no continuar poniéndome en riesgo que terminó conmigo metida en la cama porque así lo habían indicado mi doctor y la ginecóloga.
¡Rayos!
El tiempo estaba jugando en mi contra.
Me preocupaba mi amado esposo que estaba internado en el hospital por una enfermedad familiar de la que no podía escaparse.
Mientras esperaba paciente en la casa, estaba viendo mi papelería para mantener mi puesto en la universidad.
Estaba asustada porque por la boca de la desgracia me tocaron compañeros terribles.
Un olor a una tarta de arándanos que salía de la cocina me llamó la atención.
No fui por ella.
Antojos generados por el embarazo, emociones encontradas e idas al baño frecuentes.
No podía salir de la cama, a menos que fuera necesario y me consolaba con el recuerdo de mi estupenda boda con René Cárdenas.
Fue muy informal, asistieron nuestros amigos cercanos junto a su hermano, su madre y mis padres con Spring que estaba acompañada por su ya esposo.
—¿Hay alguien ahí? —pregunté, escapándome del cuarto principal.
Con el silencio vino la ausencia de un vigilante.
Me salí de la cama y fui hasta la cocina donde estaba preparada la tarta.
Tomé un tenedor.
Comí de ella.
—Deliciosa —dije con la boca llena de la tarta.
Tragué las porciones.
Me serví agua.
Escuché que alguien carraspeó.
Di la media vuelta con el plato y el tenedor en las manos... Era mi hermana mayor que apenas había llegado a la casa.
—Nunca debes dejar comida si hay una embarazada cerca, es dejar que haya homicidio —aclaré después de poner los trastes encima de la barra.
Spring estaba de brazos cruzados, mirándome fijamente y me sentí mal.
Me ruboricé.
¿Qué más iba a hacer?
Tenía muchísima hambre y la tarta estaba cerca.
—Era para René —soltó mientras se acercó para limpiarme la cara—. Creo que haré otro, me sobraron ingredientes... ¿Sabe bien, por lo menos?
—Sí.
Sonrió.
Me metí al baño.
Sentí un horrible dolor dentro de mí.
Sentí como si algo se desgarra, un cólico.
—¡Spring, ayúdame! ¡Siento que me parto!
Mi hermana vino hasta el baño.
Agarró mi mano.
—Respira —dijo—. Todo estará bien, solo son los bebés posicionándose para salir.
Contorsioné mi cara.
El dolor era terrible.
Supe que estaba quedando roja al verme al espejo.
—No puedo —lloré—, no resistiré.
Estaba asustada.
Spring me acarició la mejilla con su otra mano.
—Lo vas a lograr. Has roto expectativas.
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
La abracé.
—Tengo miedo, mucho miedo.
Ella me llevó a la sala.
Me recostó en el sofá.
Corrió las cortinas.
Me sacó cierta prenda.
Sabía lo que hacía.
Por aburrimiento había empezado a estudiar Enfermería y estaba viendo la asistencia en partos.
—Pues —confesó ella.
Su cabeza miraba mi cérvix.
—Aún no rompes la fuente, pero veo que no te hace falta tanto para eso. Debemos apresurarnos.
Me bajó el vestido.
Se le olvidó darme mi ropa interior.
Ella fue a descargar líquidos.
«Bueno, creo que solo falta...».
Me levanté.
—¡Te odio cuerpo! —mascullé.
Se me rompió la fuente.
Entré en pánico.
Había una sustancia color carmín y transparente.
Permanecí en silencio.
—¡Angelica! —exclamó ella con su regreso.
Llamó a una ambulancia.
Habló a los amigos y familiares cercanos.
Tuve otra contracción, esta vez más fuerte.
Grité.
—Ya viene la ambulancia...
Sentía que me desgarraba.
Mi cuerpo se estaba deformando.
Solo me quedaba respirar, pero eso también me estaba doliendo porque no respiraba bien.
Continué gritando incluso de camino al hospital.
No sé cómo le hizo Spring para que al llegar el Rusin-94 estuviera en el cuarto que me tocó.
Se lo agradecí.
Lo necesitaba de forma inmediata.
Oí a mi hermana hablar con los doctores y enfermeras que me asistirían.
Les decía las condiciones en las que me encontraba y aclaraba que no podían hacer cualquier cosa para sacar a mis bebés.
—Te darán una oportunidad para sacarlos.
Asentí, aunque por dentro me estaba muriendo de miedo.
Volví a contorsionar mi cara en presencia de la enfermera que me decía cuántos centímetros tenía.
Quería que René estuviera conmigo, mas no se podía ya que seguía en recuperación.
—Quiero a René —gemí.
Ella le dijo a otra enfermera para que fuera a ver si mi esposo podría estar conmigo.
—Calma —me tranquilizó—, falta poco.
Mi vista comenzó a nublarse.
Escuché que ella le decía a alguien que estaba perdiendo la consciencia, que me estaba apagando.
—¡Llamen al doctor Ortega, ahora!
—Vamos a anestesiarla —me dijeron.
Mis ojos se cerraron.
Otra chica dijo: —Preparen el quirófano.
—¿Dónde está? —escuché a René.
Oí que estaba en silla de ruedas.
Me vio y me tomó de la mano para que confiara en lo que tendría que suceder.
Lo amaba.
Adoraba que me apoyara.
—Todo estará bien —besó mi mano.
Desperté con el llanto de dos bebés.
Vi que René estaba cargando a un niño que necesitaba se amamantado.
En eso, la enfermera que me atendió desde el principio colocó a mis hijos sobre mi pecho.
Me acomodé adolorida sobre la cama y puse mis bebés sobre mí, los miré tomando de mi leche.
—¿No te duele? —pregunté a René.
—Son mis hijos.
Él estaba llorando.
Estaba muy feliz.
Un nuevo comienzo en mi vida.
No era solo como pareja o esposa del infalible René sino también como madre.
¡Madre de mis propios hijos!
Me dejaba tranquila saber que había logrado todos mis objetivos del presente.
Noté que se durmieron mis bebés, que ambos eran claritos de piel, que el varón tendría mi cabello y que su hermana el de René.
Los dos eran bellos.
La enfermera se llevó a mis hijos cuando terminaron de comer y se quedaron dormidos.
—¿Cómo te sientes?
—Feliz... Por favor, sal.
Él se retiró sin discutir.
Decidí ligarme para no tener más hijos.
No quería que él estuviera durante este procedimiento porque era mi momento.
Terminó la operación y regresé al cuarto.
Mi esposo me esperaba.
Entré, sonriendo.
Al cabo de un tiempo, estaba siendo consolada por mis hermosos hijos que se movían con delicadeza.
No podía esperar el momento de estar en casa con ellos y René.
Tuve lo deseado: un niño y una niña.
Mi adorado Homero estaba en un arrullo con su padre sentado en la silla de ruedas.
—Es como tú en versión masculina —rio René al admirar a su pequeño—. Tiene tus rasgos delicados y se ve que tendrá pecas como tú, con mis ojos verdosos.
Sonreí.
Me entró dolor y frío.
Esa torcedura de a gusto, era porque sabía que mi pareja tenía razón.
Mi hijo se asemejaba a mí.
—Ella los tendrá azules como yo —confesé—, con los rasgos distintivos de tu cara y belleza pelinegra.
—La pequeña Abigail Margarita —dictó—. Pronto estaremos en casa, Angelica.
Vi cómo el semblante de René había cambiado en el momento en que vio a sus hijos.
Estaba feliz.
Su vida tenía un propósito nuevo, una nueva razón de su felicidad.
Una vez fue feliz, dejó de serlo y ahora lo sería de nuevo hasta el día en que se fuera al cielo.
—¿Cuánto tiempo debemos estar aquí? —pregunté a la enfermera más cercana.
Amablemente respondió: —Dos días en su caso, señorita. Su esposo un par de meses, dependiendo del tiempo que tome para mejorar.
—Lo entiendo.
Ella vio que él estaba contento y abrazaba a su pequeño descendiente.
—Así como está, como en unas ya está. Solo debe estar en tratamiento como lo está su madre, así que no puede olvidar tomar su pastilla.
—Señor Cárdenas —llamó otra enfermera—, debe regresar a su habitación para su revisión.
René asintió y dio a Homero a mi enfermera.
Ella me lo entregó.
El niño estaba dormido al igual que su hermana.
Quise saber quién era mayor que el otro.
—Poder femenino —dijo René como si me hubiera leído el pensamiento.
La niña era la mayor.
Se acercó a mí y me besó los labios para luego retirarse, dejándome a solas con la enfermera y mis hijos.
Estaba tranquila, pero adolorida.
El frío era feo.
Escurría de mí felicidad y miedo, dos emociones que jamás creí se podían combinar para el bien, pero al ver a mis bebés solo pensaba en lo bonito de la crianza.
—Debemos llevárnoslos —dijo la enfermera—. Si tienen hambre se los traemos devuelta.
No reproché y le di a mis bebés.
Estaba confundida.
—Adiós —dije en voz baja.
Me mordí mi labio reseco para después lamerlo.
Me acomodé en la cama.
Cubrí mi piel con las frazadas que me habían dado.
Puse mi cabello a un lado y me dormí.
Lo intenté.
—Mi amor —me llamó alguien, mi madre.
Quería dormirme.
No respondí.
Coloqué mis manos sobre la última frazada.
Me concentré en dormir.
—Angelica —mi madre me llamó de nuevo.
Abrí los ojos molesta porque quería descansar.
—Quiero y necesito dormir.
—¿Pasa algo? —dijo mi enfermera, entrando a mi habitación. Ella estaba preocupada.
—Puede sacar a mi madre de aquí —miré a la enfermera—. Necesito descansar y no me deja.
Mi madre salió de la habitación molesta conmigo, pero, ¿por qué le desagradó?
Le dije que quería dormir.
Oí la puerta cerrarse.
Hice lo mismo con mis ojos.
—No eres mala persona —me dije a mí misma.
Me dormí lo más que pude.
Me moví hacia todos los lados que estuve a punto de caerme en uno de esos bruscos movimientos.
Escuché crujir la puerta de madera.
Reacomodaron algunas cosas.
Me volví a enfadar e iba a soltar una grosería hasta que al abrir los ojos vi a mi amado esposo junto a mí.
René no quería estar solo.
—Ya puedes dormir —dijo, conectado a la ruidosa máquina del ritmo cardíaco.
Buscó mi mano con la suya y las entrelazó.
Sus callosos dedos acariciaban mi mano.
Un calor corpóreo me infectaba el alma.
Me agradaba la sensación porque me estaba dando la paz que pensé que había perdido.
—Te amo, René. Pronto, estaremos en casa con nuestros hijos. Pronto, pasaremos a otra etapa.
«Pronto».
Mi inocencia me dominaba en esos momentos.
Lo que era pronto para mí eran dos semanas para las enfermeras y esto lo descubrí mientras dormí junto a René, quien estaba a escasos metros de mí.
Pronto.
—Pronto tendrás el mejor sistema respiratorio — me decía mi pediatra, pero era mentira.
Me parecía irreal que las personas usaran esa palabra porque daban falsas esperanzas a los demás.
Debían ser realistas, aunque doliera.
Como yo existían más personas, gente que deseaban una dolorosa verdad que una endulzante mentira.
La verdad aturdía mis sentidos y huesos.
Me aliviaba saber que René y yo tendríamos la vida deseada desde el comienzo de nuestra relación.
Estaba feliz porque mi vida continuaría con "normalidad". Aun así, todavía tenía miedo de morir durante la crianza de mis pequeños retoños.
Tenía miedo de lo que se quedaría, de estar consciente de que convertirme polvo estelar haría que muchas personas estuvieran tristes.
Dolía saber que mi vida se podría acabar, sin embargo, tomando en cuenta lo que me había dicho René, debía parar con ese pensamiento.
Vivir mi presente como si fuera el último respiro era lo correcto, porque eso que me trajo hasta aquí. Mis decisiones me recompensaron después de mis desgracias.
Fui una de las elegidas para enfrentar dramas que parecían no tener final y por eso me debía sentir agradecida ya que así fue que logré mis cometidos.
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