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17 de enero de 2025

Despertar, mirar a quien estaba a mi lado y, levantarme pesaban más que otros días.

Lo que pasó ayer me dejó herido.

Estaba resignado por el futuro lleno de vivencias en el cual estaba acompañado de Angelica.

Hice lo prudente en mi casa sin despertar a la pelirroja y me largué a la firma.

No tenía ánimos para nada.

Trabajar me lastimaba, pero me hacía olvidar que mi pareja podría morir próximamente.

Por lo tanto, fue lo único en lo que me concentré.

Cuando pasaron tres horas dentro de mi oficina, recibí varias llamadas de la joven.

No atendí ninguna porque sabía qué intentaba hacer.

Angelica trataba de que saliera con ella a una cita o a cualquier otro lado.

Ella estaba esforzándose para conseguir su cometido, sin embargo debía rendirse.

Quise quedarme en la oficina para revisar cómo iban los planes para la convención.

Al encontrarme atareado salí para fumar.

Saqué el cigarro del paquete.

Lo puse entre mis labios.

Guardé la cajetilla para sacar el encendedor.

Quería pensar en el dolor.

Iba a acercar la llama del fuego al cigarro cuando mi amiga apareció.

Ella se paró frente a mí.

Me arrebató el cigarro y lo devolvió a la cajetilla que recientemente me había quitado.

Después, me apartó del encendedor.

Apagó el fuego.

Escondió mi adicción en su bolso.

Le rogué que me los regresara, que los necesitaba porque eran indispensables en mi vida.

Ignoró mi deseo.

Vi como su vestido color crema se alzaba ligeramente con el viento.

—Debes parar, René —me pidió—. ¿Qué pasa? Te he estado llamando y no respondes.

—Devuélveme lo que me quitaste, por favor. Estoy bien, querida —repuse mirándola.

—No —se negó—. Vayamos a la playa o simplemente salgamos del pueblo. Necesitas apartarte del trabajo.

Me quedé en silencio.

—Tu empresa está en buenas manos —agregó.

—¿En serio?, ¿con quién?

—François Guilla puede hacerse cargo —sugirió.

—No lo sé —aseguré—. No es que no confíe en él, es que no quiero abandonar R de C para vacacionar.

—Confía en mí y en tus empleados —me tomó de la mano—. Hice reservación en un hotel... Por eso te estaba marcando.

¿Debía alejarme del trabajo?

Mi quiebre era con su salud.

Si le confesaba mi verdad, ¿cómo se pondría?

Ocultar mi preocupación era idóneo.

Acepté.

Estaba preocupado por irme con ella.

No sabía cómo planeaba hacer que me olvidara del hecho de que ella podría morir en cualquier momento.

Dejé de pensar en su muerte.

Angelica permanecía mirándome.

El silencio estaba corrompiéndonos.

Tuve el presentimiento de que se me escaparía mi verdadera preocupación.

Por fortuna, aguanté.

Unos minutos pasaron para que ella y yo regresásemos adentro para recoger nuestras cosas, avisar e irnos a casa para empacar.

Al concluir esas actividades sentí alivio.

¿Por qué se sentía tan bien?

¿Por qué subir al camión para ir a casa era más relajante que estar en la oficina?

No tenía respuestas.

Pensé en que era para bien, durante el trayecto.

Llegamos a casa.

Hicimos las maletas.

Me sentía muy extraño.

Justo antes de salir de mi hogar miré a mi alrededor con mucha nostalgia.

Angelica vio qué hacía.

Me preguntó si me encontraba bien y dije que sí.

Ella sonrió antes de tomar mi mano.

Salimos.

Cerramos la puerta con llave.

Esperamos.

El camión que llevaba a la central de autobuses que viajaba a la playa llegó.

El camino a la central fue corto.

Miré a mi alrededor y subí al otro camión.

Al abordar analicé todo.

Me senté junto a la ventana del fondo.

Allí nadie podía vernos.

Valentina se sentó a mi lado tras colocar las maletas en la parte de arriba.

El conductor dijo que sería un viaje de más de seis horas, así que haríamos paradas para almorzar y cenar.

Me adentré en mis pensamientos.

Angelica me pasó la mano por la cara.

La aparté de encima.

Me recosté.

Apoyó su cabeza en mi hombro.

Hice contacto con el tubo de la cánula.

Una pequeña mano buscó la mía para aferrarse a mí.

Le concedí el deseo porque quería sentir el contacto de nuestras manos.



Algo estaba por suceder.

Angelica sacó una conclusión: —¿Estás triste por lo que dijo el doctor Ortega con respecto a mi salud?

Me descubrió.

—No quiero perderte —murmuré.

—No me perderás. Viviré en tu corazón.

Esa frase me quemó por dentro.

De nuevo, me vino un mal presagio.

—Estamos al final, nadie puede vernos —aporté después de alejarme de mis pensamientos.

—¿Qué estás insinuando? —me preguntó.

Le alcé la cabeza.

La atraje a mí.

Besé sus labios.

Esperaba que el momento fuera eterno.

Me besó con la misma intensidad.

Rodeé su cintura y ella mi cuello.

No nos fijamos en el camino ni en del tiempo.

Iba a toser.

Necesitaba apartarse y se lo permití.

Tosió.

Se escuchaban flemas pegadas a sus pulmones.

Le di agua para que se tranquilizara.

El resto de los pasajeros nos miraron.

Se abrazó el pecho porque comenzaba a dolerle.

Me paré.

Estaba enojado de que los demás la mirasen.

—¿Qué están viendo? —pregunté—. Ella no es tóxica... ¿Qué necesitas?

—Mi pastilla, está en la bolsa rosada —tosió.

Me preparé para buscar la caja con su medicina.

Me salí del asiento.

Bajé la mochila que Angelica dijo.

Saqué lo que creí la caja de pastillas.

Apenas vi que era lencería lo guardé.

Seguí buscando la medicina.

Encontré lo que buscaba, cerré la bolsa y la devolví a su asiento provisional.

Le di la píldora a Angelica y se la tragó con agua.

Me tomó la mano hasta que regresó a la normalidad.

Me senté al sentirme más tranquilo.

Debía acostumbrarme a sus ataques.

Apoyé mi cabeza en el vidrio de la ventana.

La chica que me acompañaba se puso sus audífonos tras elegir la lista de música para escuchar durante el viaje hasta la primera parada.

Se acomodó en el asiento.

Cerró los ojos para disfrutar de los sonidos.

Por un instante deseé que no estuviera enferma.

Solo pensarlo demostraba (para mí) egoísmo.

Tras dejar de pensar vi dónde estábamos.

—Llegamos al restaurante —dije a Angelica—. Bajemos. Hay que comer.

—Está bien —asintió, quitándose los audífonos.

Bajamos del autobús.

Ella me tomaba de la mano mientras tarareábamos una vieja balada.

—Pasen, pasen —dijo el recepcionista.

—Me alegra que estés conmigo —susurró ella.

—Adoro pasar tiempo contigo —respondí feliz—. ¿Dónde quieres sentarte? Porque a mí me da igual.

—Siéntense con nosotros —nos alzó la mano una mujer de treinta años.

Le arrimé la silla a Angelica para que se sentara.

Tomé mi asiento a su lado.

—¿Cómo se llaman y qué relación tienen? —nos encuestó el joven que estaba con la señora.

—Soy Angelica —se presentó mi pareja—, y él es mi pareja, René —me señaló.

—¿Ustedes cómo se llaman? —les pregunté.

—Me llamo Bruce —dijo el muchacho—, tengo veintidós años. Ella es Lima, mi esposa; tiene treinta y tres primaveras.

—Tengo cuarenta y ocho —mencioné—. Mi novia evoca en los veintidós.

La conversación se cortó.

Como era bufet nos paramos por comida.

Al sentarme con mi plato, vi a esa niña preciosa lanzarme señales para compartir nuestros almuerzos.

Se le antojó un poco de lo que agarré.

Con los cubiertos tomé los alimentos que deseaba probar de su platillo.

Ella me imitó.

—¿Cuánto tiempo llevan casados? —quiso saber Lima dejando su plato vacío.

—No estamos casados —dije casi atragantándome.

—Una disculpa —dijo Lima—. Tienen la química de un matrimonio.

—Muchas gracias —sonrió Angelica—. Es una situación complicada... René es recién divorciado.

—Sí —dije sin pensar—, permítanme un segundo. No debo tardar mucho, es acerca de asuntos que solo se pueden resolver en el sanitario.

Me levanté de la mesa para ir al baño.

Angelica, Bruce y Lima me esperaron para abordar el autobús.

Éramos los últimos pasajeros.

Al abordar de nuevo, noté que todos cambiaron de lugar sus maletas y asientos.

Decidí que podíamos estar en la misma fila que nuestros nuevos amigos.

Nos acomodamos en los nuevos asientos.

—¿Quieren jugar algo? —propuso Bruce.

—¿A qué? —me interesé—, que sea algo a tu estilo.

—Bueno, ¿alguna vez jugaron a Simón dice?

—Lo jugué un par de veces —admití—. Creo que todos lo hemos hecho.

—Sí —aplaudió Angelica—, juguemos.



Estábamos a punto de iniciar el juego cuando...

—Cántaros —maldijo el conductor—. Ahmm... estimados pasajeros, he tenido un inconveniente. Tendré que bajar a cambiar la llanta trasera. Por favor, esperen que retomaremos el viaje en poco tiempo...

El conductor se bajó a cambiar la llanta.

Los pasajeros pensaban que la compañía Autobuses Transcendentales era una basura.

El señor solo hacía su trabajo.

Él no sabía que alguien tiró un clavo en la carretera.

El conductor regresó sucio.

Se limpió, cerró la puerta y siguió su camino hasta la siguiente parada.

—Me pesa saber que creen que su trabajo es muy sencillo —dijo Angelica—. Debes ser valiente. Muchos caen en la adicción del cigarro, drogas o incluso del alcohol. Él parece ser muy sano.

—A excepción que bebe mucha agua y le gustan las golosinas —agregó Lima—. Mas no lo hace siempre me refiero a los dulces, el agua es vital.

—Entendimos —la tranquilicé—. No te preocupes.

—Miren por las ventanas —sugirió el conductor.

Acechamos el paisaje a través de los cristales.

Las pocas veces que me fijé en el desierto entre Umiza y el pueblo de Posty eran para irme directo a la luna de miel con ahora mi exesposa.

Angelica parecía concentrada en la iluminación del difuminado cielo completamente azul.

—Son las 4:45 de la tarde, hora del karaoke —insinuó el conductor—. Enciendan sus micrófonos y las pantallas. Escojan la melodía a interpretar y ¡canten!

Angelica se apresuró a encender la televisión y los micrófonos.

Me negué dos veces.

—Por favor, René. Quiero que me acompañes.

—Está bien —tomé el micrófono—, cantemos "La balada al olvidado amor".

—De acuerdo —aceptó—. Inicia.

Puso la canción.

—Me miraste esta tarde —comencé—. Te vi atrapada en sus colinas fieras.

—No pude evitar saludarte —siguió—. Mis latidos se fusionaron con el agua que bebías.

Continuamos los tres minutos y cincuenta-ocho segundos de la canción.

Abrí la botella de agua que tenía conmigo.

Bebí un sorbo.

La lluvia empezó con fuerza y pensé que era granizo.

Observé las gotas de agua resbalarse por el cristal que se ponía más frío.

La hora del karaoke se esfumó.

El conductor tarareaba para todos "La balada al olvidado amor".

Le seguíamos al compás de nuestros aplausos.

Me puse a leer la revista Aboga2 para ver qué decían los clientes acerca de cada uno de los bufets de abogados que existían en el pueblo.

R de C recibió buenas críticas.

Se esperaba que ganara la competencia de la firma de abogados más solicitada en Umiza.

—¡Sí! Mira, Angelica —la hablé—. La firma está en tendencias.

—Felicidades —se alegró falsamente.

Hice a un lado la revista.

Me volteé hacia ella.

—¿Pasa algo? —le tomé de la mano.

—Estoy bien —respondió—. Si ganas fama estarás más concentrado en la reputación de R de C.

—Habrá días en que me tomaré un descanso. Tengo un itinerario en caso de que eso pase —sonreí.

»Tres días serán para nuestros viajes.

»Vendrás conmigo si tengo que viajar por trabajo.

»Mañana y tardes trabajo, la noche será nuestra...

»El punto es quiero estar tanto en la empresa como contigo.

Me recosté en mi asiento, poniendo mis brazos detrás de mi nuca.

La vi sonreír y abrazarme.

Bajé mis brazos hasta su cintura de muñeca.

—Te amo, René —dijo, durmiéndose—. Avísame si llegamos al siguiente restaurante para la cena.

—De acuerdo, mi Dulcinea —susurré—. Duerme.

El conductor dijo que por la lluvia iríamos a una tienda.

—Lo siento mucho, pasajeros —se disculpó—. Es por protección de salud por los enfermos con Pulmón Frío. Sus acompañantes bajarán para comprar comida para ambos. Ya saben cómo es el protocolo.

Aquella pareja que habíamos conocido estaba alterada porque al parecer ambos tenían la misma enfermedad que Angelica.

—¿Y en nuestro caso quién irá? —se preguntaron Bruce y Lima—, ambos estamos igual.

—Iré yo —me ofrecí—, solo díganme qué quieren que les compre y denme su dinero.

—Gracias, René —me agradecieron.

El conductor se detuvo al llegar a la tienda.

Los que íbamos a comprar nos bajamos del autobús.

Busqué lo que me pidieron.

Entré con mi cartera.

Salí con ella junto y dos bolsas biodegradables.

Subí al autobús, le di la que le correspondía a Bruce y Lima al igual que su cambio.

Senté mi trasero en mi asiento.

Desperté a Angelica.

—Despierta, amor —dije, sacudiéndola.

—¿Llegamos al restaurante? —preguntó despertándose y estirándose como gato.

—No. La lluvia no lo permitió. Paramos a comprar en una tienda —dije buscando lo que compré para ella—. Ten. Traje estas mantecadas y yogur.

—Gracias —lo tomó—, será mi postre. ¿Qué conseguiste para la cena?

—Un burrito para mí y para ti, compré dos cosas porque no sabía cuál escogerías.

—A ver —acechó la bolsa—. Una hamburguesa o un sándwich de queso. Dame esta.

Mañana desayunaría el sándwich.

Cenamos.

El tiempo corrió.

La lluvia paró con el descenso.

Hicimos el registro de entrada.

Nos llevaron a nuestra habitación en el piso cuatro.

Tomamos las tarjetas, cerramos la puerta con seguro y nos lanzamos a la cama matrimonial.

El cuarto tenía una ventana gigante que se cubrió con las cortinas cafés y blancas.

Desempacamos, llenando el armario con ropa.

Terminé, me bañé y cepillé mis dientes.

Estaba con la pijama puesta cuando me acosté debajo de las costosas sábanas.

Angelica apareció con una bata rosada de lino.

Se metió en la cama para estar a mi lado.

El tanque se quedó a su lado todo el tiempo.

Antes de dormirnos ella me reveló que fue gracias a sus padres que pagó el viaje.

Ellos pensaban que su pareja fuese de su edad.

Me dormí después de reírme.

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