16 de enero de 2025
Me desperté con mareo, tal y como si no hubiera comido suficientes frutas ayer.
Tenía un exceso de azúcar en mi cuerpo.
¡Mi alimentación cambió!
Angelica se convirtió en la encargada de mejorar mi vida, tanto emocional como física.
La joven pelirroja apareció, apoyada en una pared.
Ella estaba con poca ropa, así como conectada a su maravilloso tanque.
Le pedí que se vistiera.
Me reclamó que no tenía ropa para ponerse.
Le presté una bata para que fuera a su casa por ropa.
Ella aceptó.
Tardó veinte minutos en regresar.
Ahora estaba vestida con su uniforme escolar.
Calenté el desayuno para los dos que previamente ella cocinó el día anterior.
Me hizo una agenda y horario estricto por seguir.
Al parecer, después del trabajo debía hacer una hora y media de ejercicio.
La rutina la escogería ella y me la diría por mensaje de texto.
¿Qué estaba pasando?
¿Cómo era posible que una chica me esté reformando por completo?
¡Ay de mí!
Te amo, Angelica.
Mi forma de vida debía mejorar y tú lo sabías.
—Más tarde, te daré la rutina —me besó en la mejilla—. Nos vemos en el trabajo... El almuerzo está dentro tu maletín.
—Gracias —no tuve el valor de decirle «cariño» o algo por ese estilo—. Espera.
Fui por una pulsera para ella se la puse.
—¿A qué va este hermoso obsequio? —preguntó.
La besé en los labios.
Confesé que era un «te amo».
La vi subirse al camión con su tanque.
Su mochila parecía pesada.
Cerré la puerta.
Lavé los trastes.
Al pasar por el comedor, noté que olvidó su teléfono.
Tomé mi maletín.
Guardé su celular en un bolsillo de mi pantalón.
Cerré la casa.
Acomodé las llaves entre mi saco.
Corrí hasta la universidad en la que estudiaba.
Durante el camino escuché el movimiento de las llaves de mi casa.
No sé cuánto tardé.
Llegué agitado.
Tomé aire.
La busqué entre tanto joven adulto.
—¡Angelica! —la llamé.
Me espanté porque ella estaba detrás de mí.
—Hola, ¿qué pasa? —me preguntó.
—Dejaste tu teléfono —le di su comunicador.
—Muchas gracias, René —dijo.
Sentí que las miradas de los alumnos se aglomeraban a nuestros alrededores.
Me despedí rápido.
—René —me nombró—, espera.
—¿Qué sucede?, ¿te sientes mal? —alcé los brazos cuando me abrazó.
Besó mis labios.
—¿Qué fue eso? —pregunté—. Hay gente...
—Da igual... Adiós —se despidió.
Visualicé que era una de las chicas más altas.
Con su altura de 1.60 m lograba verla.
Yo era veinte centímetros más alto que ella.
Mis iris que conservaban un destello del color verdoso, se alegraban de verla entrar a su edificio.
Caminé hasta la parada de autobús más cercana.
Esperé a que pasara un camión.
Subí al camión.
Me dirigía a mi trabajo cuando pensé en que no debía avergonzarme por su muestra de cariño.
Tal vez lo que me faltaba era no sentir pena por ello.
Dejé de pensar.
Llegué a donde trabajaba.
Bajé del transporte público.
Salubridad llegó.
Los evaluadores querían rectificar que tenía los papeles actualizados.
Los invité a pasar a recepción, llamé a mi secretaria y ella fue por lo que buscaba.
Al regresar, entregué los documentos a las personas que los querían.
Inmediatamente, ellos caminaron por todo el lugar.
Los vi hacer unos apuntes.
Tras su discusión, dijeron que pasé la prueba...
Mejor dicho, R de C cumplió con las medidas.
Ellos se retiraron.
Gabriel se presentó.
Me preguntó acerca de la oficina que compartiría con Angelica.
—Bonito brillo labial —dijo.
Le pedí que me siguiera.
Me quité el labial de Angelica.
—A Angelica Valentina la noté muy arrogante y testaruda cuando dijiste que tuve el empleo.
¿Qué estaba diciendo entre líneas?
—Será tu compañera de trabajo —respondí.
—¿Dónde está? —preguntó—. Quiero verla.
—Está en la universidad —contesté llevándolo a la oficina que le correspondía.
Hubo un momento de silencio.
—Aquí trabajarán —comenté—. Su horario es distinto al tuyo.
—Por su... —quiso saber—, entiendo esa parte. Mi otro hermano, tiene lo mismo que ella.
—¿Qué tiene tu hermano? ¿Pulmón Frío?
—¿Cómo conoce la enfermedad?
—La señorita Angelica Valentina me lo dijo... La conozco porque muchas veces coincidimos en el mismo lugar y horario, solo que en diferentes días.
—Y, ahora son pareja —concluyó.
—No —dije—, es mi amiga... Estoy divorciado y soltero. Ella me está ayudando a lidiar con eso.
—¿Seguro que no la ama?
—Tu hermano te pidió preguntarme sobre ella —analicé—. No hay otro hermano. ¡Sal, Ramón!
—Con este audio demostraré, a los de más empleados, tu favoritismo —sonrió Ramón.
—No lo harás —dijo Angelica apareciendo.
Borró las pruebas de Ramón.
—Hija de la... —la confrontó—. Solo tienes el empleo porque te acuestas con el jefe.
—Cállate —le dio una cachetada—. Deberías estar avergonzado. ¿Sabes que es ser yo?, una joven con Pulmón Frío, cuyos padres y amigos saben dónde la sepultarán y esperan mi muerte, ¿no verdad?
Silencio incómodo.
—Gané el empleo por mi creatividad... Si me acuesto o no con él no es de tu incumbencia. Recientemente se divorció, tras entregarse a una mujer.
—En cambió tú, crees que las mujeres solo somos piel... Creo que René sabe qué hacer contigo. Empleados que se la pasan acosando y hostigando a cualquiera son los que van ¡al Infierno!
Hizo otra pausa.
—Ni te rías, Gabriel. También fuiste parte de esto... En cuanto a ti —me vio—, solo me queda decir que olvidaste tu maletín, otra vez.
—Gracias por traérmelo —dije al tomar mi maletín—. Gabriel y Ramón Rodríguez están despedidos.
Ramón se molestó.
Los demás vieron y oyeron la disputa.
Gabriel dijo que recuperaría su puesto como fuese.
—Vete —le dije, señalándole la salida.
¿Por qué ese tipo de personas existía?
—Puedes irte —agregué—. Por cierto, no es necesario que me entregues avances el fin de semana. La convención se pospuso para el siguiente mes.
—Descuida, haré mi trabajo en cuanto pueda. No iré a la fiesta, me siento mal. No volveré a la universidad ahora. Evacuaron a todos porque se rompió una manguera de los baños y, la luz se fue.
Me dirigí a mi oficina.
Todos siguieron mi camino.
Entré a mi oficina con Angelica.
Ella iba a cerrar la puerta.
—He perdido a un empleado experimentado. Acabo de despedir a mi contador —solté, sentándome en mi sillón de cuero—. Pueden seguir trabajando.
Los empleados se fueron a hacer sus deberes.
Angelica cerró la puerta de la oficina.
—Creo ya viste tu oficina —supuse.
Ella asintió.
—Lamento haber gritado —se disculpó.
—Alguien debía confrontarlo... ¿Conoces a alguien que pueda tomar su puesto?
—Sí —dijo ella sacando su teléfono—. Spring se graduó en Química Farmacobiología, pero tiene experiencia en Contaduría. Igual busca un trabajo fijo.
Ella la llamó.
Esperamos.
Esperamos.
La secretaria entró junto a Spring Valentina.
Angelica salió.
Mi otra empleada cerró la puerta por fuera.
Entrevisté a la joven.
Me convenció bastante.
Su currículum estaba lleno de nombres de compañías muy famosas e influyentes. Entre ellas, la Soledad del Mono, empresa de mi hermano menor.
—Te enseñaré tu oficina —dije.
Salimos de la oficina.
Angelica nos acompañó.
Spring pidió trabajar en el mismo cubículo que su hermana menor para estar al pendiente de ella.
—¿Los empleados tienen seguro social? —preguntó Spring por su hermana.
—Así es, señorita Valentina. En el caso de Angelica y de usted por ser nuevas, se meterán los trámites este fin de semana. Solo necesito una última información.
—¿Qué cosa? —preguntaron las hermanas.
—El número telefónico del hospital al que están afiliadas por su familia. Es por cualquier emergencia, más importante en el caso de Angelica —me dirigí a Spring.
Ella me dio el número del hospital.
Dejé a las chicas en la oficina.
Me preguntaron por la hora de salida.
—La hora del almuerzo es a las 2 de la tarde—. Hay un restaurante cerca al que pueden ir.
—Iré —acertó Spring—, ¿vendrás, Angelica?
—No, jugaré ping pong.
—De acuerdo, iré sola —dijo Spring.
La secretaria me avisó que hoy solicitaría los seguros de las hermanas Valentina.
Agradecí.
Se fue.
Unos minutos más tarde me llamó.
—No puedo creer que esté cerrada la oficina si hay personal adentro... No siquiera tienen revisión —dijo.
—Regresa, de inmediato —le pedí.
Colgué.
Aguardé.
Volvió.
Me dio las carpetas de Spring y de Angelica para que las guardara en el archivero.
Fui a mi oficina.
Antes de meterlas las marqué con un papelito que decía el nombre de la empleada a la cual pertenecía.
Cerré el cajón.
Me senté en mi sillón.
Saqué mi almuerzo.
Angelica tocó la puerta.
Le permití el paso.
Cerró la puerta.
Me otorgó un esquema de las ideas que tenía para la campaña (eran muy buenas).
—Acérquese —pedí—. Traiga la silla y siéntese para examinar su trabajo conmigo.
—¿Es necesario que hables así? —me cuestionó.
—Estamos en el trabajo —aclaré—. En casa te diré bellezas... Me gustan tus ideas...
—¿Pero? ¿Qué está mal? Me esforcé haciéndolo.
—No hay nada malo —contesté—. ¿Cuántas personas contemplaste que pueda soportar el stand?
—Unas cuarenta —suspiró.
—Te estás poniendo más pálida de lo normal, ¿no debe ser más fuerte la dosis?
—No —respondió, apagándose—, solo...
Todo se esfumó para ella.
Supe que Spring no se había ido al restaurante.
Entró.
Modulé la dosis.
Me ayudó a meterla en su coche.
La llevaríamos al hospital.
Le pedí a mi secretaria que avisara a los empleados que se podían retirar temprano sin firmar sus pases.
Le encargué que trajera los documentos de Angelica y hablara con el director del hospital para que permitieran que la chica esté en atención urgente.
Spring condujo lo más rápido que pudo.
Ella se saltó muchos altos y luces rojas.
La policía nos siguió hasta nuestro paradero.
Les dije que transportábamos a una chica —señalé a Angelica—, al hospital porque necesitaba atención inmediata de un médico.
Así mismo, les conté lo que pasó con los papeles del seguro social de las hermanas.
—Haremos lo que podamos para que los acepten, señor Cárdenas —dijo el oficial.
El doctor de Angelica llegó corriendo para saber lo que ocurrió en el trabajo.
Le dije todo, hasta mi intento por ayudarla.
Lo que hice fue temporal.
El médico me agradeció.
—Mi hermanita. Gracias por estar al pendiente de ella parece que se conocen de años —dijo Spring
Se llevaron a Angelica en una camilla.
—Nos conocemos de años —sonreí.
—¿Eres el señor con el que siempre se topaba en muy distintos lugares, fechas y horarios?
—Soy ese mismo —reconocí—. Siempre tenía un ataque en cada uno de nuestros encuentros.
—Has dominado el arte de la enfermería —se burló.
—Señor Cárdenas, señorita Spring —nos llamó el doctor Julio Ortega.
—¿Cuál es el diagnóstico? —preguntó Spring, tomándome de la mano.
—La enfermedad evolucionó —comentó—. Agradezco que subiera la dosis, señor Cárdenas. Eso la mantuvo viva. Esa modulación se la receté hace tres años... ¿Cómo sabía que era la indicada?
—La conozco de años. Me la he topado en múltiples lugares —iba a revelar mi amor por ella—. Conforme pasó el tiempo me di cuenta de que la amaba y que debía memorizar cada dosis que le recetaban.
—No lo juzgo, señor Cárdenas. Mi esposa y yo nos llevamos treinta y cinco años... Estoy feliz porque Angelica es afortunada por haberlo conocido.
El doctor se fue.
Él dijo que, podíamos visitar a Angelica si lo deseábamos.
Spring se fue a casa.
Su prometido la necesitaba para decidir la fecha de su boda.
—Ojalá te casaras con ella —me dijo.
Toqué la puerta de la habitación 62.
—Pase —susurró Angelica.
Entré silencioso.
—Hola —la saludé cerrando la puerta.
—¿Dónde está Spring? —preguntó por su hermana.
—Tuvo que irse para agendar la fecha de su boda.
—¿Puedes sentarte a mi lado?
Me senté en el borde de la cama.
Admiré que estaba conectada a una máquina que no conocía.
Respiraba lento.
Sus latidos eran muy bajos.
—Angelica —la llamé—. Hay algo que quiero que hablemos ahora.
—¿Qué sucede, René? —dirigió su mirada a mí.
—Tengo miedo a perderme si te vas.
—Eres muy maduro como para dejar que eso pase.
—"Por qué la vida es así" —recité—, "un día sentado en el campo estaba con el amor de mi vida...unos años pasaron, y el amor se fue. ¡Me dejó comiendo delicias porque el Sol se apiadó de mis desdichas!"
—René, mírame —pidió y la miré—. "La vida me envidia porque si de amor se habla... ¡Me enfermó! Me condenó a la soledad absoluta... Me dejó con su concepto vació del amor."
No pude responderle.
Presté más atención a lo que su electrocardiograma podía demostrar.
Me tomó de la mano.
Ella estaba fría.
Le tomé la temperatura con mis labios.
Salí de la habitación.
Busqué a una enfermera para decirle.
Esa mujer llamó al doctor Ortega.
Lo acompañé.
El paciente decía que estaba bien.
Esa no era la realidad.
Julio Ortega dijo que la dejara descansar.
Salimos.
Me detuvo para decir algo que Angelica no debía oír.
—Empeoró, no la misma enfermedad... Una de las medicinas estanca a su amigo y la mata lentamente.
—Un arma de doble filo —supuse—. ¿No hay un sustituto menos dañino?
—Los médicos que la tratamos hemos estado buscando uno y aún no lo encontramos.
—¿Qué puedo hacer por ella? —pregunté triste.
—No puede trabajar, la tendrá que mantener. Le urge un seguro de vida a Angelica —soltó—. Mientras tanto, solo queda esperar lo inevitable, señor Cárdenas.
Vi a Angelica en un estado crítico.
No quise dejarla.
Fui directo a casa.
Entré con prisa, cerré la puerta y puse las cortinas.
—¡Maldita sea! —grité golpeando la pared—, ¿por qué? ¡¿Por qué?! Angelica, mereces vivir más que yo.
Me tiré al suelo.
Lo llené de lágrimas de dolor.
Quise beber como desdichado.
Tocaron la puerta.
No quise saber quién era.
No estaba en posición de querer recibir a alguien.
Mi cabeza se desbordaba.
—René, ¿estás ahí adentro? —escuché a Angelica.
Me puse de pie tras limpiarme la cara.
Abrí la puerta.
La abracé, estrujando su cabello.
Mi corazón se tranquilizó.
Le di acceso a mi casa.
Cerré con llave.
Divagué por un instante.
Creí que ella no estaba realmente conmigo.
No era mentira, era ella.
—¡Los médicos dijeron que hay un sustituto para el Jovincolio! —me dio las buenas noticias.
—Hay que celebrar mañana —dije—. Iré a dormir.
—¿No estás feliz por mí? —se me acercó.
—Quiero descansar —aparté su mano.
Me fui a dormir.
Ella intentaba animarme.
Se rindió cuando se cansó de estar de pie.
Durmió a mi lado.
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