01 de febrero de 2025
Desperté.
Logré calmarme.
«No me atormentará de nuevo», me aseguré.
Los recuerdos de mi exesposa no regresaron.
«Ella se ha ido para siempre», agregué.
Estaba feliz porque no me perturbaba.
«Mírala, ¿no es muy hermosa?», me pregunté.
Angelica estaba durmiendo todavía.
Me levanté más temprano sin una razón.
De un momento a otro ya no tenía sueño.
«El presente es nuestro», declaré.
Me paseé por la casa.
Cuando me metí a la cocina, escuché un sonido.
Alguien salió del cuarto.
«A pesar de estar desarreglada, su belleza ilumina los pasillos de esta construcción ordinaria», murmuré al ver la sombra de Angelica.
Mi pareja apareció tras una visita al baño.
Ella no se sentía muy bien.
Ella no sabía cómo explicarlo.
Pensamos que era debido a su enfermedad.
No le tomamos mucha importancia.
«El estrés es un arma punzante», dije, «déjalo».
Un pensamiento me hizo sospechar de...
Ignoré la idea, era imposible.
Pero...
Hilé algunos cabos: el tiempo del viaje, que no habíamos tenido más intimidad después de eso y que podía ser su periodo.
Me preparé para preguntarle.
—Angelica —la llamé.
Ella me miró.
—¿En cuánto tiempo tendrás tu periodo? —pregunté para descartar ideas.
Valentina me respondió: —En un par de días.
—Entonces, es eso por lo que te sientes mal.
—Muy probablemente.
Nos quedamos en silencio.
Ella se dirigió a la cocina para preparar el desayuno.
«Debes admitir que deseas que esté embarazada», me dijo mi consciencia.
«No... Prefiero que no lo esté. Ya pasó mi momento», le contesté a mi cabeza.
«Claro que no. Además, sabes que tengo razón», repuso una parte de mí.
No quise seguir discutiendo conmigo mismo.
Angelica se me acercó.
—¿Qué sucede? —me preguntó.
Agaché mi mirada antes de decir: —Nada. Es solo que creo que estoy alucinando.
—¿Por qué lo dices? —indagó.
No quería responder, lo hice: —Estaba pensando en que tal vez hayas quedado embarazada... Es muy pronto para darlo por sentado.
—Sí, lo mismo pienso. Es muy pronto... Me alegra saber que quieres ser padre.
—Un deseo de mi antiguo yo.
«¡Un deseo que sigue vigente, anciano!», pensé.
Ella fue por la comida y la dispuso en la mesa.
—¿Ya no quieres?
«¡Claro que quiero!», gritaba mi contraparte.
—Hay más cosas que me interesan ahora.
«¿En serio? ¡Qué mentiroso!», me regañé.
—¿Qué hay de la promesa que me hiciste?
«Sigue en pie, cariño», murmuré.
Sabía a qué se refería.
Me quedé callado.
Observé el desayuno.
Solté mi verdad: —La mantengo, es solo que mi tiempo se acabó. Si te llegas a embarazar, está bien. Aceptaré con cariño mi responsabilidad.
—Me gustaría que lucharas más por ese sueño.
—Será lo que le vida quiera.
La frase le disgustó.
Debía comprenderme.
Ya los años me pesan demasiado.
Un hijo o una hija a esta edad sería...
Prefería estar solo con Angelica.
Seguramente se escucharía egoísta, pero...
¿Por qué mi vida debería acoplarse a la suya?
¿Por qué ella no podría encajar en mi mundo?
No sería justo.
Mi Dulcinea debería empatizar más conmigo.
Durante mucho tiempo siempre he sido yo quien debía cambiar.
No desearía perderme de nuevo.
Desconocer quién soy es lo peor.
Ambos tienen razón, René», me dije.
Si eso era cierto porque parecía que no.
¿Por qué todo aparentaba estar en mi contra?
—René, dime algo.
—Terminé de comer —avisé, levantándome de la silla sin querer mirarla.
—Yo también —me siguió—. No quiero obligarte.
Me había entendido.
Debió ver que estaba asustado.
«Claro que estás nervioso», acepté.
La abracé después de lavar los platos.
No podía culparla.
«Ella tampoco te culpa», concluí.
Había pasado por tanto en tan corto tiempo.
Su vida estaba igual de contada que la mía.
Ella era tan valiente, todos los días corría un riesgo.
Vivir era un riesgo.
Vivir significaba que la muerte se aproxima.
¿Por qué seguía pensando en eso?
No me estaba beneficiando.
Mejor me centraba en otro tema.
«Céntrate en ella», me sugerí.
Había un objeto que no dejaba de sonar cerca de mí.
El sonido era metálico.
No le tomé mucha importancia.
Angelica se quedó examinando la cocina.
No tenía idea de qué buscaba.
Me daba un poco de miedo preguntar.
Ella recorrió toda la casa.
Ella estaba desesperándose.
Quería ayudarla, pero no sabía cómo.
Le pregunté qué buscaba.
La pelirroja me respondió.
Me puse a encontrar el objeto.
Según yo, ella seguía usándolo.
Según ella, no.
¿Dónde podría estar?
Ese objeto era preciado para ella.
Ella me dijo que era un regalo muy especial porque se lo dio una de sus abuelas.
Revisé la hora.
Se me estaba haciendo tarde.
No quería dejarla.
Sabía lo importante que era para ella hallar su reliquia, sin embargo se me estaba haciendo tarde.
«¿Qué hago?», pensé, «si me voy sin decirle nada se podría molestar y no deseo eso».
Medité.
«Quédate para ayudarla», me aconsejé.
Medité.
«Ayúdala», repetí.
Volví a meditar.
«Sino te vas podrías ser que pase algún inconveniente en el edificio... Si te vas, tal vez Angelica se entristezca por haber perdido su collar».
¿Qué debía hacer?
Me estaba quedando sin opciones.
La frustración me estaba persiguiendo como un león a un antílope.
«Prometo que te recompensaré apenas regrese a casa. Te compraré otro, buscaremos uno parecido», me comenté para no sentirme mal.
Salí de casa tras despedirme.
Ella se había quedado preparándose para ir a la universidad, así como buscando su objeto.
El incidente de aquel día no detuvo el curso.
Mientras esperaba el autobús me miré las manos.
Se veían ásperas, corrompidas y adoloridas.
Las vivencias las hicieron así.
La vida hizo que tomaran esas texturas.
Tomé mi maletín.
Esperé.
Pensé en Angelica.
Me devolví a mi casa.
Ella seguía buscando algo.
«Tomaste una buena decisión», acordé.
Revisé mis bolsillos.
Hallé un tesoro.
—¿Qué buscabas? —pregunté.
—Me diste un susto —contestó—. Perdí mi collar.
Se lo enseñé.
—Gracias a Dios que apareció.
Me acerqué para colocárselo.
—Te ves muy linda.
—Tú igual... Te ves lindo.
Sonreí forzosamente.
Oímos que el camión se fue.
—Lamento que hayas perdido el autobús.
—Lo perdí porque quise.
Ella me abrazó.
Tomó aire y dijo: —Estoy pensando seriamente en no asistir a mis clases.
—¿Por qué? —la despegué de mí.
Ella comentó: —No me siento bien.
—No vayas, entonces. Pero no te quedes sin hacer algo. Sé que eres bien ociosa.
Angelica asintió: —Lo sé. Buscaré qué hacer. Todavía no entro a trabajar.
—Encontrarás algo. Te dejo.
Besé su mejilla.
Antes de salir sentí que entrelazó nuestras manos.
«Sus manos son delicadas y suaves como el algodón... Sus manos son dos pedazos de nubes», susurré.
Me aparté.
Salí a esperar otro autobús.
No tardó tanto.
Subí.
Vi por la ventana.
Angelica salió para despedirse.
«Ella tiene mucha emoción», me comenté.
El camión atravesó varias calles.
Cada vez que me asomaba por la ventana recordaba.
Recordaba lo bien que me sentía al estar con ella.
Aquella jovencita me cambió la vida.
Bajé del autobús al ver el edificio.
Fui a trabajar.
Observé mis alrededores.
Pensé en que ella faltaba aquí.
Su energía era requerida.
Ingresé.
La mayoría de mis empleados me saludaron.
Devolví gran parte de los «Buenos días».
Entré a mi oficina.
«De nuevo, a la rutina», recordé.
Esperaba que no hubiese mucho movimiento.
Fui visitado por la desgracia.
La monotonía ganó.
Muchas horas de lo mismo.
Firmar, juntar, romper, guardar documentos.
Así se me estaba yendo el tiempo.
«Esto es una tortura», reconocí.
Hacía lo que estaba destinado.
No estaba disfrutando hacerlo.
No quería seguir con la misma historia.
Me animé con una frase: «Hazlo por ella».
Dicha oración me ayudó bastante.
Me reincorporé con mis actividades.
«Hazlo por ella, René», repetí dos veces.
Tenía una mejor actitud.
Unas horas pasaron.
Angelica llegó a la firma.
Lo supe por su voz.
Ella saludó a todos.
Después de caminar irrumpió en mi oficina.
—Hola —me saludó.
—Hola —respondí—. ¿Lista para trabajar?
Permaneció en silencio unos segundos.
—Lista... ¿Spring no ha hablado contigo?
—No, ¿por qué?
—Solo pregunto. Entendí que tenía una nómina para entregarte. La estaba terminando.
—Ah, sí. Sigo en espera.
La pelirroja tomó asiento.
—¿No trajiste el almuerzo?
Ella sacó la comida de su mochila.
Repartió todo.
Almorzamos.
Estábamos guardando los contenedores de plástico cuando nos interrumpieron.
La hermana apareció.
Ella estaba cansada.
—Lamento la demora, señor Cárdenas.
—Descuida —la disculpé.
Limpié mi mesa para recibir la nómina.
Apenas tomé las hojas, Spring salió de mi oficina.
Angelica la siguió.
Continué trabajando.
Acechaba la hora.
«Hazlo por ella».
No lo acepté.
«Hazlo por ella».
La frase empezaba a llegarme.
«Hazlo por ella».
Eso tomó más fuerza.
«Hazlo por ella».
Ese pensamiento logró motivarme para continuar con mis actividades.
Me alegraba saber que esto no lo hacía solo por mí.
Había alguien con quien compartirlo.
«Ella lo vale», murmuré, «porque es un rubí».
«Ella lo vale porque es un rubí... Es mi rubí», concluí mi pensar.
Angelica era relevante en mi vida.
Detuve mi análisis romántico.
El trabajo terminó.
Llegó la hora de salida.
Apagué la luz.
Cerré mi oficina.
Mi pareja me esperaba.
Sonreí al verla.
La tomé de la mano.
Abandonamos el edificio.
Su hermana ya se había ido.
Angelica dijo que quería tomar el autobús.
«Ya no está», recordé.
Acepté.
Esperamos para abordar.
Mientras viajábamos hablábamos del trasfondo de su collar.
«Qué interesante historia», pensé.
Bajamos al ver nuestra colonia.
Terminamos la conversación del collar.
Nos quedamos quietos.
Nos volteamos.
«Sabes que ambos lo desean», acepté.
Decidimos abrazarnos.
Al separarnos caminamos.
Cada uno fue a su respectiva casa.
Al entrar a la mía, encendí las luces.
Estaba agradecido porque todo estaba mejorando.
Mi hogar no estaba desordenado, tenía mejor olor y transmitía más confianza.
Pensé en Angelica.
Ella estaba más tranquila por haber encontrado su collar.
No supe cómo llegó a mi bolsillo, pero estaba contento porque regresó con su dueña.
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