Duncan
Su hogar, los últimos meses, era una habitación oscura, de tres paredes y un enrejado en donde debería estar una cuarta pared, o al menos, una puerta.
Después de once meses, Duncan comprendió que era inútil contar el tiempo que llevaba en prisión. Un viejo calendario se encontraba colgado en una de las paredes más próximas a las rejas; en aquella misma pared, se encontraba un camastro metálico cubierto por un duro y viejo colchón que olía raro y, a su vez, sobre el mismo, reposaba una sábana que cambiaban los vigías cada mes.
Con el tiempo, llevar la cuenta de cuantos días pasaban, era una tontería. Se alegraba cuando sabía que habían pasado semanas, luego llegarían los meses ¿perdería la razón de nuevo? ¿Volvería al patio psiquiátrico? ¿Entraría en depresión? Miles de preguntas pasaban día a día por su mente.
Luego del primer año, cayó en la cuenta de que debía adaptarse a esa vida. Ya estaba adaptado; de hecho, tras unas semanas se había ganado un lugar importante entre los demás reclusos. Algunos lo llamaban "De"; otros le decían "Foster", sólo había una persona que lo llamaba Duncan y era su compañero de celda, el cual dormía en la parte baja de la litera.
El primer hombre con el que habló al llegar a prisión había sido Barnie.
«Todos intentarán destruirlo, lo harán sentir débil; pero no debe ceder a ello, cuando tenga una oportunidad hágale saber a todos esos cretinos, quién es el que manda» le había dicho aquel hombre «con el tiempo ganarán su respeto, y muchos temerán con sólo su presencia».
Aquella afirmación le levantó el ánimo a Duncan, fue una información que usaría por el resto de sus días en prisión.
Así fue. Duncan era un hueso duro de roer, algunos le temían; otros le respetaban y, con ello, lo consideraban alguien igual, alguien de la misma jerarquía. Hombres grandes, musculosos y de temperamento explosivo.
Con el tiempo, Duncan pudo lidiar con ello y aquel cuarto oscuro con el camastro, el viejo calendario y una bacinica; eran su hogar. Aquellos hombres rudos, eran su pequeña familia durante su estadía tras las rejas.
Aquel hombre que le dio la bienvenida a la prisión, hacía más llevaderos sus días. Duncan nunca se detuvo a pensar de dónde había surgido "Barnie", ni le preguntó si ese era su nombre real, pero aquel tipo era agradable Duncan lo apreciaba. Barnie se encontraba en prisión por haber hurtado una gran cantidad de dinero, había sido guardaespaldas para un hombre importante y, de un momento a otro, su vida no estaba bien y fue por ello que emprendió aquella misión suicida de hurtar tal cantidad de dinero. Al final fue descubierto y condenado.
-Hoy habrá macarrones -le dijo Barnie, hurgando su nariz.
-¿Cómo lo sabes? -cuestionó Duncan, mientras caminaba con su amigo hacía el comedor.
-Conozco a alguien, y antes de que digas algo, no, no son aquellos macarrones que saben a cartón.
-¿Es en serio?
Barney asintió con una sonrisa.
-Macarrones de los buenos, amigo.
-¡Oh, vaya! -exclamó Duncan, sin parar de sonreír. No recordaba cuándo fue la última vez que había comido algo delicioso; tal vez una semana atrás, mas no estaba del todo seguro. El tiempo en la prisión le parecía tan extraño y diferente.
-¡Hey, Foster! -le saludó un hombre alto, delgado y con una cicatriz en su mejilla derecha.
Duncan y Barnie levantaron una mano como señal de saludo mientras el hombre de la cicatriz los saludaba en la distancia.
-¿Se enteraron de que hay un nuevo recluso? -preguntó el recién llegado.
-¿De quién se trata? -curioseó Barnie.
-Aquel de allí -señaló el hombre de la cicatriz.
En una mesa de las más apartadas, se encontraba un solitario hombre; sentado sin hacer nada, solo mirando hacia el horizonte. De vez en cuando, miraba hacia los lados y finalmente perdía su vista en un punto fijo.
-Deberíamos darle la bienvenida, Foster -le alentó el tipo de la cicatriz.
-Esto se pondrá muy interesante -contestó Duncan, se acercó con los otros dos hacia aquella mesa donde se encontraba el nuevo recluso.
Antes de llegar hacia la mesa, un guarda de seguridad detuvo a Duncan.
-Tiene visita -le dijo.
Duncan asintió y estiró las manos hacia el guardia de seguridad. El vigilante, le puso unas esposas y lo llevó hasta la sala de visitas. No era un lugar muy grande. Apenas cabían cuatro mesas con dos sillas cada una; en aquel instante, sólo una mesa estaba ocupada por una pareja. Muy seguramente una mujer visitando a su esposo, novio, quizás su hermano.
Un hombre de cabello desordenado de color chocolate, esperaba sentado en una de las mesas, de ojos negros y vistiendo un atuendo bastante refinado; en Duncan una sonrisa crispó su rostro.
Se trataba de su hermano mayor.
-¡Ned! -exclamó entusiasmado, luego de haberse librado de las esposas.
Deseaba mucho poder abrazarlo, pero la seguridad de la prisión lo tenía rotundamente prohibido. Ned bromeó sobre el overol naranja que llevaba Duncan. Situación que hacía que Duncan sonriera antes de tomar asiento.
-Un gusto verte, hermano -le respondió Ned.
-Me alegra verte, con el tiempo casi no hay visitas -mencionó Duncan, mientras se acomodaba en la silla.
-Papá aún se rehúsa en venir -confesó Ned-, ¿ha venido mamá?
-Vino hace tres días y Theo vino hace quince días.
-¿Reed, estuvo acá? -curioseó el mayor de los hermanos.
-Sí, de alguna forma se siente mal, según había mencionado, antes de aquella vez no había venido... fue extraño, pero me sentí bien -contestó, manteniendo su mirada fija.
-¿Nada más?
-Sólo tú y mamá. -Duncan bajó la cabeza-. No sé cuánto tiempo pueda aguantar esto.
-Relájate -le propuso Ned-. Buscaremos un buen abogado, llevará un tiempo, pero no te garantizo nada.
-Eso no me ayuda.
-Estamos haciendo lo mejor que podemos.
-Lo sé y me siento agradecido ¿Cómo van las cosas en casa?
-Como te dije, papá no quiere venir, está furioso porque estás en la cárcel y ha sido bastante difícil lidiar con ello además de su problema, mamá ha sido muy paciente y trata de convencerlo de volver a las terapias, pero... ya sabes cómo es.
-Parece que no han cambiado mucho las cosas.
El guardia de seguridad aclaró su garganta, era la señal de que debía volver. Las visitas eran tan cortas; a lo sumo unos quince minutos y debía regresar a la rutina.
Duncan se levantó de la silla y estiró sus manos para recibir las esposas.
-Aún hay esperanza -le reconfortó Ned.
-Gracias, hermano -respondió Duncan, y se vio arrastrado de nuevo al interior de aquel putrefacto restaurante, que solo era una pequeña parte de su reciente hogar.
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